Sec. 1.3.13 De la probabilidad no filosófica
Primera especie de probabilidad anti-filosófica
[1.3.13.01]
Todos estos géneros de probabilidad son admitidos por los filósofos, y éstos conceden que son fundamentos razonables de la creencia y la opinión. Sin embargo, hay otros que se derivan de los mismos principios, aunque no tienen la buena fortuna de obtener la misma sanción. La primera probabilidad de este género puede ser explicada como sigue: La disminución de la unión y la semejanza, como antes se expuso, disminuye la facilidad de la transición y mediante esto debilita la evidencia, pudiendo, además, observarse que la misma disminución de la evidencia se seguirá de una disminución de la impresión y de la pérdida de intensidad de los colores con los que aparece a la memoria o a los sentidos. El argumento que hallamos basándonos en un hecho recordamos que es más o menos convincente según que el hecho sea reciente o remoto, y aunque la diferencia en estos grados de evidencia no sea admitida por la filosofía como sólida y legítima, porque en este caso un argumento debería tener una fuerza diferente hoy de la que tendría de aquí a un mes, sin embargo, a pesar de la oposición de la filosofía, es cierto que esta circunstancia tiene una influencia considerable sobre el entendimiento y cambia secretamente la autoridad del mismo argumento según la diferente época en que se nos presenta. Una fuerza y vivacidad mayor en la impresión transmite naturalmente una fuerza mayor a la idea relacionada, y la creencia depende de los grados de fuerza y vivacidad según el precedente sistema.
Segunda probabilidad no filosófica
[1.3.13.02]
Existe una segunda diferencia que podemos observar frecuentemente en nuestros grados de creencia y seguridad y que nunca deja de tener lugar, aunque es repudiada por los filósofos. Un experimento que está fresco y reciente en la memoria nos afecta más que uno que en cierta medida se halla olvidado, y aquél tiene una influencia más grande tanto sobre el juicio como sobre las pasiones. Una impresión vivaz produce más seguridad que una débil, porque posee más fuerza original que comunicar a la idea relacionada, que por lo mismo adquiere una mayor fuerza y vivacidad. Una observación reciente tiene un efecto análogo, porque la costumbre y transición son más completas y conservan mejor la fuerza original en la comunicación. Así, el borracho que ha visto a su compañero muerto a consecuencias de un exceso se halla impresionado por este ejemplo durante algún tiempo y teme que le ocurra un accidente análogo; pero como el recuerdo de este hecho decrece por grados, vuelve a recobrar su primitiva seguridad y el peligro le parece menos cierto y real.
Tercera probabilidad no filosófica
[1.3.13.03]
Añado como un tercer caso de este género que aunque nuestros razonamientos, que parten de pruebas y probabilidades, sean muy diferentes los unos de los otros, sin embargo, la primera especie de razonamiento degenera muchas veces insensiblemente en la última tan sólo por la multitud de los argumentos enlazados. Es cierto que cuando una inferencia se obtiene inmediatamente de un objeto sin una causa o efecto intermedio la convicción es mucho más fuerte y la persuasión más vivaz que cuando la imaginación es llevada a través de una larga cadena de argumentos enlazados, tan infalible como sea la conexión de cada miembro. De la impresión original se deriva la vivacidad de todas las ideas por medio de la transición habitual de la imaginación, y es evidente que esta vivacidad debe decaer gradualmente en proporción de la distancia y debe perder algo en cada transición. A veces esta distancia tiene una influencia más grande que la que pueden tener hasta los experimentos contrarios, y un hombre puede obtener una convicción más vivaz por un razonamiento probable, que es firme e inmediato, que por una larga cadena de consecuencias, aunque exactas y concluyentes en cada momento de ella. Es más: es raro que tales razonamientos produzcan una convicción y se debe tener una imaginación muy fuerte y firme para mantener la evidencia hasta el fin cuando se pasa a través de tantos términos.
Digresión para responder una objeción: por qué la evidencia histórica no decae por el mayor número de transmisores testimoniales.
