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Sec. 3.2.06 Algunas reflexiones concernientes a la justicia y a la injusticia
[3.2.06.01]
Hemos recorrido las tres leyes fundamentales de la naturaleza: la de la estabilidad de la posesión, la de su transferencia por consentimiento y la de la realización de las promesas. De la estricta observancia de estas tres leyes dependen la paz y la seguridad de la sociedad humana, y no es posible establecer un buen sistema de relaciones entre los hombres cuando éstas son descuidadas. La sociedad es absolutamente necesaria para el bienestar de los hombres, y éstas son necesarias para el sostenimiento de la sociedad. Sean los que quieran los límites que impongan a las pasiones de los hombres, son el resultado de estas pasiones y son sólo un modo más hábil y refinado de satisfacerlas. Nada es más vigilante e inventivo que nuestras pasiones y nada es más fácil que la convención para la observancia de estas reglas. La naturaleza ha confiado, por consiguiente, este asunto a la conducta del hombre y no ha colocado en el espíritu principios peculiares y originales para suscitar acciones a las que nos llevan de un modo suficiente otros principios de nuestra estructura y constitución. Para convencernos más plenamente de esta verdad debemos detenernos aquí un momento, y mediante una revista de los precedentes razonamientos podemos deducir algunos nuevos argumentos para probar que estas leyes, aunque necesarias, son enteramente artificiales y de invención humana y que, por consecuencia, la justicia es una virtud artificial y no natural.
[3.2.06.02]
I. El primer argumento del que haré uso se deriva de la definición vulgar de la justicia. La justicia se define comúnmente como una voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo que le es debido. En esta definición se supone que existen cosas tales como derecho y propiedad, independientes de la justicia y anteriores a ella, y que subsistirían aunque los hombres no hubieran jamás soñado en practicar alguna virtud. Ya he hecho observar, de una manera incidental, la falacia de esta opinión, y debo continuar aquí exponiendo, algo más claramente, mi opinión sobre este asunto.
[3.2.06.03]
Comenzaré observando que esta cualidad que llamamos propiedad es análoga a muchas de las cualidades de la filosofía peripatética y se desvanece con una investigación más detallada del asunto. Es evidente que la propiedad no consiste en alguna de las cualidades sensibles del objeto, pues éstas pueden permanecer invariablemente las mismas, mientras que la propiedad cambia. Por consiguiente, la propiedad debe consistir en alguna relación del objeto; pero no puede ser con relación a otros objetos externos e inanimados, pues éstos pueden continuar invariablemente los mismos, mientras que la propiedad cambia. Por consiguiente, esta cualidad consiste en las relaciones de los objetos con los seres inteligentes y racionales. Sin embargo, no es la relación externa y corporal la que constituye la esencia de la propiedad, pues esta relación puede ser la misma entre objetos inanimados o con respecto a los animales, aunque en estos casos no da lugar a la propiedad. Por consiguiente, la propiedad consiste en una relación interna, es decir, en alguna influencia que los objetos tienen sobre el espíritu y las acciones. Así, la relación externa que llamamos ocupación o primera posesión no pensamos que por sí misma es la propiedad del objeto, sino que tan sólo causa esta propiedad. Ahora bien: es evidente que esta relación externa no influye nada en los objetos externos y que sólo influye sobre el espíritu produciendo en nosotros un sentido del deber de no apoderarnos del objeto y de entregarlo a su primer poseedor. Estas acciones son lo que propiamente llamamos justicia, y, por consecuencia, de esta virtud depende la naturaleza de la propiedad y no la virtud de la propiedad.
[3.2.06.04]
Si alguno, por consiguiente, afirmase que la justicia es una virtud natural y la injusticia un vicio natural, debe afirmar también que, haciendo abstracción de las nociones de propiedad, derecho y obligación, naturalmente, una cierta conducta y serie de acciones, en ciertas relaciones externas de los objetos, posee una belleza o fealdad moral y causa un placer o dolor original. Así, la devolución de los bienes a su propietario se consideraría como virtuosa no porque la naturaleza ha unido un cierto sentimiento de placer a una conducta tal con respecto a la propiedad de los otros, sino porque la naturaleza ha unido este sentimiento a la conducta que se dirige a los objetos externos, de los cuales los otros tienen la primera o la más larga posesión, o la que han recibido por el consentimiento de los que tuvieron antes la primera posesión. Si la naturaleza no nos ha dado un sentimiento semejante, no es natural ni anterior a las convenciones humanas, algo análogo a la propiedad. Ahora bien: aunque parece suficientemente evidente en esta consideración sobria y exacta del presente asunto que la naturaleza no ha unido un placer o sentimiento de aprobación a una conducta tal, como yo no quiero dejar el más pequeño espacio para una duda posible añadiré algunos argumentos más para confirmar mi opinión.
[3.2.06.05]
Primeramente, si la naturaleza nos hubiera dado un placer de este género, hubiera sido tan evidente y discernible como lo es en toda ocasión, y no hubiéramos encontrado dificultad ninguna en percibir que la consideración de acciones tales en una situación tal proporciona un cierto placer y sentimiento de aprobación. No nos hubiéramos visto obligados a recurrir a las ficciones de la propiedad para la definición de la justicia y al mismo tiempo a hacer uso de las nociones de justicia en la definición de la propiedad. Este modo engañoso de razonar es una prueba clara de que existen en el asunto algunas obscuridades y dificultades que no somos capaces de dominar y que deseamos evadir por este artificio.
[3.2.06.06]
Segundo: estas reglas por las que se determinan propiedades, derechos y obligaciones no presentan ni restos de un origen natural, sino, por el contrario, del artificio y mecanismo. Son demasiado numerosas para proceder de la naturaleza, demasiado mudables por las leyes humanas, y tienen una tendencia directa y evidente hacia el bien público y el sostén de la sociedad civil. Esta última circunstancia es notable en dos respectos: primero, porque, aunque la causa del establecimiento de estas leyes ha sido la consideración del bien público, lo mismo que el bien público es su tendencia natural, han sido aún artificiales porque se han imaginado y dirigido a un cierto fin intencionalmente; segundo, porque si los hombres se hallasen dotados de una poderosa consideración del bien público no se hubieran limitado por estas reglas; de modo que las leyes de la justicia surgen de los principios naturales de una manera más indirecta y artificial. Es el amor de sí mismo el que constituye su origen real, y como el amor de sí mismo de una persona es naturalmente contrario al de las otras, esta serie de pasiones interesadas se encuentra obligada a armonizarse de una manera tal que se organice en algún sistema de conducta y vida. Este sistema, pues, comprendiendo el interés de cada individuo, es, por consecuencia, ventajoso para el interés público, aunque no sea imaginado para este propósito por sus inventores.
[3.2.06.07]
II. En segundo lugar podemos observar que todos los géneros de vicio y virtud pasan insensiblemente de los unos a los otros y pueden aproximarse por grados tan imperceptibles que hacen muy difícil, si no totalmente imposible, determinar cuándo uno termina y otro comienza, y de esta observación podemos derivar un nuevo argumento para el precedente principio, pues, cualquiera que sea el caso con respecto a todos los géneros de vicio y virtud, es cierto que los derechos, obligaciones y propiedad no admiten una gradación insensible, sino que un hombre o posee la propiedad plena y perfectamente o no la tiene de ningún modo, o está totalmente obligado a realizar una acción o no se halla de ningún modo sometido a esta obligación. Aunque la ley civil pueda hablar de un dominio perfecto e imperfecto, es fácil observar que esto surge de una ficción que no tiene un fundamento en la razón y que no puede entrar en nuestras nociones de justicia natural y equidad. Un hombre que alquila un caballo, aunque sea por un día, tiene un tan pleno derecho a hacer uso de él por este tiempo como el que llamamos propietario lo tiene para hacerlo cualquier otro día, y es evidente que aunque el uso pueda ser limitado en tiempo y grado, el derecho mismo no es susceptible de una gradación, sino que es absoluto y total tan lejos como se extiende. De acuerdo con esto podemos observar que este derecho surge y desaparece en un instante y que un hombre adquiere enteramente la propiedad de un objeto por ocupación o por el consentimiento del propietario y la pierde por su propio consentimiento, sin ninguna de las gradaciones insensibles que se pueden apreciar en otras cualidades y relaciones. Por consiguiente, puesto que sucede esto con respecto a la propiedad, los derechos y obligaciones, pregunto ahora: ¿Qué sucede con respecto a la justicia o injusticia? De cualquier manera que se responda a esta cuestión se cae en dificultades inextricables. Si se responde que la justicia y la injusticia admiten grados y se transforman insensiblemente la una en la otra, se contradice expresamente la afirmación que precede de que obligación y propiedad no son susceptibles de una gradación tal. Estas últimas dependen totalmente de la justicia y la injusticia y las siguen en todas sus variaciones. Donde la justicia es total, la propiedad es también total; donde la justicia es imperfecta, la propiedad debe ser también imperfecta. Por el contrario, si la propiedad no admite tales variaciones, debe ser también incompatible con la justicia. Por consiguiente, si se asiente a esta última proposición y se afirma que la justicia y la injusticia no son susceptibles de grados se afirma, en efecto, que no son naturalmente ni viciosas ni virtuosas, puesto que vicio y virtud, bien y mal moral, y de hecho todas las cualidades naturales, se transforman insensiblemente las unas en las otras y son en muchas ocasiones indistinguibles.
[3.2.06.08]
Merece la pena detenernos aquí para observar que aunque el razonamiento abstracto y las máximas generales de la filosofía y la ley establecen esta afirmación de que la propiedad, el derecho y la obligación no admiten grados, sin embargo, en nuestro modo común y negligente de pensar hallamos una gran dificultad para mantener esta opinión y aun abrazarnos secretamente el principio contrario. Un objeto debe hallarse en la posesión de una persona o de otra, una acción debe realizarse o no. La necesidad, que aquí está en escoger en estos dilemas, y la imposibilidad, que está aquí frecuentemente en hallar un término justo, nos obligan, cuando reflexionamos sobre el asunto, a reconocer que toda propiedad y obligación es total. Sin embargo, por otra parte, cuando consideramos el origen de la propiedad y obligación y hallamos que dependen de la utilidad pública y a veces de la imaginación, que son rara vez completas en una de sus direcciones, nos sentimos naturalmente inclinados a imaginar que estas relaciones morales admiten una gradación insensible. Por esto, en las transacciones, cuando el consentimiento de las partes deja al árbitro ser el que decide el asunto, aquél habitualmente descubre tanta equidad y justicia en ambos lados, que le inducen a buscar un término medio y divide la diferencia entre las partes. Los jueces civiles, que no tienen esta libertad, sino que se hallan obligados a pronunciar su sentencia en favor de una de las partes, no saben a veces cómo determinarse y se hallan en la necesidad de apoyarse en las razones más frívolas del mundo. La mitad de los derechos y obligaciones que parecen tan naturales en la vida común son perfectos absurdos ante su tribunal, por cuya razón se hallan frecuentemente obligados a tomar la mitad de los argumentos por el todo, para terminar el asunto de una manera o de otra.
[3.2.06.09]
III. El tercer argumento de este género del que debo hacer uso puede ser expuesto como sigue: Si consideramos el curso ordinario de las acciones humanas hallaremos que el espíritu no se gobierna por reglas generales y universales, sino que obra en muchas ocasiones del modo como es determinado por sus motivos presentes e inclinaciones. Como cada acción es un suceso individual, debe proceder de principios particulares y de nuestra situación inmediata con respecto a nosotros mismos y al resto del universo. Si en algunas ocasiones nuestros motivos van más allá de las circunstancias que les han dado origen y constituyen algo análogo a reglas generales para nuestra conducta, es fácil observar que estas reglas no son perfectamente inflexibles, sino que permiten muchas excepciones. Por consiguiente, ya que éste es el curso ordinario de las acciones humanas, podemos concluir que las leyes de la justicia, siendo universales y totalmente inflexibles, no pueden derivarse de la naturaleza ni ser el producto inmediato de un motivo o inclinación natural. Ninguna acción puede ser, naturalmente, buena o mala moralmente, a menos que no exista alguna pasión natural o motivo que nos impela a ella o nos disuada de ella, y es evidente que la moralidad debe ser susceptible de todas las variaciones que son naturales a la pasión. Dos personas pleitean por un patrimonio: de ellas, una es un rico, loco y soltero, y la otra, un pobre, de buen sentido y que tiene una numerosa familia; la primera es mi enemigo; la segunda, mi amigo. Ya esté influido en este asunto por el punto de vista del interés público o del privado, por la amistad o por la enemistad, debo ser llevado a hacer lo más posible para procurar el patrimonio al segundo. Ninguna consideración referente al derecho y propiedad de las personas será capaz de moverme, si me hallase influido tan sólo por motivos naturales, sin existir un arreglo o convención con los otros, pues como toda propiedad depende de la moralidad, y como toda moralidad depende del curso natural de nuestras pasiones y acciones, y como éstas se dirigen solamente por motivos particulares, es evidente que una conducta parcial de este género, para adaptarse a la más estricta moralidad, no debe ser nunca una violación de la propiedad. Si los hombres pudiesen tener la libertad de acción con respecto a las leyes de la sociedad como la tienen en todo otro asunto se conducirían en muchas ocasiones por juicios particulares y tendrían en cuenta los caracteres y circunstancias de las personas lo mismo que la naturaleza general de la cuestión. Sin embargo, es fácil observar que esto produciría una confusión infinita en la sociedad humana y que la avidez y parcialidad de los hombres traerían rápidamente el desorden al mundo si no fuesen dominadas por principios inflexibles y generales. Por consiguiente, teniendo en cuenta este inconveniente, los hombres establecieron estos principios y acordaron someterse a ellos mediante reglas generales que no pueden cambiarse ni por el favor ni por las consideraciones de interés público o privado. Estas reglas, pues, han sido inventadas para un propósito particular y son contrarias a los principios comunes de la naturaleza humana, que se acomodan a las circunstancias y no tienen un modo declarado e invariable de acción.
[3.2.06.10]
No veo cómo puedo engañarme fácilmente en este asunto. Evidentemente, me doy cuenta de que cuando un hombre se impone a sí mismo reglas generales e inflexibles para su conducta con los otros considera ciertos objetos como de su propiedad, objetos que supone son sagrados e inviolables. Ninguna proposición puede ser más evidente que la de que la propiedad es totalmente ininteligible sin suponer primero la justicia y la injusticia, y que estas virtudes y vicios son también ininteligibles, a menos que no tengamos motivos independientes de la moralidad que nos impelan a las acciones justas y nos separen de las injustas. Sean estos motivos los que quieran, deben, por consiguiente, acomodarse a las circunstancias y deben admitir todas las variaciones de las que los asuntos humanos son susceptibles en sus incesantes cambios. Son, por consiguiente, un fundamento muy inadecuado para tales reglas, inflexibles como las leyes de la naturaleza, y es evidente que estas leyes pueden tan sólo derivarse de las convenciones humanas cuando los hombres hayan percibido los desórdenes que resultan de seguir sus principios naturales y variables.
[3.2.06.11]
En resumen, pues, debemos considerar la distinción entre justicia e injusticia como teniendo dos fundamentos diferentes, a saber: el del interés, cuando los hombres observan que es imposible vivir en sociedad sin gobernarse por ciertas reglas, y el de la moralidad, cuando este interés es ya una vez observado y los hombres experimentan placer ante la vista de las acciones que tienden a la paz de la sociedad y dolor por las que son contrarias a ella. La convención voluntaria y el artificio de los hombres son los que hacen que el primer interés tenga lugar, y, por consiguiente, las leyes de la justicia deben considerarse de este modo artificiales. Después que este interés está establecido y reconocido se sigue naturalmente el sentido de la moralidad en la observancia de estas reglas y por sí mismo, aunque es cierto que es también aumentado por un nuevo artificio y que las disposiciones públicas de los políticos y la educación privada de los padres contribuyen a darnos un sentido del honor y el deber en la regulación estricta de nuestras acciones con respecto a la propiedad de los otros.
Sec. 3.2.07 Del origen del Gobierno
[3.2.07.01]
Nada es tan cierto como que los hombres se guían en gran medida por el interés y que aun cuando se preocupan por algo que trasciende de ellos mismos no llegan muy lejos; no es usual para ellos en la vida corriente interesarse más que por sus amigos más cercanos y próximos. No es menos cierto que es imposible para los hombres asegurar su interés de una manera más efectiva que mediante la observancia universal e inflexible de las reglas de la justicia, por las cuales pueden mantener firme la sociedad y evitar la recaída en la condición miserable y salvaje que corrientemente se nos presenta como el estado de naturaleza. Siendo grande este interés que todos los hombres tienen en el mantenimiento de la sociedad y la observancia de las reglas de la justicia, es palpable y evidente aun para el más rudo e inculto de los miembros de la raza humana y es casi imposible para cualquiera que tenga experiencia de la sociedad engañarse en este particular. Por consiguiente, ya que los hombres se hallan tan sinceramente ligados a su interés, y su interés se preocupa tanto por la observancia de las reglas de la justicia, y este interés es tan cierto y declarado, puede preguntarse cómo puede surgir el desorden en la sociedad y qué principio tan poderoso existe en la naturaleza humana que venza a una pasión tan fuerte o que sea tan violento que obscurezca un conocimiento tan claro.
[3.2.07.02]
Ya se observó, al tratar de las pasiones, que los hombres se hallan poderosamente guiados por la imaginación y adaptan sus afecciones más a la manera como un objeto se les aparece que a su valor intrínseco y real. Lo que les impresiona mediante una idea intensa y vivaz prevalece corrientemente sobre lo que se presenta obscuramente, y debe existir una gran superioridad de valor para compensar esta ventaja. Ahora bien: como todo lo que es contiguo en el espacio o en el tiempo nos impresiona mediante una idea tal, tiene un efecto proporcional sobre la voluntad y las pasiones y actúa comúnmente con más fuerza que un objeto que está en una mayor distancia y más obscurecido. Aunque podamos estar plenamente convencidos de que el último objeto supera al primero, no somos capaces de regular nuestras acciones por este juicio, sino que cedemos a las solicitaciones de nuestras pasiones, que hablan siempre en favor de todo lo que está cerca o contiguo.
[3.2.07.03]
Esta es la razón de por qué los hombres obran tan frecuentemente en contradicción con su interés conocido, y en particular de por qué prefieren una pequeña ventaja presente al mantenimiento del orden en la sociedad, que depende tanto de la observancia de la justicia. La consecuencia de cada violación de la equidad parece hallarse muy remota y no se inclina a oponerse a las ventajas inmediatas que pueden ser obtenidas por ella. Sin embargo, no son menos reales por ser remotas, y como los hombres se hallan en algún grado sometidos a las mismas debilidades, sucede necesariamente que las violaciones de la equidad deben llegar a ser muy frecuentes en la sociedad y el comercio de los hombres; de este modo debe hacerse muy peligroso e incierto. Vosotros tenéis la misma propensión que yo tengo hacia lo que es contiguo frente a lo que es remoto. Por consiguiente, sois llevados a cometer como yo actos de injusticia. Vuestro ejemplo me empuja en esta vía por imitación y también me proporciona una nueva razón para la violación de la equidad mostrándome que seré la víctima de mi integridad si me impongo solo yo el deber de dominarme en medio de la licencia de los otros.
[3.2.07.04]
Por consiguiente, esta cualidad de la naturaleza humana no sólo es muy peligrosa para la sociedad, sino que parece, en una ojeada rápida, ser incapaz de remedio. El remedio puede venir con sólo el consentimiento de los hombres, y si los hombres son incapaces de preferir lo remoto a lo contiguo no consentirán jamás en algo que los obligue a esta elección y contradiga de una manera tan sensible sus principios e inclinaciones naturales. Siempre que se escogen los medios se escoge el fin, y si nos es imposible preferir lo que es remoto nos es igualmente imposible someternos a una necesidad que nos obligue a un método tal de acción.
[3.2.07.05]
Sin embargo, aquí puede observarse que esta debilidad de la naturaleza humana llega a ser el remedio de sí misma y que nos precavemos contra nuestra negligencia de los objetos remotos solamente porque somos inclinados a esta negligencia. Cuando consideramos los objetos a distancia, todas sus pequeñas particularidades se desvanecen y damos siempre preferencia a lo que es preferible en sí mismo, sin considerar su situación y circunstancias. Esto da lugar a lo que en un sentido impropio llamamos razón, que es un principio que es frecuentemente contrario a las inclinaciones que se presentan ante la proximidad de un objeto. Al reflexionar sobre una acción que realizaré de aquí a doce meses me determino a preferir el bien más grande, ya se halle más contiguo o más remoto en este tiempo, y una diferencia en este particular no trae consigo una diferencia en mis intenciones y resoluciones presentes. Mi alejamiento de la determinación final hace que estas pequeñas diferencias se desvanezcan, y no estoy afectado por nada más que por las cualidades generales y más discernibles del bien y el mal; pero cuando me aproximo más cerca, estas circunstancias que en un principio eché de ver comienzan a aparecer y tienen una influencia en mi conducta y mis afecciones. Una nueva inclinación hacia el bien presente surge y me hace difícil el adherirme a mi primer propósito y resolución. Esta debilidad natural puedo lamentarla mucho y puedo intentar por todos los medios posibles el librarme de ella. Puedo recurrir al estudio y a la reflexión sobre mí mismo, al consejo de los amigos, a la meditación frecuente y la resolución repetida, y habiendo experimentado qué poco eficaces son todos estos medios, puedo abrazar gustoso otro expediente por el que me imponga el dominio sobre mí mismo y que me defienda contra esta debilidad.
[3.2.07.06]
La única dificultad, por consiguiente, es hallar este expediente por el que el hombre se libra de su debilidad natural y se ponga bajo la necesidad de observar las leyes de la justicia y equidad, a pesar de su violenta inclinación a preferir lo contiguo a lo remoto. Es evidente que un remedio tal jamás podrá tener efecto sin corregir esta propensión, y como es imposible cambiar o corregir algo material en nuestra naturaleza, lo más que podemos hacer es cambiar las circunstancias de la situación y hacer de la observancia de las leyes de la justicia nuestro interés más inmediato y de su violación nuestro interés más remoto. Sin embargo, siendo esto impracticable con respecto a todo el género humano, puede tener tan sólo lugar con respecto a pocas personas, que nosotros inmediatamente interesamos en la ejecución de la justicia. Estas son aquellas que llamamos magistrados civiles, reyes y ministros de éstos o gobernantes y legisladores, que siendo personas indiferentes a la mayor parte del Estado no tienen interés o tienen un interés muy remoto en algún acto de injusticia, y hallándose satisfechos con su condición presente y con su parte en la sociedad tienen un interés inmediato en toda ejecución de la justicia, ya que es tan necesaria para el mantenimiento de la sociedad. Aquí, pues, radica el origen del Gobierno y sociedad civil. Los hombres no son capaces de desarraigar en ellos o en los otros la estrechez de horizonte que les hace preferir lo presente a lo remoto. Estas personas, pues, no son solamente inducidas a observar estas reglas en su propia conducta, sino también a obligar a los otros a una igual regularidad y a inculcar los dictados de la equidad a través de la sociedad entera. Y si ello es necesario deben interesar a otros más inmediatamente en la ejecución de la justicia y crear un número determinado de funcionarios civiles y militares para asistirlos en su gobierno.
[3.2.07.07]
Sin embargo, esta realización de la justicia, aunque es la principal, no es la única ventaja del Gobierno. Como las pasiones violentas impiden a los hombres percibir claramente el interés que tienen en una conducta justa con respecto a los otros, les impide también ver esta equidad misma y los hace de un modo notable parciales en sus propios favores. Dicho inconveniente se corrige del mismo modo que el antes mencionado. Las mismas personas que ejecutan las leyes de la justicia decidirán de las controversias referentes a ellos, y siendo indiferentes a la mayor parte de la sociedad, decidirán de un modo más equitativo que cada uno lo haría en su propio caso.
[3.2.07.08]
Mediante estas dos ventajas de la ejecución y de la decisión de la justicia los hombres adquieren una garantía contra la pasión y debilidad de los otros, así como contra las suyas propias, y bajo el amparo de sus gobernantes comienzan a probar a gusto las dulzuras de la sociedad y de la mutua asistencia. El Gobierno extiende aún más allá su influencia beneficiosa, y no contento con proteger a los hombres en estas convenciones que realizan para sus mutuos intereses, los obliga frecuentemente a hacer tales convenciones y los fuerza a buscar su propia ventaja mediante el acuerdo acerca de cualquier fin o propósito común. No existe cualidad de la naturaleza humana que cause errores más fatales en nuestra conducta que la que nos lleva a preferir lo que es presente a lo distante y lo remoto y nos hace desear los objetos más por su situación que por su valor intrínseco. Dos vecinos pueden ponerse de acuerdo para desecar un campo que poseen en común, porque es fácil para ellos conocer recíprocamente sus espíritus y cada uno de ellos puede ver que la consecuencia inmediata de no llevar a cabo su parte es el abandono del proyecto total. Sin embargo, es verdaderamente difícil, y de hecho imposible, que mil personas se pongan de acuerdo para una labor tal, siendo imposible para ellos concertar un designio tan complicado, y aun más difícil para ellos realizarlo, ya que cada uno trata de buscar un pretexto para librarse de la perturbación y gasto y quiere dejar todo el peso del asunto a los otros. La sociedad política remedia fácilmente estos inconvenientes. Los magistrados hallan un interés inmediato en el interés de una parte considerable de sus súbditos. No necesitan consultar a nadie más que a sí mismos para el fomento de este interés, y cuando el fracaso de un elemento en la ejecución va unido, aunque no inmediatamente, con el fracaso del todo, evitan este fracaso porque no tienen un interés ni inmediato ni remoto en él. Así, se construyen puentes, se abren puertos, se levantan fortificaciones, se hacen canales, se equipan flotas y se instruyen ejércitos en todas partes por el cuidado del Gobierno, que, aunque compuesto de hombres sometidos a todas las debilidades humanas, llega a ser, por una de las invenciones más finas y sutiles imaginables, una composición que se halla en cierta medida libre de estas debilidades.
Sec. 3.2.08 La fuente de la obediencia
[3.2.08.01]
Aunque el Gobierno sea una invención muy ventajosa y aun en algunas circunstancias absolutamente necesaria para el género humano, no es necesaria en todas las circunstancias y no es imposible para los hombres mantener la sociedad por algún tiempo sin recurrir a una invención tal. Es cierto que los hombres se hallan muy inclinados a preferir el interés presente al distante y remoto y no les es fácil resistir a la tentación de alguna ventaja que puedan gozar inmediatamente, basándose en la estimación de un mal que está a distancia de ellos; pero aun esta debilidad es menos notable cuando las posesiones y placeres de la vida tienen escaso o pequeño valor, como acontece siempre en la infancia de la sociedad. Un indio experimenta una tentación muy pequeña a desposeer a otro de su choza o a robarle su arco hallándose ya dotado de estas ventajas, y con respecto a toda su fortuna superior a la de los otros, que puede alcanzar cazando o pescando, por ser tan sólo casual y temporal, poseerá sólo una pequeña tendencia a perturbar la sociedad. Tan lejos estoy de pensar con algunos filósofos que los hombres son totalmente incapaces de sociedad sin Gobierno, que afirmo que los rudimentos del Gobierno surgen de las querellas, no entre los hombres de la misma sociedad, sino los pertenecientes a diferentes sociedades. Un menor grado de riqueza puede ser suficiente para este último efecto que el que es requerido para el primero. Los hombres no temen más de la lucha pública y violencia que la resistencia que encuentran, la que cuando la comparten en común parece menos terrible, y cuando proviene de extranjeros parece menos perniciosa en sus consecuencias que cuando se hallan expuestos a luchar individuo contra individuo, siendo su comercio entre ellos ventajoso y sin cuya sociedad es imposible que puedan subsistir. Ahora bien: la guerra contra los extraños en una sociedad sin Gobierno produce necesariamente la guerra civil. Si se lanzan algunos bienes considerables entre los hombres, inmediatamente comenzarán a luchar entre sí, ya que cada uno se esforzará en apoderarse de lo que le agrada, sin consideración de las consecuencias. En una guerra contra extraños los más considerables de todos los bienes, la vida y los miembros, están en peligro, y como cada uno evita toda actitud peligrosa, elige las mejores armas y busca excusa para las más pequeñas heridas; las leyes, que pueden ser bastante bien observadas mientras que los hombres están tranquilos, no pueden ya mantenerse cuando se hallan en una agitación tal.
[3.2.08.02]
Esto lo hallamos verificado en las tribus americanas, en las que los hombres viven concordes y en amistad entre ellos sin un Gobierno establecido, y no se someten a ninguno de sus compañeros más que en tiempo de guerra, en que su jefe disfruta de una sombra de autoridad, que pierde después del regreso a su territorio y del establecimiento de la paz con las tribus vecinas. Esta autoridad, sin embargo, los instruye en las ventajas del Gobierno y los enseña a recurrir a él cuando, o por el pillaje de la guerra, o por el comercio, o por hallazgos fortuitos, sus riquezas y posesiones han llegado a ser tan considerables que les hacen olvidar en cada aparición el interés que tienen en la conservación de la paz y la justicia. Por esto podemos dar, entre otras cosas, una razón plausible de por qué el Gobierno fue primero monárquico sin ninguna mezcla y variedad alguna, y por qué las repúblicas sólo surgen de los abusos de la monarquía y del poder despótico. Los campamentos son los padres de las ciudades, y como la guerra no puede ser dirigida, por la rapidez de sus exigencias, sin la autoridad de una sola persona, el mismo género de autoridad tiene lugar naturalmente en el Gobierno civil que sucede al militar. Me parece que esta razón es más natural que la corriente, derivada del gobierno patriarcal o de la autoridad de los padres que se dice tuvo lugar primeramente en la familia y acostumbró a los miembros de ella al gobierno de una sola persona. El estado de la sociedad sin Gobierno es uno de los estados más naturales del hombre y debe subsistir con la unión de varias familias largo tiempo después de la primera generación. Sólo un aumento de la riqueza de posesiones puede obligar a los hombres a abandonarlo, y tan bárbaras e incultas son las sociedades en su primera formación, que deben pasar muchos años antes de que puedan llegar éstas a un grado tal que perturben al hombre en el goce de la paz y concordia.