[1.3.13.04]
No estará aquí fuera de lugar tener en cuenta un fenómeno muy curioso que el asunto presente nos sugiere. Es evidente que no existe punto alguno de la historia antigua del que podamos tener alguna seguridad, sino pasando a través de muchos millones de causas y efectos y a través de una larga cadena de argumentos de una longitud casi inconmensurable. Antes que el conocimiento del hecho pudiese ser obtenido por el primer historiador, debió de pasar por muchas bocas, y después de ser escrito cada copia es un nuevo objeto cuya conexión con el precedente es conocida tan sólo por experiencia y observación. Quizá, pues, puede concluirse del precedente razonamiento que la evidencia de toda la historia antigua debe considerarse perdida, o al menos considerarse que se pierde en el tiempo, cuando la cadena de las causas aumenta y alcanza una mayor longitud. Sin embargo, como parece contrario al sentido común el pensar que si la república de las letras y el arte de imprimir continúan en el futuro como en el presente, nuestra posteridad, después de mil generaciones, pueda dudar si ha existido Julio César, debe considerarse esto como una objeción al presente sistema. Si la creencia consistiese tan sólo en una cierta vivacidad que parte de una impresión originaria, disminuiría por la longitud de la transición y sería por último totalmente extinguida. Por el contrario, si la creencia en algunas ocasiones no es capaz de una extinción tal, debe ser diferente de esta vivacidad.
[1.3.13.05]
Antes de que responda a esta objeción debo observar que de este tópico está tomado un argumento muy célebre contra la religión cristiana, pero con la diferencia de que la conexión entre cada eslabón de la cadena en el testimonio humano se ha supuesto aquí que no va más allá de la probabilidad y que está sometido a un cierto grado de duda e incertidumbre. De hecho debe confesarse que en esta manera de considerar el asunto (que, sin embargo, no es cierta) no existe historia o tradición que no deba perder al fin su fuerza y evidencia. Toda nueva probabilidad disminuye la convicción original, y tan grande como se suponga esta convicción es imposible que pueda subsistir bajo disminuciones tan reiteradas. Esto es verdad en general, aunque veremos después (1.4.01 D.H.) que existe tan sólo una excepción muy notable que es de una gran importancia para el presente problema del entendimiento.
[1.3.13.06]
Mientras tanto, para dar una solución a la objeción precedente, basada en el supuesto de que la evidencia histórica asciende en el primer momento a una prueba total, consideremos que, aunque los eslabones que enlazan un hecho original con la impresión presente, que es el fundamento de la creencia, son innumerables, son del mismo género y dependen de la fidelidad del impresor y copistas. Una edición sirve de base a otra, y ésta a una tercera y así sucesivamente hasta que llegamos al volumen que recorremos en el presente. No existe variación en este avance. Cuando conocemos una de ellas conocemos todas, y cuando hemos hecho una de ellas no podemos tener escrúpulo alguno para las demás. Esta circunstancia sola conserva la evidencia de la historia y conservará la memoria de la edad presente a la más remota posteridad. Si toda la larga cadena de causas y efectos que enlaza un suceso pasado con un volumen de historia se compusiese de partes diferentes entre sí y que fuese necesario para el espíritu concebirlas de un modo claro, sería imposible que pudiésemos conservar hasta el fin alguna creencia o evidencia. Pero como las más de estas pruebas se asemejan perfectamente al espíritu, las recorre con facilidad, pasa de una parte a otra fácilmente y se forma tan sólo una noción confusa y general de cada eslabón. Por este medio una larga cadena de argumentos tiene un efecto tan pequeño para disminuir la vivacidad originaria como lo tendría una mucho más corta si estuviese compuesta de partes que fuesen diferentes entre sí y cada una de las cuales requiriese una consideración distinta.
Cuarta probabilidad no filosófica
[1.3.13.07]
Una cuarta especie de probabilidad no filosófica es la que se deriva de las reglas generales que precipitadamente nos formamos y que son el origen de lo que llamamos propiamente prejuicios. Un irlandés jamás puede tener ingenio ni un francés jamás puede tener solidez, por cuya razón, aunque la conversación del primero en un caso sea aparentemente muy agradable y la del segundo muy juiciosa, como padecemos un prejuicio tal en contra de ellos, deben ser tontos o mentecatos en despecho del buen sentido y la razón. La naturaleza humana se halla sometida a errores de este género y quizá esta nación mucho más que otra alguna.