[3.2.08.03]
Aunque es posible para los hombres mantener una sociedad pequeña e inculta sin Gobierno, es imposible que puedan mantener una sociedad, de cualquier género, sin justicia y sin la observancia de las tres leyes fundamentales concernientes a la estabilidad de la posesión, su transmisión por desconocimiento y la realización de las promesas. Estas leyes son anteriores al Gobierno y se supone que imponen una obligación antes de que se haya pensado en el deber de obediencia a los magistrados civiles; puedo ir más lejos aún y afirmar que el Gobierno, después de su primer establecimiento, naturalmente supondría que derivaba su obligación de estas leyes de la naturaleza y en particular de la concerniente a realización de las promesas. Una vez que los hombres han percibido la necesidad del Gobierno para mantener la paz y ejecutar la justicia, se reunirán naturalmente, elegirán los magistrados y determinarán su poder y les prometerán obediencia. Como una promesa se supone ser un vínculo o garantía ya en uso y acompañada de una obligación moral, debe ser considerada como la sanción original del Gobierno y como la fuente de la primera obligación de obediencia. Este razonamiento parece tan natural que ha llegado a ser la fundamentación de nuestro elegante sistema de política, y es en cierto modo el credo de un partido entre nosotros que se vanagloria con razón de la profundidad de su filosofía y de la libertad de su pensamiento. «Todos los hombres -dicen ellos han nacido libres e iguales; Gobierno y superioridad han podido ser establecidos tan sólo por el consentimiento; el consentimiento de los hombres al establecer el Gobierno les impone una nueva obligación, desconocida para las leyes de la naturaleza. Los hombres, por consiguiente, se hallan obligados a obedecer a sus magistrados tan sólo porque lo han prometido, y si no hubieran dado su palabra, ya expresa o tácitamente, de mantener su obediencia jamás hubiera sido ésta un elemento de su deber moral.» Esta conclusión, sin embargo, cuando se lleva tan lejos que comprende el Gobierno en todas sus edades y situaciones, es completamente errónea, y mantengo que aunque el deber de obediencia en un principio se derivase de la obligación de las promesas y por algún tiempo se mantuviese por esta obligación, pronto se arraigó por sí mismo, y posee una obligación y autoridad original independiente de todos los contratos. Este es un principio de actualidad que debemos examinar con cuidado y atención antes de ir más lejos.
[3.2.08.04]
Es razonable para los filósofos que afirman que la justicia es una virtud natural y anterior a las convenciones humanas el resolver toda obediencia civil en la obligación de una promesa y afirmar que sólo por nuestro consentimiento nos hallamos obligados a una sumisión a los magistrados, pues como todo Gobierno es por completo una invención de los hombres y el origen de los más de los Gobiernos se conoce en la historia, es necesario remontar más arriba para hallar la fuente de nuestros deberes políticos si queremos afirmar que poseen una obligación moral natural. Estos filósofos, por consecuencia, observan en seguida que la sociedades tan antigua como el género humano y que las tres leyes fundamentales de la naturaleza son tan antiguas como la sociedad; así que, valiéndose de la antigüedad del origen obscuro de estas leyes, niegan primeramente que sean invenciones artificiales y voluntarias de los hombres y después tratan de derivar de ellas otros deberes que son más claramente artificiales. Pero habiendo ya sido desengañados en este particular y habiendo hallado que tanto la justicia natural como la civil traen su origen de las convenciones humanas, debemos ver en seguida cuán inútil es reducir la una a las otras y buscar en las leyes de la naturaleza un fundamento más sólido para nuestros deberes políticos que el interés y las convenciones humanas, ya que estas leyes se hallan construidas sobre el mismo fundamento. De cualquier lado que nos dirijamos en este asunto hallaremos que estos dos géneros de deberes son de igual categoría y tienen el mismo origen, radicando en la primera invención y obligación moral. Se han imaginado para remediar análogos inconvenientes, y adquieren su sanción moral, del mismo modo, por el remedio de estos inconvenientes. Son éstos los dos puntos que trataré de probar todo lo claro que sea posible.
[3.2.08.05]
Hemos mostrado ya que los hombres inventaron las tres leyes fundamentales de la naturaleza cuando se dieron cuenta de la necesidad de la sociedad para su subsistencia mutua y hallaron que era imposible mantener relaciones entre ellos sin dominar de algún modo sus apetitos naturales. Por consiguiente, el mismo amor de sí mismos, que hace a los hombres tan molestos los unos para los otros, tomando una dirección nueva y más conveniente, produjo las reglas de la justicia y fue el primer motivo de su observancia. Sin embargo, cuando los hombres observaron que aunque las reglas de la justicia eran suficientes para mantener una sociedad era imposible para ellos observar por su propio impulso en una sociedad amplia y culta estas reglas, establecieron el Gobierno como una nueva invención para lograr su fin y mantener las antiguas ventajas o procurarse otras nuevas mediante una ejecución más estricta de la justicia. Por consiguiente, hasta tal punto se hallan enlazados nuestros deberes civiles con los naturales, que los primeros se inventaron capitalmente para el respeto de los últimos y que el fin principal del Gobierno es obligar a los hombres a observar las leyes de la naturaleza. Sin embargo, en este respecto la ley de la naturaleza concerniente a la realización de las promesas se comprende solamente con las restantes, y su exacta observancia debe ser considerada como un efecto de la institución del Gobierno y no la obediencia al Gobierno como un efecto de la obligación de las promesas. Aunque el objeto de nuestros deberes civiles es el fortalecer nuestros deberes naturales, el primer9 motivo de la invención, así como de la realización de ambos, no es más que el interés personal, y puesto que existe un interés distinto en la obediencia al Gobierno del de la realización de las promesas, debemos admitir una obligación diferente. Para obedecer a los magistrados civiles se requiere mantener el orden y la concordia en la sociedad; para realizar las promesas se requiere producir la fe y confianza mutua en las funciones corrientes de la vida. Los fines, como los medios, son totalmente distintos y no se halla el uno subordinado al otro.
[3.2.08.06]
Para hacer esto más evidente consideremos que los hombres se obligarán frecuentemente por promesas para la realización de lo que estaba en su interés realizar independientemente de estas promesas, como, por ejemplo, cuando quieran dar a los otros una seguridad más grande, añadiendo una nueva obligación de interés a la que ya habían establecido primeramente. El interés en la realización de las promesas, aparte de su obligación moral, es en general manifiesto y de extrema importancia en la vida. Otros intereses pueden ser más particulares y dudosos, y nos inclinamos a abrigar una más grande sospecha de que los hombres pueden satisfacer su humor o pasión obrando en contra de ellos. Por consiguiente, aquí las promesas se presentan naturalmente y con frecuencia son requeridas para una más plena seguridad y satisfacción. Suponiendo que otros intereses son tan generales y manifiestos como el interés de la realización de las promesas, éstos serán considerados sobre el mismo pie y los hombres comenzarán a tener la misma confianza en ellos. Ahora bien: esto es lo que sucede con respecto a nuestros deberes civiles u obediencia a los magistrados, sin la cual el Gobierno no podría subsistir ni podría ser mantenida la paz y el orden en las sociedades amplias, cuando existen tantas posesiones por una parte y tantas necesidades, reales o imaginarias, por otra. Nuestros deberes civiles, por consiguiente, deben separarse pronto de nuestras promesas y adquirir una influencia y fuerza separadas. El interés en ambos es del mismo género, es general, manifiesto y vale en todo lugar y tiempo. No existe, pues, razón ninguna para fundar el uno sobre el otro, ya que cada uno de ellos posee un fundamento propio. Podemos reducir la obligación de abstenernos de las posesiones de los otros a una obligación de una promesa, del mismo modo que lo hacemos con la obediencia. Los intereses no son menos claros en un caso que en otro. La consideración de la propiedad no es más necesaria para la sociedad natural que la obediencia lo es a la sociedad civil o Gobierno, y no es la primera sociedad más necesaria para la existencia del hombre que la última para su bienestar y felicidad. En breve, si la realización de las promesas es ventajosa, lo es también la obediencia para el Gobierno; si en el primer caso el interés es general, también lo es en el último; si un interés es claro y general, también lo es el otro. Como estas dos reglas se hallan fundadas sobre iguales obligaciones de interés, cada una de ellas debe tener una autoridad peculiar independiente de la de la otra.
[3.2.08.07]
Sin embargo, no sólo las obligaciones naturales de interés son distintas en las promesas y la obediencia, sino también las obligaciones morales de honor y conciencia, y no puede el mérito y demérito de las unas depender en lo más mínimo del de las otras. De hecho, si consideramos la estrecha conexión que existe entre las obligaciones naturales y morales hallaremos que esta conclusión es enteramente inevitable. Nuestro interés se encuentra siempre del lado de la obediencia a los magistrados, y tan sólo una gran ventaja presente puede llevarnos a la rebelión, haciéndonos no considerar el interés remoto que tenemos en mantener la paz y el orden en la sociedad. Aunque un interés presente pueda cegarnos así con respecto a nuestras acciones, no tiene esto lugar con respecto a las acciones de los otros y no impide que éstas aparezcan en su aspecto real como altamente perjudiciales al interés público y al nuestro propio en particular. Esto, naturalmente, nos produce dolor al considerar tales acciones sediciosas y desleales y nos hace unir a ellas la idea de vicio o fealdad moral. Es éste el mismo principio que nos lleva a desaprobar todo género de injusticia privada, y en particular la violación de las promesas. Censuramos toda traición y violación de la fe porque consideramos que la libertad y la extensión del comercio humano dependen enteramente de la fidelidad con respecto a las promesas. Censuramos toda deslealtad a los magistrados porque percibimos que la ejecución de la justicia, en la estabilidad de la posesión, su traslación por consentimiento y el cumplimiento de las promesas es imposible sin la sumisión al Gobierno. Como allí, existen aquí dos intereses enteramente distintos el uno del otro, que deben dar lugar a dos obligaciones morales igualmente separadas e independientes. Aunque no existiese algo semejante a la promesa en el mundo, los Gobiernos serían todavía necesarios en las sociedades amplias y civilizadas, y si las promesas poseyesen sólo su propia obligación sin la sanción separada del Gobierno tendrían muy poca eficacia en estas sociedades. Esto separa los límites de nuestros deberes públicos y privados y muestra que los últimos dependen más de los primeros que los primeros de los últimos. La educación y el artificio de los políticos concurren para conceder una moralidad ulterior basada en la lealtad y para marcar toda rebelión con un mayor grado de delito e infamia. No es de maravillar que los políticos hayan sido muy hábiles para inculcar dichas nociones, cuando su interés se halla tan particularmente interesado.
[3.2.08.08]
Si estos argumentos no aparecen totalmente concluyentes (como pienso que lo son) recurriré a la autoridad y probaré por el consentimiento universal del género humano que la obligación de sumisión al Gobierno no se deriva de una promesa de los súbditos. Nadie debe maravillarse de que aunque yo he intentado siempre establecer mi sistema sobre la pura razón y he citado muy poco siempre el juicio aun de los filósofos o historiadores sobre algún punto, apele a la autoridad popular ahora y oponga los sentimientos de la plebe a los del razonamiento filosófico. Pero debe observarse que las opiniones de los hombres en este caso llevan consigo una autoridad peculiar y son en gran medida infalibles. La distinción de bien y mal moral se funda en el placer o el dolor que resulta de la presencia de un sentimiento o carácter, y como el placer o el dolor no pueden ser desconocidos por la persona que los experimenta, se sigue10 que existe precisamente tanto vicio y virtud en un carácter como cada uno coloca en él y que es imposible en este particular que podamos equivocarnos nunca. Y aunque nuestros juicios referentes al origen del vicio y la virtud no sean tan ciertos como los concernientes a sus grados, sin embargo, ya que la cuestión no se refiere en este caso a ningún origen filosófico de una obligación, sino a un hecho claro, no es fácil concebir cómo podemos caer en el error. Un hombre que reconoce hallarse ligado a otro por una cierta suma debe ciertamente saber si es por su propia hipoteca o por la de su padre por lo que esto sucede así, o si esto acaece por su buena voluntad o por dinero que ha tomado prestado, y bajo qué condiciones y para qué propósito se ha ligado él mismo. De igual modo, siendo cierto que existe una obligación moral de someterse al Gobierno porque cada individuo lo piense así, debe ser cierto que esta obligación no surge de una promesa, pues nadie, cuando su juicio no esté descarriado por su adhesión demasiado estricta a un sistema de filosofía, ha soñado atribuirle este origen. Ni los magistrados ni los súbditos se han formado esta idea de nuestros deberes civiles.
[3.2.08.09]
Hallamos que los magistrados se hallan tan lejos de derivar su autoridad y la obligación de obediencia de sus súbditos del fundamento de una promesa o contrato original, que ocultan tanto como es posible a su pueblo, especialmente al vulgo, que tienen su origen aquí. Si fuese ésta la sanción del Gobierno, nuestros gobernantes jamás la recibirían tácitamente, que es lo más que puede pretenderse, ya que lo que se concede tácita e insensiblemente no puede tener tanta influencia sobre el género humano como lo que es realizado expresa y públicamente. Una promesa tácita existe cuando la voluntad se expresa por otros signos más difusos que los del lenguaje; pero debe hallarse en ella incluida una voluntad, y esto no puede escapar al conocimiento de la persona que la hace, aunque sea no verbal o tácita. Ahora bien: si preguntáis a la mayor parte de la nación si ha consentido en la autoridad de sus gobernantes o prometido obedecerlos, ésta se hallará inclinada a pensar algo extraño de vosotros y replicará ciertamente que el asunto no depende de su consentimiento, sino que ellos han nacido ya en una obediencia semejante. En consecuencia de esta opinión, vemos que imagina frecuentemente que son sus gobernantes naturales personas que en el momento se hallan privadas de todo poder y autoridad y a las que nadie, aunque estuviese tonto, querría escoger voluntariamente, y esto porque se hallan en la línea de los que gobernaron antes y en el grado que acostumbra a sucederles, aunque quizá en un período tan distante que ningún hombre vivo puede haber prometido obediencia. ¿No tiene, pues, un Gobierno autoridad sobre personas como éstas, porque no han consentido en él, y estimará el intento de una elección tal como un caso de arrogancia e impiedad? Hallamos por experiencia que los castiga sin restricción por lo que llama traición y rebelión, que según parece, de acuerdo con este sistema, se reduce a la injusticia común. Si se dice que por vivir en sus dominios consienten, en efecto, para establecer el Gobierno, responderé que esto sólo podría ser si pensasen que el asunto dependía de su elección, lo que pocos o ningunos, aparte de los filósofos a que nos referimos, han imaginado hasta ahora. Jamás se ha usado para la defensa de un rebelde que el primer acto que ha realizado después de llegar a los años de madurez fue el promover una guerra contra los soberanos de un Estado, ya que mientras era niño no se pudo obligar por su propio consentimiento, y habiendo llegado a ser hombre mostró claramente por el primer acto que realizó que no tiene el designio de imponerse la obligación de obediencia. Hallamos, por el contrario, que las leyes civiles castigan este crimen a la misma edad que otro que es criminal por sí mismo sin nuestro consentimiento, esto es, cuando la persona llega al pleno uso de razón, mientras que para este crimen debería en justicia ser concedido algún tiempo intermedio, en el que un consentimiento, tácito al menos, pudiera ser supuesto. A esto puede añadirse que un hombre, viviendo bajo un Gobierno absoluto no le debería obediencia, pues por su propia naturaleza no depende de nuestro consentimiento. Sin embargo, como éste es un Gobierno tan natural y común como otro cualquiera, debe ocasionar alguna obligación, y es claro, por experiencia, que los hombres que están sometidos a él piensan siempre así. Esto es una prueba clara de que no estimamos comúnmente nuestra obediencia derivada de nuestro consentimiento o promesa, y es una prueba además de que cuando nuestra promesa se halla ligada expresamente por alguna razón distinguimos siempre exactamente entro las dos obligaciones y creemos que la una añade más fuerza a la otra que en una repetición de la misma promesa. Cuando ninguna promesa hubiese sido hecha, una persona no considera rota su fe en asuntos privados por motivo de rebelión, sino que considera los dos deberes de honor y obediencia como completamente distintos y separados. El que la unión de ellos fue pensada por estos filósofos, una invención muy sutil, es una prueba convincente de que no es verdadera, pues una persona no puede prestar una promesa o ser dominada por su sanción y obligación quedando éstas desconocidas para ella.
Sec. 3.2.09 De las medidas de obediencia
[3.2.09.01]
Los escritores políticos que han recurrido a las promesas o contrato originario como fuente de nuestra obediencia para con los Gobiernos pretenden establecer un principio que es perfectamente justo y razonable, aunque el razonamiento sobre el que intenten establecerlo sea erróneo y sofístico. Desean probar que nuestra sumisión al Gobierno admite excepciones y que una extraordinaria tiranía en los gobernantes es suficiente para libertar a los súbditos de todos los lazos de la obediencia. Puesto que los hombres, dicen ellos, entran en sociedad y se someten al Gobierno por su consentimiento libre y voluntario, deben tener presentes ciertas ventajas que se proponen obtener y por las que les agrada abandonar su libertad nativa. Existe, por lo tanto, algo prometido por la parte de los magistrados, a saber: la protección y la seguridad, y es tan sólo por la esperanza de estas ventajas por lo que se puede persuadir al hombre de someterse a ellos. Pero cuando en lugar de la protección y la seguridad encuentran la tiranía y la opresión, se hallan liberados de sus promesas (como sucede en todo contrato condicional) y vuelven al estado de libertad que precede a la institución del Gobierno. Los hombres no serán nunca tan tontos que realicen compromisos que resulten sólo ventajosos para otros sin una esperanza de mejorar su propia condición. Todo el que quiera sacar algún provecho de nuestra sumisión debe comprometerse él mismo, expresa o tácitamente, a hacernos sacar alguna ventaja de su autoridad, y no puede esperar que sin la realización de su parte nosotros continuemos obedeciéndole.
[3.2.09.02]
Repito que esta conclusión es justa, aunque sus principios sean erróneos, y me vanaglorio de poder llegar a la misma conclusión sobre principios más razonables. No intentaré al establecer nuestros deberes políticos afirmar que los hombres se dan cuenta de las ventajas del Gobierno, que instituyen después un Gobierno teniendo en cuenta estas ventajas y que esta institución requiere una promesa que impone una obligación moral en un cierto grado, pero que, siendo condicional, cesa de ser obligatoria cuando la otra parte contratante no realiza su parte en el compromiso. Comprendo que la promesa misma surge totalmente de las convenciones humanas y está inventada con el fin de un cierto interés. Busco, por consiguiente, algún interés semejante, enlazado más inmediatamente con el Gobierno y que pueda ser a la vez el motivo original para su institución y la fuente de la obediencia a él. Este interés hallo que consiste en la seguridad y protección que disfruto en la sociedad política. y que no podemos jamás alcanzar cuando somos absolutamente libres o independientes. Como el interés, por consiguiente, es la sanción inmediata del Gobierno, el uno no puede tener más larga existencia que el otro, y siempre que los magistrados civiles llevan su opresión tan lejos que hacen intolerable totalmente su autoridad no nos hallamos obligados a someternos a ellos. La causa cesa: el efecto debe cesar también.
[3.2.09.03]
Hasta aquí es inmediata y directa la conclusión concerniente a la obligación natural que tenemos de obediencia. En cuanto a la obligación moral, podemos observar que sería aquí falsa la máxima de que cuando la causa cesa el efecto debe cesar, pues existe un principio en la naturaleza humana, del que frecuentemente hemos tenido noticia, según el cual los hombres se hallan poderosamente adheridos a las reglas generales y frecuentemente aplican nuestras máximas más allá de las razones que nos indujeron a establecerlas en un comienzo. Cuando los casos son similares en muchas particularidades nos sentimos inclinados a considerarlos del mismo modo, sin ver que difieren en las más de sus circunstancias importantes y que su semejanza es más aparente que real. Debe, por consiguiente, pensarse que en el caso de la obediencia nuestra obligación del deber no cesará aun cuando la obligación natural del interés, que es su causa, haya cesado, y que los hombres pueden hallarse obligados por conciencia a someterse a un Gobierno tiránico contra su propio y público interés. De hecho, sólo admito la fuerza de este razonamiento en cuanto reconozco que las reglas generales se aplican más allá de los principios sobre los que han sido fundadas y que rara vez notamos una excepción de ellas, a menos que esta excepción tenga las cualidades de una regla general y se funde en casos muy numerosos y comunes. Ahora bien: afirmo que esto ocurre en el caso presente. Cuando los hombres se someten a la autoridad de los otros es para procurarse alguna seguridad contra la maldad e injusticia de los hombres, que son llevados continuamente por sus pasiones indóciles y por su interés presente e inmediato a la violación contra las leyes de la sociedad. Pero como esta imperfección es inherente a la naturaleza humana, sabemos que debe alcanzar a los hombres, en todos sus estados y condiciones, y que aquellos que elegimos por gobernantes no deben llegar a ser inmediatamente superiores al resto de la humanidad por razón de su superior poder y autoridad. Lo que esperamos de ellos no depende de un cambio de su naturaleza, sino de su situación, cuando adquieren un interés más inmediato en el mantenimiento del orden y la ejecución de la justicia. Sin embargo, aparte de que este interés es solamente más inmediato en la realización de la justicia entre sus súbditos, digo que debemos esperar frecuentemente de la irregularidad de la naturaleza humana que olviden aquéllos aun su interés inmediato y sean llevados por sus pasiones a todos los excesos de crueldad y ambición. Nuestro conocimiento general de la naturaleza humana, nuestra observación de la historia pasada del género humano, nuestra experiencia de la época presente nos llevan a abrir la puerta a las excepciones y nos hacen concluir que podemos oponernos a los efectos más violentos del poder supremo sin cometer crimen o injusticia.
[3.2.09.04]
De acuerdo con esto, podemos observar que es la práctica general y el principio de la humanidad lo que acabamos de exponer y que ninguna nación que sepa hallar remedio para ello sufre los estragos de un tirano o es censurada por su resistencia. Los que tomaron armas contra Dionisio, Nerón o Felipe II se atraen la simpatía de todo lector en la lectura de su historia y sólo la perversión del sentido común puede llevarnos a condenarlos. Por consiguiente, es cierto que en todas nuestras nociones de moral jamás mantenemos un absurdo tal como lo es la obediencia pasiva, sino que permitimos la resistencia en los más evidentes casos de tiranía y opresión. La opinión general del género humano tiene alguna autoridad en todos los casos; pero en moral es perfectamente infalible y no es menos infalible porque los hombres no puedan explicar claramente los principios en que se funda. Pocas personas pueden seguir la marcha de este razonamiento: el Gobierno es una mera invención humana para el interés de la sociedad. Cuando la tiranía del gobernante suprime este interés suprime la obligación natural de la obediencia; la obligación moral se funda en la natural y, por consiguiente, debe cesar cuando ésta cesa, especialmente cuando el asunto es tal que nos hace prever muchas ocasiones en que la obligación natural puede cesar y producirnos una especie de reglas generales para la regulación de nuestra conducta en tales casos. Aunque este razonamiento es demasiado sutil para el vulgo, es cierto que todos los hombres tienen una noción implícita de él y se dan cuenta de que deben obediencia al Gobierno tan sólo por razón del interés público, y al mismo tiempo de que la naturaleza humana se halla tan sometida a tantas fragilidades y pasiones que puede pervertir fácilmente esta institución y cambiar sus gobernantes en tiranos y enemigos públicos. Si el sentido del interés público no fuese nuestro motivo original de obediencia, preguntaría gustosamente qué otro principio existe en la naturaleza humana capaz de dominar la ambición de los hombres y forzarlos a una sumisión tal. La imitación y la costumbre no son suficientes, pues se pone de nuevo la cuestión de qué motivo produjo los primeros casos de sumisión que imitamos y la serie de acciones que dan lugar a la costumbre. No es evidentemente otro principio más que el del interés público, y si el interés produce primeramente obediencia al Gobierno, la obligación de la obediencia debe cesar cuando el interés cesa en un grado alto y en un número considerable de casos.
Sec. 3.2.10 De los objetos de la obediencia
[3.2.10.01]
Aunque en algunas ocasiones puede ser justificado, tanto en la sana política como en la moralidad, resistir al poder supremo, es cierto que en el curso ordinario de los asuntos humanos nada puede ser más pernicioso y criminal, y que aparte de las convulsiones que acompañan siempre a las revoluciones, un proceder semejante tiende directamente a la destrucción de todo Gobierno y a la producción de una anarquía y confusión total entre el género humano. Como las sociedades numerosas y civilizadas no pueden subsistir sin Gobierno, así el Gobierno es enteramente inútil sin una exacta obediencia. Podemos siempre pesar las ventajas que obtenemos de la autoridad frente a sus desventajas, y de este modo llegaremos a ser más escrupulosos para poner en práctica la doctrina de la resistencia. La regla general requiere sumisión, y sólo en los casos de gravosa tiranía y opresión la excepción puede tener lugar.
[3.2.10.02]
Puesto que una sumisión ciega de este tipo se exige corrientemente a los magistrados, surge la cuestión de a quién es debida y a quién debemos considerar como magistrados legales. Para responder a esta cuestión resumamos lo que ya se estableció con respecto al origen del Gobierno y sociedad política. Una vez que los hombres han experimentado la imposibilidad de mantener un orden estable en la sociedad, mientras cada uno de ellos es dueño de sí mismo y viola u observa las leyes del interés según su interés o placer presente, van a dar naturalmente a la invención del Gobierno y apartan de su poder propio, tan lejos como les es posible, el violar las leyes de la sociedad. Por consiguiente, el Gobierno surge de la convención voluntaria de los hombres, y es evidente que la misma convención que establece el Gobierno determina las personas que han de gobernar y evita toda duda y ambigüedad en este respecto. El consentimiento voluntario de los hombres debe tener aquí más grande eficacia, de modo que la autoridad de los magistrados debía hallarse en un principio basada en el fundamento de la promesa de sus súbditos, por la que se obligaban a la obediencia, lo mismo que en otro contrato o acuerdo. La misma promesa, pues, que los obliga a la obediencia los somete a una persona particular y la hace objeto de su obediencia.
[3.2.10.03]
Pero cuando el Gobierno ha sido establecido sobre este fundamento durante algún tiempo considerable y el interés separado que tenemos en la sumisión ha producido un sentimiento diferente de moralidad, el caso cambia totalmente y una promesa no es ya capaz de determinar el magistrado particular, puesto que ya no se considera como fundamento del Gobierno. Nos suponemos naturalmente nacidos para esta sumisión e imaginamos que estas personas determinadas tienen el derecho de gobernarnos, del mismo modo que nosotros por nuestra parte nos hallamos obligados a obedecerlas. Estas nociones de derecho y obligación no se derivan más que de las ventajas que obtenemos del Gobierno, lo que nos produce una repugnancia a resistirnos a ellas y nos desagrada cuando vemos un caso de este tipo en nosotros. Sin embargo, es aquí notable que en este nuevo estado de cosas la sanción original del Gobierno, que es el interés, no se admite para determinar las personas a que hemos de obedecer, como lo hizo la sanción original en un comienzo, cuando los asuntos se basaban en la promesa. Una promesa fija y determina las personas sin vacilación; pero es evidente que si los hombres hubieran de regular su conducta en este particular por la consideración de un interés peculiar, ya público o privado, se verían envueltos en una confusión sin fin y harían todo Gobierno en gran parte ineficaz. El interés privado de cada uno es diferente, y aunque el interés público es siempre en sí mismo uno e idéntico, sin embargo llega a ser la fuente de grandes disensiones por razón de las diferentes opiniones que mantienen las personas particulares con respecto de él. El mismo interés, por consiguiente, que nos lleva a someternos a los magistrados nos hace renunciar a la elección de éstos y nos obliga a una cierta forma de Gobierno y a personas particulares, sin permitirnos aspirar a la más grande perfección en ambas cosas. El caso es aquí el mismo que en la ley de la naturaleza referente a la estabilidad de la posesión. Es muy ventajoso, y aun absolutamente necesario, para la sociedad que la posesión sea estable, y esto nos lleva al establecimiento de una regla tal; pero hallamos que si persiguiésemos la misma ventaja asignando posesiones particulares a personas particulares no lograríamos nuestro fin y perpetuaríamos la confusión que esta regla intenta evitar. Debemos, por consiguiente, proceder por reglas generales y guiarnos por intereses generales al modificar la ley de la naturaleza concerniente a la estabilidad de las posesiones. No necesitamos temer que nuestro asentimiento a esta ley disminuirá por razón de la aparente insignificancia de los intereses por los que se halla determinada. El impulso del espíritu se deriva de un interés muy fuerte, y los restantes intereses, pequeños, sirven solamente para dirigir el movimiento, sin añadirle nada o disminuirlo. Lo mismo sucede con el Gobierno. Nada es más ventajoso para la sociedad que una invención semejante, y este interés es suficiente para hacérnoslo abrazar con ardor y presteza aunque estemos obligados después a regular y dirigir nuestra sumisión al Gobierno por diversas consideraciones que no tienen la misma importancia y a elegir nuestros magistrados sin tener presente una ventaja particular para hacer dicha elección.
[3.2.10.04]
El primero de los principios de que yo debo ocuparme como fundamento del derecho de la magistratura es el que da autoridad a los más de los Gobiernos establecidos del mundo, sin excepción; me refiero a la posesión continuada de una forma de Gobierno o a la sucesión de los príncipes. Es cierto que si remontamos al primer origen de toda nación hallaremos que pocas veces existe una dinastía real o un Gobierno que no se halle fundado primitivamente en la usurpación y la rebelión y cuyo derecho no sea en un comienzo peor que dudoso e incierto. Sólo el tiempo concede solidez a su derecho, y actuando gradualmente sobre los espíritus de los hombres los reconcilia con la autoridad y hace que ésta les parezca justa y razonable. Nada como la costumbre causa un sentimiento que tenga más influencia sobre nosotros o que dirija nuestra imaginación más poderosamente hacia el objeto. Cuando nos hemos acostumbrado durante largo tiempo a obedecer a una serie de hombres, este instinto general o tendencia que suponemos una obligación moral que acompaña a la lealtad toma fácilmente su dirección propia y elige esta serie de hombres para su objeto. Es el interés el que da el instinto general, pero la costumbre es la que da su dirección particular.