[1.3.13.08]
Si se pregunta por qué los hombres se forman reglas generales y les conceden la influencia en su juicio aun en contra de la observación presente y experiencia, replicaré que, en mi opinión, procede esto de los principios de que dependen todos los juicios relativos a las causas y efectos. Nuestros juicios referentes a la causa y efecto se derivan del hábito y experiencia, y cuando nos hemos acostumbrado a ver un objeto unido a otro, nuestra imaginación pasa del primero al segundo por una transición natural que precede a la reflexión y no puede ser evitada por ella. Ahora bien; está en la naturaleza del hábito, no sólo actuar con su plena fuerza cuando los objetos que se presentan son exactamente los mismos que aquellos a los que hemos sido acostumbrados, sino también actuar en un grado inferior cuando descubrimos que son similares, y aunque el hábito pierde algo de su fuerza por cada diferencia, sin embargo es rara vez totalmente destruido cuando una circunstancia importante permanece la misma. Un hombre que ha contraído el hábito de comer fruta comiendo peras o pavías, se satisfará también con melones cuando no pueda encontrar su fruta favorita, del mismo modo que el que se ha hecho borracho bebiendo vino tinto se sentirá llevado casi con la misma violencia hacia el blanco si se le presenta. Partiendo de este principio he explicado la especie de probabilidad derivada de la analogía en la que transferimos nuestra experiencia de los casos pasados a objetos que le son semejantes; pero que no son exactamente los mismos que aquellos de los que tenemos experiencia. La probabilidad disminuye en la misma proporción que la semejanza desaparece, pero tiene aún alguna fuerza mientras queden algunos rastros de semejanza.
[1.3.13.09]
Esta observación podemos llevarla más lejos y podemos notar que, aunque la costumbre sea el fundamento de todos nuestros juicios, tiene a veces un efecto sobre la imaginación en contra del juicio y produce una oposición en nuestro[s] sentimiento[s] referente[s] al mismo objeto. Me explicaré. En casi todos los géneros de causa existe una complicación de las circunstancias, de las cuales alguna es la [circunstancia] esencial y las otras [circunstancias] superfluas; alguna absolutamente necesaria para la producción del efecto y las otras tan sólo unidas [a él] por accidente. Ahora bien; podemos observar que cuando estas circunstancias superfluas son numerosas y notables, y van frecuentemente unidas con la esencial, tienen una influencia sobre la imaginación tal, que aun en la ausencia de la última [circunstancia esencial] nos llevan a la concepción del efecto usual, y conceden a esta concepción una fuerza y vivacidad que la hace superior a las meras ficciones de la fantasía. Podemos corregir esta inclinación por la reflexión sobre la naturaleza de estas circunstancias, pero es aún cierto que la costumbre da un impulso y una dirección a la imaginación [que la sobrepasa].
[1.3.13.10]
Para ilustrar esto por un ejemplo corriente, consideremos el caso de un hombre que, habiendo sido colgado de una alta torre en una jaula de hierro, no puede evitar el temblar cuando considera el abismo que existe bajo él, aunque sabe que se halla absolutamente seguro de no caerse por su experiencia de la solidez del hierro que lo sostiene y aunque las ideas de caída, descenso, daño y muerte puedan ser derivadas tan sólo de la costumbre y la experiencia. La misma costumbre va más allá de los casos de los cuales se deriva y a los cuales corresponde exactamente e influye en sus ideas de los objetos que son en algún respecto semejantes, pero que no están sometidos precisamente a la misma regla. Las circunstancias de profundidad y descenso le impresionan tan poderosamente que su influencia no puede ser destruida por las circunstancias contrarias de sostén y solidez que deben proporcionarle una seguridad total. Su imaginación se dirige a su objeto y excita la pasión que le corresponde. Esta pasión vuelve sobre la imaginación y vivifica la idea; esta idea vivaz tiene una nueva influencia sobre la pasión y a su vez aumenta su fuerza y violencia de modo que la fantasía y los afectos, apoyándose así recíprocamente, hacen que el resultado tenga una influencia muy grande sobre ella.