[3.2.10.05]
Se puede observar aquí que la misma longitud de tiempo tiene una influencia diferente sobre nuestros sentimientos de moralidad, según su diversa influencia sobre el espíritu. Juzgamos naturalmente de todo por comparación, y puesto que considerando la fortuna de los reyes y repúblicas abarcamos un largo período de tiempo, una pequeña duración no tiene en este caso una influencia sobre nuestros sentimientos igual a la que ejerce cuando consideramos algún otro objeto. Una persona piensa que adquiere el derecho a un caballo o a un surtido de telas en un tiempo muy breve; pero una centuria es apenas suficiente para establecer un nuevo Gobierno y desarraigar todos los escrúpulos en los espíritus de sus súbditos y que se refieren a él. Añádase a esto que un período más breve de tiempo bastará para dar a un príncipe el derecho para un poder adicional que haya usurpado que el que es preciso para fijar su derecho cuando en su totalidad se debe a una usurpación, Los reyes de Francia no han poseído un poder absoluto arriba de dos reinos y, sin embargo, nada aparecerá más extravagante a un francés que hablarle de sus libertades. Si consideramos lo que se ha dicho referente a la accesión, explicaremos fácilmente este fenómeno.
[3.2.10.06]
Cuando no existe forma de Gobierno establecida por una larga posesión, la posesión presente es suficiente para suplirla y puede ser considerada como el segundo origen de toda autoridad pública. El derecho a la autoridad no es más que la posesión constante de la autoridad mantenida por las leyes de la sociedad y los intereses del género humano, y nada puede ser más natural que unir esta constante posesión con la presente según los principios antes mencionados. Si los mismos principios no tienen lugar con respecto a la propiedad de las personas privadas es porque estos principios se hallan equilibrados por consideraciones muy poderosas de interés desde el momento que observamos que toda restitución sería impedida por medio de ellos y toda violencia autorizada y protegida. Aunque los mismos motivos pueda parecer que tienen fuerza con respecto a la autoridad pública, se hallan, sin embargo, contrarrestados por un interés contrario que consiste en el mantenimiento de la paz y la supresión de todos los cambios, que aunque puedan producirse fácilmente en los asuntos privados, van inevitablemente unidos con derramamiento de sangre y confusión cuando la vida pública se halla interesada.
[3.2.10.07]
Todo el que al hallar la imposibilidad de explicar el derecho del poseedor presente por un sistema admitido de ética se resuelva a negar en absoluto este derecho y afirme que no está autorizado por la moralidad, será estimado como defensor de una paradoja muy extravagante y chocará con el sentido común y el juicio del género humano. Ninguna máxima está más de acuerdo con la prudencia y la moral que el someternos tranquilamente al Gobierno que hallamos establecido en la comarca donde vivimos, sin inquirir demasiado curiosamente su origen y primer establecimiento. Pocos Gobiernos resistirían al ser examinados tan rigurosamente. ¡Cuántos Gobiernos existen hoy día en el mundo y cuántos hallamos en la historia cuyos gobernantes no tienen un mejor fundamento para su autoridad que la posesión presente! Para limitarnos al imperio de los romanos y de los griegos, ¿no es evidente que la larga sucesión de los emperadores desde la ruina de la libertad romana hasta la total extinción del imperio por los turcos no puede presentar otro derecho al imperio? La elección del Senado era una pura fórmula que seguía siempre a la elección de las legiones, y hallándose éstas en oposición casi siempre, en las diferentes provincias sólo la espada era capaz de terminar con las diferencias. Por consiguiente, por la espada adquiría y defendía todo emperador su derecho, y debemos decir, o que todo el mundo conocido, durante tantas edades, no tenía Gobierno y no debía obediencia a nadie, o debemos admitir que el derecho del más fuerte en los asuntos públicos debe ser admitido como legítimo y autorizado por la moralidad cuando no se le opone algún otro título.
[3.2.10.08]
El derecho de conquista debe ser considerado como un tercer origen del derecho de los soberanos. Este derecho se parece mucho al de la posesión presente; pero tiene más bien una fuerza superior por hallarse secundado por las nociones de gloria y honor que adscribimos a los conquistadores, en lugar de los sentimientos de odio y aborrecimiento que acompañan a los usurpadores. Los hombres, naturalmente, favorecen a aquellos a quienes aman y, por consiguiente, se inclinan más a atribuir un derecho a una violencia con éxito entre un soberano y otro que a la rebelión triunfante de un súbdito contra sus soberanos11.
[3.2.10.09]
Cuando no tiene lugar ni la posesión continuada, ni la posesión presente, ni la conquista, como cuando el soberano que fundó una monarquía muere, el derecho de sucesión prevalece naturalmente en su lugar y los hombres se sienten comúnmente inducidos a colocar al hijo del monarca muerto sobre el trono y a suponer que hereda la autoridad de su padre. El presunto consentimiento del padre, la imitación de la sucesión en las familias privadas, el interés que el Estado tiene en elegir la persona que es más poderosa y tiene el mayor número de partidarios, todas estas razones llevan a los hombres a preferir al hijo del monarca muerto a otra persona12.
[3.2.10.10]
Estas razones tienen algún peso; pero estoy persuadido de que el que considere imparcialmente el asunto verá que concurren algunos principios de la imaginación con estas consideraciones de interés. La autoridad real parece hallarse enlazada con el joven príncipe aun durante la vida de su padre, por la natural transición de nuestro pensamiento, y todavía más después de su muerte; así que nada es más natural que completar esta unión por una nueva relación poniéndole actualmente en posesión de lo que parecía de un modo tan natural pertenecerle.
[3.2.10.11]
Para confirmar esto debemos considerar los siguientes fenómenos, que son muy curiosos en su género. En las monarquías electivas el derecho de sucesión no tiene lugar por las leyes y costumbres establecidas, y sin embargo su influencia es tan natural, que es imposible excluirlas de la imaginación y hacer a los súbditos indiferentes ante el hijo de su monarca muerto. Por esta razón en algunos Gobiernos de este género la elección recae comúnmente en alguna persona de la familia real y en otros se hallan éstas todas excluidas. Estos fenómenos contrarios proceden del mismo principio. Cuando la familia real es excluida lo es por un refinamiento de política que hace al pueblo sensible de su inclinación a elegir soberano en esta familia y le concede el celo de su libertad de miedo que el nuevo monarca, ayudado por esta inclinación, establezca su familia y destruya la libertad de la elección para el futuro.
[3.2.10.12]
La historia de Artajerjes y el joven Ciro puede proporcionarnos algunas reflexiones sobre el mismo asunto. Ciro pretendía el derecho a la Corona sobre su hermano mayor porque había nacido después de haber subido su padre al trono. No pretendo que esta razón fuese válida. Quiero tan sólo inferir de esto que no hubiera hecho uso de un pretexto tal si no fuese por las cualidades de la imaginación antes mencionadas, por lo que nos sentimos naturalmente inclinados a unir por una nueva relación los objetos que hemos hallado ya unidos. Artajerjes tenía la ventaja sobre su hermano de ser el hijo mayor y el primero en la sucesión; pero Ciro se hallaba más íntimamente relacionado con la autoridad real por haber sido engendrado después de que el padre fue investido con ella.
[3.2.10.13]
Si se pretendiese que la consideración de la conveniencia puede ser el origen de todo derecho de sucesión y que los hombres se aprovechan con gusto de una regla que pueda fijar el sucesor de su soberano muerto y evitar la anarquía y confusión que acompañan a una nueva elección, responderé que concedo que este motivo puede contribuir algo al mismo efecto; pero al mismo tiempo afirmo que sin otro principio es imposible que un motivo tal pueda tener lugar. El interés de una nación requiere que la sucesión de la Corona sea fijada de un modo o de otro; pero es indiferente para su interés de qué manera está fijada; así, que si la relación de sangre no tiene un efecto independiente del interés público, jamás hubiera sido considerada sin una ley positiva y hubiera sido imposible que tantas leyes positivas o diferentes naciones pudieran haber coincidido en las mismas consideraciones e intenciones.
[3.2.10.14]
Esto nos lleva a considerar la quinta fuente de la autoridad, a saber: las leyes positivas, cuando los legisladores establecen una cierta forma de Gobierno y sucesión de los príncipes. A primera vista puede pensarse que ésta debe resolverse en alguno de los precedentes títulos a la autoridad. El poder legislativo, del que se deriva la ley positiva, debe ser establecido o por un contrato original o por la posesión duradera, posesión presente, conquista o sucesión, y, por consecuencia, la ley positiva debe derivar su fuerza de alguno de estos principios. Pero aquí es notable que aunque la ley positiva puede derivar su fuerza sólo de estos principios, sin embargo no adquiere toda su fuerza de los principios de que se deriva, sino que pierde una parte considerable de ella en la transición, como es natural imaginarlo. Por ejemplo, un Gobierno se establece durante varias centurias sobre un cierto sistema de leyes, formas y modos de sucesión. El poder legislativo establecido sobre esta larga sucesión cambia de un modo repentino todo el sistema e introduce una nueva Constitución en su lugar. Creo que pocos de los súbditos se creerán obligados a conformarse con esta alteración, a menos que muestre una tendencia evidente hacia el bien público, sino que se sentirán libres de restablecer el antiguo Gobierno. De aquí la noción de las leyes fundamentales que se supone son inalterables por la voluntad del soberano, y en Francia la ley sálica se entiende ser de esta naturaleza. Hasta dónde se extienden estas leyes fundamentales no se determina en ningún Gobierno ni es posible que se determine jamás. Existe una gradación insensible tal desde las leyes más importantes a las más triviales y de las más antiguas a las más modernas, que sería imposible poner límites al poder legislativo y determinar hasta qué limite puede introducir innovaciones en los principios del Gobierno. Es esto más obra de la imaginación y la pasión que de la razón.
[3.2.10.15]
Todo el que considere la historia de las diversas naciones del mundo, sus revoluciones, conquistas, aumento y disminución, modo en que se han establecido sus Gobiernos particulares y el derecho que sucesivamente se ha transmitido de una persona a otra, aprenderá a considerar como algo muy superficial las disputas concernientes a los derechos de los príncipes y se convencerá de que una adhesión estricta a las reglas generales y la rígida lealtad a personas particulares y familias, a la que algunas gentes atribuyen tanto valor, son virtudes que participan menos de la razón que de la intolerancia y la superstición. En este particular el estudio de la historia confirma los razonamientos de la verdadera filosofía, que mostrándonos las cualidades originales de la naturaleza humana nos enseña a considerar las controversias en política como incapaces de una solución en muchos casos y como totalmente subordinadas a los intereses de la paz y la libertad. Cuando el bien público no exige un cambio evidentemente, es cierto que la concurrencia de los siguientes títulos de derecho, contrato original, posesión continuada, posesión presente, sucesión y leyes positivas, constituye el derecho más poderoso de la soberanía, y es éste justamente considerado como sagrado e inviolable; pero cuando estos títulos de derecho se hallan mezclados y contrapuestos en diferentes grados ocasionan frecuentemente una perplejidad y son menos capaces de solución por los argumentos de los legistas y los filósofos que por la espada de los soldados. ¿Quién puede decirme, por ejemplo, quién debía suceder a Tiberio, si Germánico o Druso, habiendo muerto aquél mientras que los dos vivían y no habiendo nombrado a ninguno de ellos sucesor? ¿Puede el derecho de la adopción ser considerado equivalente al de la sangre en una nación en la que tiene el mismo efecto en las familias privadas y tuvo lugar ya dos veces en la vida pública? ¿Puede Germánico ser estimado el hijo mayor por haber nacido antes que Druso o el menor porque ha sido adoptado después del nacimiento de su hermano? ¿Puede el derecho del hermano mayor ser tenido en cuenta en una nación en la que el hijo mayor no goza de ninguna ventaja en la sucesión de las familias privadas? ¿Puede el imperio romano al mismo tiempo ser estimado hereditario a causa de dos ejemplos o puede igualmente ser considerado como perteneciente al más fuerte o al poseedor presente por estar fundado en una tan reciente usurpación? Sean los que quieran los principios sobre los que pretendamos responder tales cuestiones y otras análogas, temo que jamás seremos capaces de satisfacer a un inquiridor imparcial que no tome un partido en las controversias políticas y no quiera satisfacerse con nada más que con la sólida razón y la filosofía.
[3.2.10.16]
Un lector inglés deseará aquí indagar este problema con respecto de la famosa revolución que tuvo una influencia tan beneficiosa sobre nuestra Constitución y que ha ido acompañada de consecuencias tan importantes. Hemos hecho notar ya que en el caso de una tiranía y opresión grande es legal tomar las armas aun contra el poder supremo, y que como el Gobierno es una mera invención humana para la mutua ventaja y seguridad, no impone ninguna obligación, ni natural ni moral, una vez que cesa de tener esta tendencia. Aunque este principio general se halle autorizado por el sentido común y la práctica de todos los tiempos, es ciertamente imposible para las leyes o para la filosofía establecer una regla particular por la que se pueda saber cuándo la resistencia es legal y decidir de las controversias que puedan surgir acerca de este asunto. No puede suceder sólo esto con respecto del poder supremo, sino que es posible, aun en ciertas constituciones en las que la autoridad legislativa no reside en una única persona, que exista un magistrado tan eminente y poderoso que obligue a guardar silencio a las leyes en este particular. Este silencio no será sólo un efecto de su respeto, sino también de su prudencia, ya que es cierto que en la vasta variedad de circunstancias que se presentan en todos los Gobiernos un ejercicio del poder en un magistrado tan grande puede en un respecto ser beneficioso al bien público, mientras que en otras ocasiones es pernicioso y tiránico. A pesar de este silencio de las leyes en las monarquías limitadas, es cierto que el pueblo conserva aún el derecho de la resistencia, ya que es imposible, hasta en los Gobiernos más despóticos, privarle de él. La misma necesidad de defensa propia y el mismo motivo del bien público le conceden la misma libertad en un caso que en otro. Podemos observar además que en tales Gobiernos mixtos los casos en que la resistencia es legal deben ocurrir más frecuentemente, y debe tolerarse más que los súbditos se defiendan por la fuerza de las armas que en un Gobierno absoluto. No sólo cuando el magistrado principal interviene en medidas extremamente perniciosas por sí mismas para el bien público, sino cuando quiere usurpar los otros elementos de la Constitución y extender su poder más allá de los límites legales, es permitido resistirle y destronarle, aunque tal resistencia y violencia puedan, en el aspecto general de las leyes, ser consideradas como ilegales y sediciosas, pues, aparte de que nada es más esencial al interés público que el mantenimiento de la libertad pública, es evidente que si un Gobierno tal mixto se supone hallarse ya establecido, cada parte o miembro de la Constitución tiene el derecho de propia defensa y de mantener sus antiguos límites contra la usurpación de toda otra autoridad. Del mismo modo que la materia hubiera sido creada en vano si se hallase desprovista del poder de resistencia, sin el que cada parte no podría conservar una existencia distinta y el universo entero se amontonaría en un solo punto, es un gran absurdo suponer en un Gobierno un derecho sin un remedio para él o permitir que el poder supremo esté unido con el pueblo sin conceder que es legal para éste el defender su parte contra todo invasor. Por consiguiente, aquellos que parecen respetar nuestro libre gobierno y niegan el derecho de resistencia han renunciado a todas las pretensiones del sentido común y no merecen una respuesta seria.
[3.2.10.17]
No corresponde a mi propósito presente mostrar que estos principios generales se aplican a la pasada revolución y que todos los derechos y privilegios que pueden ser sagrados para una nación libre se hallasen en aquel tiempo amenazados del mayor peligro. Me agrada más abandonar este discutido asunto, si realmente admite discusión, y permitirme algunas reflexiones filosóficas que naturalmente surgen de tan importante suceso.
[3.2.10.18]
Primeramente podemos observar que si los lores y comunes, en nuestra Constitución, pudiesen sin razón de interés público deponer al rey actual o después de su muerte excluir al príncipe que por las leyes y costumbres establecidas debía sucederle, nadie estimaría este procedimiento legal o se creería obligado a contentarse con él. Pero si el rey, por sus prácticas injustas o sus intentos de un poder tiránico y despótico, perdiese su carácter legal, entonces no sólo es moralmente justo y conveniente a la naturaleza de la sociedad política destronarlo, sino que, lo que es más aún, nos inclinaremos a pensar que los miembros restantes de la Constitución adquieren el derecho de excluir a su próximo heredero y a escoger quien les agrade. Esto se funda en una propiedad muy particular de nuestro pensamiento e imaginación. Cuando un rey pierde su autoridad, su heredero, naturalmente, permanece en la misma situación que si el rey hubiera desaparecido por muerte, a menos que por mezclarse en la tiranía no pierda su autoridad también. Sin embargo, aunque esto pueda parecer razonable, fácilmente nos satisfacemos con la opinión contraria. La deposición de un rey en un Gobierno como el nuestro es ciertamente un acto que va más allá de la autoridad corriente y la asunción ilegal del poder para el bien público, que en el curso ordinario del Gobierno no puede pertenecer a ningún miembro de la Constitución. Cuando el bien público es tan grande y tan evidente que justifica esta acción, el uso recomendable de esta licencia nos lleva a atribuir al Parlamento el derecho de usar de licencias ulteriores, y siendo una vez transgredidos con aprobación los antiguos límites de las leyes, no nos hallamos inclinados a ser tan rigurosos confinándonos en sus límites. El espíritu continúa, naturalmente, una serie de acciones que ha comenzado, y no sentimos corrientemente ningún escrúpulo referente a nuestro deber después que la primera acción, del género que sea, ha sido realizada por nosotros. Así, en la revolución ninguno de los que pensaban que el destronamiento del padre era justificable estimaban hallarse limitados a su hijo, aún niño; aunque el desgraciado monarca hubiera muerto inocente en este tiempo y su hijo, por un accidente, hubiera atravesado el mar, no hay duda de que una regencia hubiera sido nombrada hasta que él hubiera llegado a la debida edad y pudiera ser repuesto en sus dominios. Como las propiedades más insignificantes de la imaginación tienen un efecto sobre los juicios del pueblo, es una muestra de la sabiduría de las leyes y del Parlamento aprovechar estas propiedades y elegir los magistrados en una o en otra línea, según como el vulgo les atribuya, naturalmente, autoridad y derecho.
[3.2.10.19]
Segundo: aunque la subida al trono del príncipe de Orange pudo en un principio dar ocasión a muchas disputas y pudo ser su derecho contestado, no debe aparecer ahora dudoso, sino haber adquirido una autoridad suficiente por los tres príncipes que le han sucedido en el mismo derecho. Nada es más usual, aunque nada puede parecer a primera vista más irracional, que este modo de pensar. Los príncipes parecen frecuentemente adquirir un derecho por sus sucesores lo mismo que por sus antecesores, y un rey que durante su vida pudo ser considerado como usurpador será considerado por la posteridad como un príncipe legal porque ha tenido la buena fortuna de poner su familia sobre el trono y de cambiar enteramente la forma de Gobierno. Julio César se considera como el primer emperador romano, mientras que Sila y Mario, cuyos derechos eran iguales a los de éste, son tratados como tiranos y usurpadores. El tiempo y la costumbre dan autoridad a todas las formas de Gobierno y a todas las sucesiones de los príncipes, y el poder, que en un comienzo se hallaba fundado solamente en la injusticia y la violencia, llega a ser con el tiempo legal y obligatorio. No se detiene aquí el espíritu, sino que, retrocediendo sobre sus huellas, transfiere a los predecesores y antepasados el derecho que naturalmente atribuye a la posteridad, por hallarse relacionados y unidos en la imaginación. El actual rey de Francia hace a Hugo Capeto un príncipe más legal que Cromwell, del mismo modo que la libertad establecida de los holandeses no es una apología poco considerable para su obstinada resistencia contra Felipe II.
Sec. 3.2.11 De las leyes de las naciones
[3.2.11.01]
Cuando la sociedad civil ha sido establecida entre la mayor parte del género humano y han sido formadas diferentes sociedades contiguas las unas a las otras surge un nuevo sistema de deberes entre los estados vecinos, deberes adecuados a la naturaleza de las relaciones que mantienen los unos con los otros. Los tratadistas de política nos dicen que en todo género de relaciones un cuerpo político debe ser considerado como una persona, y de hecho esta aserción es justa en tanto que las diferentes naciones, del mismo modo que las personas privadas, requieren de la asistencia mutua y al mismo tiempo que su egoísmo y ambición son las fuentes perpetuas de la guerra y la discordia. Sin embargo, aunque las naciones en este particular se asemejen a los individuos, como son muy diferentes en otros respectos, no hay que maravillarse de que se determinen por máximas muy diferentes y den lugar a un nuevo sistema de reglas que nosotros llamamos las leyes de las naciones. Bajo este título comprendemos la inviolabilidad de las personas de los embajadores, la declaración de guerra, el abstenerse de envenenar las armas, con otros deberes del mismo género que son evidentemente calculados para las relaciones que son peculiares a las diferentes sociedades.
[3.2.11.02]
Aunque estas leyes se añaden a las leyes de la naturaleza, no las suprimen completamente, y se puede afirmar con seguridad que las tres reglas fundamentales de la justicia, la estabilidad de la posesión, su transmisión por consentimiento y la realización de las promesas, son deberes tanto de los príncipes como de los súbditos. El mismo interés produce el mismo efecto en ambos casos. Cuando la posesión no tiene estabilidad, la lucha debe ser continua. Cuando la propiedad no se transmite por consentimiento, no puede existir comercio alguno. Cuando las promesas no se observan, no puede haber ni ligas ni alianzas. Por consiguiente, las ventajas de la paz, comercio y auxilio mutuo nos hacen extender a los diferentes reinos las mismas nociones de justicia que tienen lugar entre los individuos.
[3.2.11.03]
Existe una máxima muy corriente en el mundo que pocos políticos conceden con gusto, pero que ha sido autorizada por la práctica de todas las edades, según la que existe un sistema de moral calculado para los príncipes, mucho más libre que el que debe regir para las personas privadas. Es evidente que esto no ha de ser entendido en el sentido más limitado de los deberes y obligaciones públicas ni será nadie tan extravagante que afirme que los tratados más solemnes no puedan tener fuerza entre los príncipes, pues cuando los príncipes realizan entre ellos tratados deben proponerse alguna ventaja por la ejecución de los mismos, y la espera de una ventaja tal para el futuro debe obligarlos a realizar su parte y debe establecer esta ley de la naturaleza. Por consiguiente, el sentido de esta máxima política es que aunque la moralidad de los príncipes tiene la misma extensión no tiene la misma fuerza que la de las personas privadas y puede ser violada por el motivo más trivial. Aunque esta proposición pueda parecer extraña a ciertos filósofos, será fácil defenderla sobre los principios con que explicamos el origen de la justicia y la equidad.
[3.2.11.04]
Cuando los hombres han hallado por experiencia que es imposible subsistir sin sociedad y que es imposible mantener la sociedad mientras se da libre curso a los apetitos, un interés tan urgente domina rápidamente sus acciones y les impone la obligación de observar las reglas que yo llamo leyes de justicia. Esta obligación de interés no permanece aquí, sino que, por el curso necesario de las pasiones y sentimientos, da lugar a la obligación moral del deber, cuando aprobamos las acciones que tienden a la paz de la sociedad y desaprobamos las que tienden a su perturbación. La misma obligación natural de interés tiene lugar entre reinos independientes y da lugar a la misma moralidad; así, que ninguno que profese tan corrompida moral aprobará que un príncipe voluntariamente y por su propio acuerdo no cumpla su palabra o viole un tratado. Sin embargo, podemos observar aquí que aunque las relaciones de diferentes Estados sean ventajosas y a veces necesarias no son tan necesarias y ventajosas como las que existen entre los individuos, sin las que es totalmente imposible para la naturaleza humana la existencia. Por consiguiente, ya que la obligación natural de justicia entre los diferentes Estados no es tan poderosa como entre los individuos, la obligación moral que surge de ella debe participar de su debilidad y debemos ser más indulgentes con un príncipe o un ministro que engaña a otro que con un caballero particular que rompe su palabra de honor.
[3.2.11.05]
Si se pregunta qué relación existe entre estas dos especies de moralidad responderé que ésta es una cuestión a la que no podemos dar una respuesta precisa y no es posible reducir a números esta relación que podemos fijar entre ellas. Se puede afirmar seguramente que esta relación se halla por sí misma, sin ninguna clase de estudio de los hombres, como podemos observarla en muchas otras ocasiones. La práctica del mundo va más lejos y nos enseña los grados de nuestro deber mejor que la más sutil filosofía que hasta ahora se haya inventado. Esto puede servir como una prueba convincente de que todos los hombres tienen una noción implícita de la fundamentación de las reglas morales referentes a la justicia natural y civil y se dan cuenta de que surgen meramente de las convenciones humanas y del interés que tenemos en el mantenimiento de la paz y el orden, pues de otro modo la disminución de interés jamás produciría una relajación de la moralidad y jamás nos reconciliaría más fácilmente con la violación de la justicia entre los príncipes y repúblicas que en el comercio privado de un súbdito con otro.
Sec. 3.2.12 De la castidad y la modestia
[3.2.12.01]
Si alguna dificultad acompaña al sistema concerniente a las leyes de la naturaleza y de las naciones se referirá a la aprobación o censura universal que sigue a su observancia o violación, y que no se puede pensar suficientemente explicada por el interés general de la sociedad. Para evitar tanto como sea posible los escrúpulos de este género consideraré aquí otra serie de deberes, a saber: la modestia y la castidad, que pertenecen al bello sexo, y no dudo se hallará que estas virtudes son casos aún más notables de la actuación de los principios sobre los que yo he insistido.
[3.2.12.02]
Hay algunos filósofos que combaten con vehemencia las virtudes femeninas, y yo pienso que han ido demasiado lejos disipando errores populares cuando creen poder mostrar que no existe fundamento en la naturaleza para la modestia exterior que exigimos en las expresiones, traje y conducta del bello sexo. Creo que puedo economizarme el trabajo de insistir sobre un asunto tan claro, y me es dado proceder sin más preparación a examinar de qué manera estas nociones surgen de la educación de las convenciones voluntarias de los hombres y del interés de la sociedad.
[3.2.12.03]
Quien considere la longitud y debilidad de la infancia humana al mismo tiempo que el interés que ambos sexos tienen por su progenie verá fácilmente que debe existir una unión del hombre y la mujer para la educación de la juventud y que esta unión debe ser de duración considerable. Sin embargo, para inducir al hombre a imponerse a él mismo esta obligación y a someterse gustosamente a todas las fatigas y gastos a los que se halla por ella sujeto debe creer que sus hijos son los suyos propios y que su instinto natural no se dirige a un objeto injusto cuando da rienda suelta a su amor y ternura. Ahora bien: si examinamos la estructura del cuerpo humano hallaremos que esta seguridad es muy difícil de alcanzarse por nuestra parte y que ya que en la copulación de los sexos el principio de la generación pasa del hombre a la mujer, puede tener fácilmente lugar un error por parte del primero, aunque es totalmente imposible con respecto a la última. De esta observación trivial y anatómica se deriva la gran diferencia entre la educación y los deberes de los dos sexos.
[3.2.12.04]
Si un filósofo considerase el asunto a priori razonaría del siguiente modo: Los hombres son inclinados al trabajo para la alimentación y nutrición de sus hijos, por la persuasión de que son realmente los propios, y, por consiguiente, es razonable y aun necesario darles alguna seguridad en este particular. Esta seguridad no puede consistir totalmente en la imposición de severos castigos para las transgresiones de la fidelidad conyugal por parte de la mujer, puesto que estos castigos públicos no pueden ser infligidos sin prueba legal, lo que es difícil de encontrar en este asunto. ¿Qué imposición, por consiguiente, debemos imponer a la mujer para equilibrar una tentación tan fuerte como es la que tienen con respecto a la infidelidad? No parece existir más imposición posible que el castigo de la mala fama o reputación, castigo que tiene una poderosa influencia sobre el espíritu humano y que al mismo tiempo es infligido por el mundo valiéndose de presunciones y conjeturas y de pruebas que jamás se admitirían ante un tribunal de justicia. Por consiguiente, para imponer un debido dominio sobre sí al sexo femenino debemos unir un grado peculiar de vergüenza con su infidelidad, sobre todo con la que surge meramente de su injusticia, y debemos conceder una alabanza proporcionada a su castidad.
[3.2.12.05]
Sin embargo, aunque éste es un motivo muy poderoso para la fidelidad, nuestro filósofo descubrirá rápidamente que no basta por sí solo para este propósito. Todas las criaturas humanas, especialmente las del sexo femenino, se inclinan a abandonar los motivos remotos en favor de una tentación presente. La tentación es aquí la más fuerte imaginable; su aproximación es insensible y seductora, y una mujer fácilmente halla, o se vanagloria de hallar, ciertos medios de proteger su reputación y evitar todas las consecuencias perniciosas de sus placeres. Por consiguiente, es necesario que, aparte de la infamia que acompaña a tales licencias, deba existir algún precedente retraimiento o temor que pueda evitar la aproximación primera y pueda dar al sexo femenino repugnancia por todas las expresiones, posturas y libertades que tienen inmediata relación con este placer.
[3.2.12.06]
Tal sería el razonamiento de nuestro filósofo especulativo; pero yo estoy persuadido de que si no tiene un conocimiento perfecto de la naturaleza humana lo considerará como una especulación quimérica y estimará la infamia que acompaña a la infidelidad y el temor a toda su aproximación como principios que serían más de desear que de esperar en este mundo. ¿Por qué medios, dicen, persuadir al género humano que las transgresiones del deber conyugal son más infames que cualquier otro género de injusticia, cuando es evidente que son más excusables por lo grande de la tentación? ¿Y qué posibilidad existe de conceder temor a la aproximación del placer, para el cual la naturaleza ha dado una inclinación tan fuerte y una inclinación que es absolutamente necesaria de satisfacer para la propagación de la especie?
[3.2.12.07]
Pero los razonamientos especulativos, que cuestan tanto trabajo a los filósofos, se forman naturalmente por las gentes y sin reflexión, del mismo modo que dificultades que parecen insolubles en teoría son fácilmente dominadas en la práctica. Los que tienen interés en la fidelidad de la mujer desaprueban, naturalmente, su infidelidad y toda aproximación a ella. Los que no tienen interés son llevados por la corriente. La educación toma posesión de los espíritus dúctiles del bello sexo en su infancia. Y cuando una regla general de este género se halla establecida los hombres se inclinan a establecerla más allá de los principios de los que surgió en un comienzo. Así, los solteros, aun viciosos, no pueden preferir un caso de lascivia e impudor en la mujer, sino que esto los molesta. Aunque todas estas máximas hayan tenido una clara referencia a la generación, sin embargo, las mujeres que han pasado de la edad de tener hijos no tienen más privilegio en este respecto que las que se hallan en la flor de su juventud y de la belleza. Los hombres tienen implícitamente una noción de que todas estas ideas de modestia y decencia se refieren a la generación, puesto que no imponen las mismas leyes con la misma fuerza al sexo masculino, en el que esta razón no tiene lugar. La excepción es aquí clara y extensiva y se funda sobre una notable diferencia que produce una clara separación y disyunción de ideas. El caso no es el mismo con respecto a las diferentes edades de la mujer, por la razón de que, aunque los hombres conocen que estas nociones se hallan fundadas sobre el interés público, la regla general los lleva aún más allá del principio original y les hace extender las nociones de modestia sobre el sexo entero desde su más temprana infancia hasta la más extrema vejez y debilidad.
[3.2.12.08]
El valor, que es el punto de honor entre los hombres, deriva su mérito en gran parte de un artificio, del mismo modo que la castidad de la mujer, aunque posee alguna fundamentación en la naturaleza, como veremos más adelante.
[3.2.12. 09[3.2.12.09]
En cuanto a las obligaciones a que se halla sometido el sexo masculino con respecto a la castidad, podemos observar, según las nociones generales del común sentir, que guardan la misma relación aproximadamente con las obligaciones de la mujer que las obligaciones de la ley de las naciones con la ley de la naturaleza. Es contrario al interés de la sociedad civil que los hombres tengan entera libertad de entregarse a sus apetitos sexuales; pero como este interés es más débil que el existente en el caso del sexo femenino, la obligación moral que surge de él ha de ser igualmente más débil. Para probar esto debemos tan sólo apelar a la práctica y los sentimientos de todas las naciones y tiempos.
Notas
[3.2.03.04n 1]
No hay problemas más difíciles en filosofía que aquellos en que, al presentarse varias causas para explicar un mismo fenómeno, hay que determinar cuál de ellas es la principal y predominante. Es raro que exista un argumento preciso que nos lleve a fijar nuestra elección, de modo que los hombres tienen que conformarse con la guía de una especie de gusto, o fantasía debida a la analogía y comparación con ejemplos similares. Así, en el caso presente existen sin duda motivos de interés público en la mayoría de las reglas determinantes de la propiedad, y, sin embargo, me sigue pareciendo que estas reglas están determinadas principalmente por la imaginación o por las más fútiles propiedades de nuestro pensamiento y concepción. Continuaré explicando estas causas, dejando a elección del lector que prefiera las derivadas de la utilidad pública o las derivadas de la imaginación. Comenzaremos por el derecho del poseedor actual.
[3.2.03.06n]
Algunos filósofos explican el derecho de ocupación diciendo que todo el mundo tiene la propiedad de su propio trabajo, y que cuando ese trabajo está unido con alguna cosa, tal unión confiere a la persona propiedad sobre el conjunto. Sin embargo: 1) Hay varias clases de ocupación en que no podría hablarse de unión entre trabajo y objeto adquirido; por ejemplo, cuando poseemos un prado en razón de que nuestro ganado pasta en él. 2) Esa opinión explica la ocupación mediante la accesión, lo que supone un rodeo innecesario. 3) No podemos decir que unimos nuestro trabajo con alguna cosa sino de un modo figurativo. Propiamente hablando, lo único que hacemos es modificar esa cosa por medio de nuestro trabajo, que establece una relación entre el objeto y nosotros. Y es de aquí de donde surge la propiedad, de acuerdo con los principios anteriores.
[3.2.03.07n 1]
Si intentamos que sean la razón y el interés público los que resuelvan estas dificultades, nunca encontraremos solución. Y si la buscamos en la imaginación, es evidente que las cualidades operantes en esa facultad se convierten tan insensible y gradualmente unas en otras que es imposible asignarles nigún límite o determinación precisa. Y las dificultades de este punto deben aumentar cuando advertimos que nuestro juicio se altera en gran medida según el tema de que se trate, de modo que un mismo poder o proximidad será considerado como posesión en un caso y, en cambio, no lo será en otros. Aquel que ha cazado una liebre con las mayores fatigas estimará que es una injusticia el que otro se le adelante y capture su presa. Pero cuando esa misma persona se acerca a coger una manzana de un árbol cercano, no puede quejarse de que otro más vivo se le adelante y tome posesión de esa fruta. ¿Dónde estará la razón de esta diferencia, sino en el hecho de que, al no serle consustancial a la liebre la inmovilidad, y haberse producido ésta de un modo artificial, forma en este caso una íntima relación con el cazador, mientras que esa relación falta en el otro caso?
[3.2.03.04n 2]
Es una cualidad de la naturaleza humana que he indicado ya (1.4.05 D.H.) que, cuando dos objetos aparecen en estrecha relación mutua, la mente es capaz de atribuirles una relación adicional para completar su unión. Y esta propensión es tan intensa que a menudo nos hace caer en errores (tales como el de la conjunción de pensamiento y materia) con tal de que nos sirvan para esa consolidación. Muchas de nuestras impresiones son incapaces de recibir una posición espacial o local y, sin embargo, suponemos que están en conjunción local con las impresiones de la vista o el tacto, simplemente porque se encuentran en conjunción causal y han sido ya unidas en la imaginación. Dado, pues, que nos es posible imaginar una nueva relación, aunque sea absurda, con tal de completar una unión, fácilmente puede figurarse que, si existen relaciones dependientes de la mente, se unirán sin dificultad con alguna relación anterior y conectarán, mediante un nuevo enlace, los objetos que tenían ya una unión en la fantasía. Por ejemplo, cuando colocamos por orden distintos cuerpos, nunca dejamos de situar entre sí a los que son semejantes por contigüidad o, al menos, por tener puntos de vista correspondientes. Y es que en estos casos nos produce satisfacción el juntar la relación de contigüidad con la de semejanza; es decir, la semejanza en situación con la semejanza en cualidad. Esto se explica fácilmente a partir de las conocidas propiedades de la naturaleza humana. Cuando la mente se ve determinada a unir ciertos objetos, pero indeterminada en su elección de los objetos particulares a unir, dirige naturalmente su atención a los que están ya relacionados entre sí. Estos se encuentran ya unidos en la mente: se presentan simultáneamente a la concepción, y en lugar de exigir una nueva razón para poder ser unidos, lo que haría más bien falta sería una razón muy poderosa si quisiéramos pasar por alto esta afinidad natural. Tendremos ocasión de explicar esto posteriormente de modo más completo cuando estudiemos el problema de la belleza (3.3.01;3.3.05. N.N.). En tanto, podemos conformarnos con señalar que el mismo amor por el orden y la uniformidad que nos lleva a disponer los libros en una biblioteca, o las sillas en una sala, es lo que contribuye a la formación de la sociedad y al bienestar de la humanidad, mediante la modificación de la regla general de la estabilidad de posesión. Y como la propiedad establece una relación entre una persona y un objeto, es natural que la encontremos ya en una relación precedente; y como la propiedad no es sino una posesión constante consolidada por las leyes de la sociedad, es natural que la unamos a la posesión actual, que constituye una relación semejante. Pues también esto tiene su influencia: si resulta natural juntar toda clase de relaciones, más lo será el juntar las relaciones semejantes y, por ello, relacionadas entre sí.
[3.2.03.07n 2]
Se ve aquí, pues, que un cierto e infalible poder de disfrute, obtenido sin mediación del tacto o de otra relación sensible, frecuentemente no origina derecho de propiedad. Observo, además, que a veces basta una relación sensible para conferir título de propiedad sobre un objeto, sin necesidad de que nos esté presente en ese momento el poder de disfrutarlo. Raramente implica la contemplación de una cosa una relación importante; sólo se considera como tal cuando el objeto está oculto o es muy oscuro, en cuyo caso encontramos que su sola vista establece derecho de propiedad, de acuerdo con la máxima de que hasta un continente entero pertenece a la nación que fue la primera en descubrirlo. Sin embargo, es notable que, tanto en el caso del descubrimiento como en el de la posesión, tenga que unir a la relación el primer descubridor y poseedor la intención de convertirse en propietario, ya que de otro modo la relación no tendrá este efecto; y esto se debe a que la conexión en nuestra fantasía entre la propiedad y la relación no es demasiado grande, sino que necesita verse ayudada por una intención.
[3.2.03.07n 3]
Teniendo en cuenta todas estas circunstancias, es fácil darse cuenta de lo complicadas que pueden resultar muchas cuestiones relativas a la adquisición por ocupación; no hace falta esforzarse mucho para recordar ejemplos no susceptibles de solución razonable. Si preferimos casos reales en vez de ejemplos inventados, podemos examinar el siguiente, que se encuentra en casi todo escritor que se haya ocupado de las leyes naturales.
[3.2.03.07n 4]
Dos colonias griegas, que habían dejado su tierra natal en busca de nuevas regiones donde asentarse, fueron informadas de que una ciudad cercana se hallaba abandonada por sus habitantes. Para cerciorarse de la veracidad de la noticia enviaron a la vez dos mensajeros, uno de cada colonia. Y como éstos, al acercarse a la ciudad, vieran que la información era cierta, echaron a correr con la intención de tomar posesión de la ciudad en nombre de sus respectivos conciudadanos. Al advertir uno de los mensajeros que corría menos que el otro, arrojó su lanza a las puertas de la ciudad y tuvo la suerte de clavarla antes de que su compañero llegase a ellas. Este hecho encendió una disputa entre las dos colonias, sobre cuál de ellas debía adueñarse de la ciudad. Y esta disputa no ha dejado de existir entre los filósofos. Por lo que a mí respecta, creo que la disputa no tiene solución posible, pues todo el problema depende de la fantasía, que en este caso no posee ningún criterio preciso y determinado para poder dar una sentencia.
[3.2.03.07n 5]
Para que esto resulte evidente debemos considerar que, si estas dos personas hubieran sido simplemente miembros de las colonias, y no mensajeros o delegados, sus actos no habrían tenido ninguna importancia, dado que en tal caso su relación con las colonias no habría sido sino débil e imperfecta. Y a esto hay que añadir que nada había que les obligara a correr hacia las puertas en vez de hacerlo hacia las murallas o cualquier otra parte de la ciudad, como no fuera el hecho de que, al ser las puertas la parte más visible y notable, satisfacía en mayor medida a la fantasía, que de este modo tomaba a las puertas por la ciudad en su conjunto, de la misma manera que lo vemos en los poetas, que hacen a partir de ello, en muchas ocasiones, imágenes y metáforas. Aparte de esto, cabe indicar que el que un mensajero toque las puertas con sus manos no tiene por qué constituir mayor título de propiedad que el que el otro clave en ellas su lanza; lo único que hace el primero es establecer una relación, pero también en el otro caso existe una relación igualmente obvia, aunque quizá no tenga la misma fuerza. Así, pues, dejo al cuidado de quien sea más sabio que yo la decisión sobre cuál de estas relaciones otorga un derecho y una propiedad, o si alguna de ellas es suficiente al respecto.
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La posesión presente es evidentemente una relación entre una persona y un objeto, que no tiene en cambio fuerza suficiente para contrarrestar la relación de la posesión primera, a menos que lleve establecida ya mucho tiempo y de una forma ininterrumpida. En este caso, la relación se incrementa del lado de la posesión en virtud de la extensión de tiempo, mientras que disminuye del lado de la posesión primera en virtud de la distancia pasada. Y este cambio en la relación produce consecuentemente un cambio en la propiedad..
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Se ha dicho antes que la mente tiene una natural propensión a unir relaciones, especialmente cuando encuentra que éstas son semejantes y advierte una especie de adecuación y uniformidad en tal unión. Es de esta propensión de donde se derivan estas leyes naturales: que una vez realizada la formación primera de la sociedad, la 'propiedad sigue siempre a la posesión presente, y que, posteriormente, la propiedad se deriva de la posesión primera o de la ejercida durante largo tiempo. Ahora bien, es fácil observai aquí que la relación no se ve simplemente limitada a un único grado, sino que, a partir de un objeto relacionado con nosotros, adquirimos también relación con todo otro objeto relacionado con el primero, y así sucesivamente, hasta que el pensamiento pierda de vista el total de la cadena de relaciones, en virtud de los numerosos miembros de ésta. A pesar de que la relación pueda debilitarse cada vez que se suprime un miembro, no resulta inmediatamente destruida, sino que con frecuencia conecta dos objetos por medio de un tercero relacionado con ambos. Este principio tiene tal fuerza que da origen al derecho de accesión, y nos lleva a adquirir propiedad no solamente sobre los objetos que directamente poseemos, sino también sobre los que les estén íntimamente conectados.
[3.2.03.10 n 03]
Supongamos que un alemán, un francés y un español entran en un aposento en donde están situadas sobre la mesa tres botellas de vino: una del Rin, otra de Borgoña y otra de Oporto, y supongamos igualmente que comienzan a discutir sobre la botella que tomará cada uno. Sería natural que la persona elegida como árbitro repartiera las botellas según la nacionalidad, con lo que mostraría su imparcialidad. Y esto lo haría en base a un principio que en alguna medida constituye la fuente de las leyes naturales que asignan la propiedad a la ocupación, prescripción y accesión.
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En todos estos casos, y particularmente en el de accesión, existe primero una unión natural entre la idea de la persona y la del objeto, y posteriormente una nueva unión moral producida por ese derecho o propiedad que asignamos a la producida. Pero ahora se nos presenta una dificultad digna de atención y que puede darnos la oportunidad de poner a prueba ese singular modo de razonar que ha sido empleado en el presente asunto. He señalado ya que la imaginación pasa más fácilmente de lo pequeño a lo grande que de lo grande a lo pequeño, y que la transición de ideas es siempre más fácil y sencilla en el primer caso que en el segundo. Pero como el derecho de accesión surge de la transición fácil de ideas, por la que se conectan entre sí objetos relacionados, podría creerse natural que el derecho de accesión deba tomar mayor fuerza cuando se efectúe con mayor facilidad la transición de ideas. Por tanto, cabe pensar que, al adquirir propiedad sobre un objeto pequeño. fácilmente consideramos como accesión cualquier objeto grande conectado con el primero, y que lo juzgamos propiedad del dueño del pequeño ya que la transición del objeto pequeño al grande es en este caso muy difícil, y debería conectarlos entre sí del modo más íntimo. Sin embargo, de hecho sucede todo lo contrario. El imperio de la Gran Bretaña parece implicar el dominio de las Oreadas, las Hébridas y las islas de Man y Wight, pero la autoridad sobre estas islas más pequeñas no implica naturalmente derecho alguno sobre la Gran Bretaña. En pocas palabras: un objeto pequeño sigue naturalmente a otro grande como accesión de éste, pero nunca se supone que un objeto grande pertenezca al propietario de otro pequeño, relacionado con el primero por la mera razón de esa propiedad relación. Y, sin embargo, la transición de ideas es más fácil en este último caso desde el propietario del objeto pequeño, que es su propiedad, y desde este objeto a otro grande, que en el primer caso desde el propietario del objeto grande, y desde este objeto a otro pequeño. Cabe pensar, por consiguiente, que estos fenómenos constituyen una objeción a la hipótesis anterior: que la asignación de propiedad a la accesión no es otra cosa que un efecto de las relaciones de ideas y de la fácil transición de la imaginación.
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Pero no será difícil resolver esta objeción si atendemos a la agilidad e inestabilidad de la imaginación, así como a los diferentes puntos de vista desde los que continuamente considera sus objetos. Cuando asignamos a alguien la propiedad sobre dos objetos, no siempre pasamos de la personas al objeto de éste al que le está relacionado. Como en este caso consideramos a los objetos propiedad de la persona, nos inclinamos a unirlos entre sí y a colocarlos en la misma situación. Supongamos, por tanto, que estén mutuamente relacionados un objeto grande y otro pequeño. Si una persona se halla fuertemente relacionada con el grande, también lo estará con ambos objetos a la vez, habida cuenta de que lo está con la parte más importante del conjunto. Por el contrario, si solamente tiene relación con el objeto pequeño, no estará fuertemente relacionada con el conjunto, pues la relación se halla establecida sólo con la parte más trivial, que es incapaz de impresionarnos intensamente cuando atendemos al conjunto. Esta es la razón de que los objetos pequeños se conviertan en accesiones de los grandes, y no al contrario.
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Es opinión general de filósofos y juristas que el mar no es susceptible de convertirse en propiedad de una nación por ser imposible tomar posesión de él o establecer con él una relación tan precisa que pueda ser fundamento de pro. piedad. Allí donde no existe esa razón aparece inmediatamente el derecho de propiedad. De este modo hasta los más vehementes defensores de la libertad de los mares admiten vemente el derecho de propiedad. De este modo, hasta los más universalmente que rías y bahías pertenecen naturalmente, como accesión, a los propietarios del continente que los rodea. Estos accidentes no tienen más vínculo o enlace con las tierras de los que tendrían el Océano Pacífico; pero como están unidos con ellas en la fantasía y además son más pequeños que dichas tierras, se consideran de hecho como accesión.
[3.2.03.10 n 07]
Según las leyes de la mayor parte de las naciones, y de acuerdo con la índole natural de nuestro pensamiento, la propiedad de los ríos se asigna a los dueños de sus riberas, exceptuando ríos tan largos como el Rin o el Danubio, que parecen demasiado grandes a la imaginación para que conlleven como accesión también las tierras vecinas. Pero incluso estos ríos son considerados como propiedad de la nación por la que pasan, ya que la idea de nación es de un tamaño adecuado al de los ríos, y establece así con ellos una relación en la fantasía.
[3.2.03.10 n 08]
Los juristas dicen que las accesiones de las tierras ribereñas corresponden a las comarcas que se extienden a partir de esa orilla, a condición de que hayan sido formadas por lo que llaman aluvión: esto es, de un modo insensible e imperceptible, circunstancias que posiblemente ayudan a la imaginación en la conjunción. Cuando se desgaja una porción considerable de terreno de una ribera, y llega a unirse con la orilla opuesta, no se convertirá en propiedad de los dueños de esta última hasta que se una firmemente con el terreno en que ha caído y en ambos comiencen a arraigar árboles o plantas. Antes de que esto ocurra, la imaginación no conecta suficientemente las dos tierras.
[3.2.03.10 n 09]
Existen otros casos parecidos en algún punto a éste de la accesión, pero que en el fondo son completamente diferentes, por lo que merecen nuestra atención. De este tipo es la conjunción de propiedades de personas diferentes, realizada de tal forma que no admitan separación. El problema está en quién deberá ser dueño del conjunto.
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Cuando esta conjunción es de tal naturaleza que admite división, pero no separación, la decisión es sencilla y natural. Debe suponerse que el conjunto es común a los propietarios de las distintas partes, y luego hay que dividirlo según la proporción de estas partes. A este respecto no puedo por menos de indicar aquí una notable sutileza del Derecho Romano, que distingue entre confusión y conmixtión. La confusión es una unión de dos cuerpos en la que las partes respectivas se hacen indistinguibles, como cuando se mezclan dos licores diferentes. La conmixtión es la combinación de dos cuerpos, en la que las partes permanecen separadas de modo obvio y visible, como cuando se mezclan dos fanegas de distinto grano. En el caso de la conmixtión, la imaginación no descubre una unión tan completa como en el de la confusión, sino que es capaz de tener y preservar una idea distinta de la propiedad de cada una de las partes, y ésta es la razón de que, aunque el derecho civil establezca una comunidad total en caso de confusión y, de acuerdo con ella, una distribución proporcional, en caso de conmixtión, suponga, en cambio, que cada uno de los propietarios conserva un derecho preciso sobre sus pertenencias, a pesar de que la necesidad íes haya forzado a someterse a una misma división.
[3.2.03.10 n 11]
Quod si frumentum Titii frumento tuo mistum fuerit: siquidem ex voluntate vestra, commune est: quia singula corpora, id est, singula grana, quae cujusque proprio fuerunt, ex consensu vestro communicata sunt. Quod si casu id misturas fuerit, vel Titius id miscuerit sine tua voluntate, non videtur id commune esse; quia singula corpora in sua substantia durant. Sed nec magis istis casibus commune sit frumentum quam grex intelligitur esse communis, si pecora Titii tuis pecoribus mista fuerint. Sed si ab alterutro vestiûm totum id frumentum retineatur, in rem quidem actio pro modo frumenti cujusque competit. Arbitrio autem judicis, ut ipse aestimet qua-le cujusque frumentum fuerit. Inst. Lib. II, Tít. 1, S 28
(TRIBONIANO: Ins., I, tít. I, S 28: «Si el trigo de Titio está mezclado con el tuyo y esta mezcla se ha hecho por voluntad vuestra, entonces hay comunidad; pues cada uno de los cuerpos, es decir, cada grano de los que, por separado, erais propietarios, ha sido puesto en común con los demás de acuerdo con vuestro consentimiento. Pero si la mezcla hubiera sucedido al azar, o bien la hubiese realizado Titio sin permiso tuyo, parece que, entonces, no hay comunidad, porque cada cuerpo subsiste en su sustancia. En este último caso no hay trigo común, como bien se entiende que no habría rebaño común si las ovejas de Titio estuvieran mezcladas con las tuyas. Pero si alguno de vosotros retuviese la totalidad del trigo, en ese caso corresponde a una acción jurídica determinar el trigo de cada uno: es el arbitrio del juez quien, por sí mismo, estima cuál es el trigo de cada uno de vosotros.»)
[3.2.03.10 n 12]
Pero si las propiedades de dos personas estuvieran de tal modo unidas que no admitieran ni división ni separación, como ocurre cuando uno edifica una casa en terrenos de otro, el conjunto deberá pertenecer en ese caso a uno de los propietarios. Y sostengo que es natural concebir aquí que el todo deberá asignarse al dueño de la parte más considerable. Pues aunque el objeto compuesto pueda guardar relación con esas dos personas diferentes y llevar simultáneamente nuestra atención sobre ambas, como es, sin embargo, la parte más considerable la que fundamentalmente llama nuestra atención y es mediante la estrecha unión que mantiene con la parte más pequeña como hace entrar a ésta en su dominio, por esta razón el conjunto entra en relación con el dueño de la parte mayor, considerándose que el todo es propiedad suya. La única dificultad estriba en qué es lo que deseamos llamar parte más considerable y atractiva para la imaginación.
[3.2.03.10 n 13]
Esta cualidad depende de varias circunstancias diferentes y que guardan poca relación entre sí. Una parte de un objeto compuesto puede llegar a ser más considerable que otra, por ser más constante y duradera, o por ser de más valor, o más obvia y notable, o de mayor extensión, o por existir de un modo más separado e independiente. Puede concebirse fácilmente que, como estas circunstancias pueden unirse y oponerse de las más distintas maneras y según los grados más diferentes que pueda imaginarse, se producirán numerosos casos en que las razones de una y otra parte estén de tal modo equilibradas que nos sea imposible encontrar una solución satisfactoria. Esta es, pues, la labor apropiada de las leyes civiles: fijar lo que los principios de la naturaleza humana han dejado indeterminado.
[3.2.03.10 n 14]
La ley civil dice que la superficie pertenece al suelo, lo escrito al papel, el lienzo al cuadro. Estas decisiones no tienen por qué concordar perfectamente entre sí, sino que son prueba de la contrariedad de los principios de que han sido derivadas.
[3.2.03.10 n 15]
Pero de todos los problemas de este tipo, el más interesante es el que a lo largo de tantas épocas ha dividido a los partidarios de Próculo y Sabino. Supongamos que alguien hiciera una copa con el metal perteneciente a otro, o un barco con la madera de otro, y que cl propietario del metal o la madera le pidiera sus bienes: el problema es si tiene derecho a la copa o al barco. Sabino afirmaba que, efectivamente, lo tenía, ya que la sustancia o materia es el fundamento de toda cualidad, pues es incorruptible e inmortal y, por tanto, superior a la forma, que es accidental y dependiente. Por el contrario, Próculo hacía notar que la forma es la parte más obvia y notable y que es por ella por lo que decimos que un cuerpo es de tal o cual especie determinada. Y a esto podría haber añadido también que la materia o sustancia es algo tan fluctuante e incierto en la mayoría de los cuerpos que resulta absolutamente imposible descubrirla bajo tantos cambios como sufre. En lo que a mí respecta, ignoro los principios por los que podría dirimirse con certeza la controversia. Me conformaré, por tanto, con señalar que la decisión de Triboniano me parece realmente ingeniosa: la copa pertenece al propietario del metal porque puede ser restablecida a su forma primitiva, pero el barco pertenece a quien le ha dado esa forma por la razón contraria. Y, sin embargo, por ingeniosa que pueda parecer esta decisión, es evidente que depende de la fantasía, la cual encuentra, por la posibilidad de una reducción tal, una más estrecha conexión y relación entre una copa, y el propietario del metal con que se ha hecho, que entre un barco y el propietario de la madera con que se construyó, ya que en el primer caso la sustancia es más fija e inalterable.
[3.2.03.10 n 01]
Esta fuente de propiedad no puede ser explicada en ningún caso sino partiendo de la imaginación, y cabe afirmar que las causas no son aquí muy complicadas. Vamos a explicarlas con más detalle, ilustrándolas mediante ejemplos de la vida y experiencia comunes.
[3.2.03.11n]
Al examinar las diferentes causas del derecho de autoridad por parte del gobierno encontraremos muchas razones que nos convencerán de que el derecho de sucesión se debe en gran medida a la imaginación. Por ahora me conformaré con presentar un ejemplo apropiado a este asunto. Supongamos que alguien muere sin dejar hijos, y que los familiares se disputan la herencia. Es evidente que si las riquezas de esa persona se debían en parte a su padre, y en parte a su madre, el modo más natural de solucionar la disputa consistirá en dividir las pertenencias del difunto, asignando cada parte a la familia de la que procede. Ahora bien, como se supone que esta persona ha sido antes propietaria plena y perfecta de esos bienes, me pregunto qué será lo que nos lleva a encontrar una cierta equidad y razón natural en esta distribución, sino la imaginación. El afecto quo la persona sintiera por esas familias no depende de los bienes que poseía, y por esta razón su consentimiento no puede ser nunca considerado como criterio preciso de la distribución. Y por lo que respecta al interés público, no parece que tenga que ver con ninguna de las partes.
[3.2.05.04 n 1]
Si la moralidad pudiera descubrirse mediante la razón y no mediante el sentimiento, todavía sería más evidente que las promesas no producirían modificación alguna en ella. Se supone que la moralidad consiste en una relación. Por tanto, toda nueva imposición moral tendrá que surgir de alguna nueva relación entre objetos; por consiguiente, la voluntad no podría producir inmediatamente un cambio en lo moral; sólo podría tener efecto produciendo un cambio en los objetos. Pero como la obligación moral de una promesa es mero efecto de la voluntad, sin que se produzca el menor cambio en ningún punto del universo, se sigue que las promesas no tienen ninguna obligación natural.
[3.2.05.04 n 2]
Y si se dijera que, al ser de hecho este acto de la voluntad un nuevo objeto, produce por ello nuevas relaciones y nuevos deberes, replicaría diciendo que eso es un puro sofisma, detectable fácilmente a poco cuidado exactitud con que se examine. Querer una nueva obligación supone querer una nueva relación de objetos; por tanto, si esta nueva relación de objetos estuviera formada por la volición misma, tendríamos de hecho la volición de la volición, lo que es manifiestamente absurdo e imposible. La voluntad no tendría, en este caso, objeto hacia el que tender, sino que debería retornar sobre sí misma in infinitum. Una nueva obligación depende de nuevas relaciones. Las nuevas relaciones dependen de una nueva volición. La nueva volición tiene por objeto una nueva obligación y, en consecuencia, nuevas relaciones y, en consecuencia, una nueva volición, y esta última volición engendra a su vez una nueva obligación, relación y volición, sin que exista un término en esta serie. Por tanto, es imposible que en ningún caso podamos querer una nueva obligación, y, en consecuencia, es imposible que la voluntad pueda acompañar nunca a una promesa o producir una nueva obligación moral.
[3.2.05.14n]
Esto es válido sólo en tanto que se supone que las órdenes sagradas confieren carácter indeleble. En otros aspectos no consisten sino en una cualificación legal.
[3.2.08.05n]
Primero en el tiempo, no en dignidad o fuerza.
[3.2.08.08n]
En lo que respecta a toda cualidad determinada meramente por el sentimiento, esta proposición debe tenerse por rigurosamente verdadera. Estudiaremos más adelante en qué sentido puede hablarse de un gusto acertado o erróneo en moral, retórica o estética. Cabe señalar, en tanto, que existe tal uniformidad en los sentimientos generales de la humanidad que estos problemas no llegan a tener sino escasa importancia.
[3.2.10.08n]
Con esto no se quiere decir que la posesión presente o la conquista basten de suyo para conferir derecho frente a la posesión prolongada o las leyes positivas, sino sólo que tienen alguna fuerza, y que serán capaces de inclinar la balanza a su favor en caso de igualdad de derecho, pudiendo incluso en ocasiones conferir fuerza de derecho a la parte que menos títulos tiene para ello. Sin embargo, es difícil determinar su grado preciso de fuerza. Creo que todo hombre discreto admitirá que su fuerza es muy influyente en todo tipo de disputas relativas a los derechos de los príncipes.
[3.2.10.09n]
Para evitar malentendidos debo señalar que este tipo de sucesión no es el mismo que el de las monarquías hereditarias, donde ha sido la costumbre la que ha fijado el derecho de sucesión. Esta clase de monarquía depende del principio, antes explicado, de la posesión prolongada.