[1.3.13.11]
¿Por qué necesitamos buscar otros ejemplos cuando el asunto presente nos ofrece uno, para la probabilidad filosófica, tan manifiesto en la oposición entre el juicio y la imaginación que surge de estos efectos de la costumbre? Según mi sistema, todos los razonamientos no son más que efectos de la costumbre, y la costumbre no tiene influencia más que vivificando nuestra imaginación y dándonos una concepción intensa de un objeto. Por consiguiente, puede concluirse que nuestro juicio e imaginación no pueden jamás ser contrarios y que el hábito no puede actuar sobre la última facultad de manera que la haga opuesta a la primera. Esta dificultad no podemos evitarla más que suponiendo la influencia de las reglas generales. Estudiaremos más adelante (1.3.15 D.H.) algunas de estas reglas generales por las cuales podemos regular nuestros juicios relativos a las causas y efectos, y estas reglas se forman basándose en la naturaleza de nuestro entendimiento y en nuestra experiencia de sus operaciones en el juicio que pronunciamos con respecto a los objetos. Por esto aprendemos a distinguir las circunstancias accidentales de las causas eficaces, y cuando hallamos que un efecto puede ser producido sin la concurrencia de una circunstancia particular concluimos que esta circunstancia no constituye una parte de la causa eficaz, aunque frecuentemente vaya unida con ella. Pero como este enlace frecuente produce necesariamente algún efecto sobre la imaginación a pesar de la conclusión opuesta partiendo de reglas generales, la oposición de estos dos principios produce una oposición en nuestros pensamientos y nos lleva a atribuir una inferencia a nuestro juicio y la otra a nuestra imaginación. La regla general se atribuye a nuestro juicio como siendo más extensiva y constante, la excepción a la imaginación como siendo más caprichosa e incierta.
[1.3.13.12]
Así, nuestras reglas generales se ponen en cierto modo en oposición entre sí. Cuando aparece un objeto que se asemeja a una causa en circunstancias muy considerables, la imaginación nos lleva naturalmente a una concepción vivaz de su efecto usual, aunque el objeto es diferente en las más importantes y eficaces circunstancias de la causa. Esta es la primera influencia de las reglas generales. Sin embargo, cuando me dirijo de nuevo a este acto del espíritu y lo comparo con las operaciones más generales y auténticas del entendimiento, encuentro que es de una naturaleza irregular y destructora de los principios más firmes del razonamiento, lo que constituye la causa de que lo rechacemos. Esta es la segunda influencia de las reglas generales e implica la condenación de la primera. A veces predomina la una y a veces la otra, según la disposición y carácter de la persona. El vulgo es guiado comúnmente por la primera, y la gente culta, por la segunda. Mientras tanto, los escépticos pueden tener aquí el placer de observar una nueva contradicción notable de nuestra razón y de ver que toda nuestra filosofía se trastorna por un principio de la naturaleza humana y se salva por una nueva dirección del mismo principio. El seguir las reglas generales es una especie de probabilidad muy poco filosófica, y, sin embargo, tan sólo siguiéndolas podemos corregir esta y todas las demás probabilidades no filosóficas.
[1.3.13.13]
Ya que tenemos casos en que las reglas generales actúan sobre la imaginación, aun en contra del juicio, no necesitamos sorprendernos al ver aumentar sus efectos cuando van unidos con la última facultad y observar que conceden a las ideas que nos presentan una fuerza superior que la que acompaña a las otras. Todo el mundo sabe que existe una manera indirecta de insinuar la alabanza o censura que es mucho menos molesta que la adulación o censura franca de una persona. Aunque pueda comunicar sus sentimientos por tales insinuaciones secretas y hacerlos conocer con igual certidumbre que por su franca exposición, es cierto que su influencia no es igualmente fuerte y poderosa. Una persona que me ataca con una sátira oculta no provoca mi indignación en un grado tan alto como si me dijese llanamente que soy un tonto y un mequetrefe, aunque me doy cuenta de su intención como si lo hiciese. Esta diferencia debe atribuirse a las reglas generales.
[1.3.13.14]
Si una persona se burla abiertamente de mí o insinúa su desprecio de un modo disimulado, no puedo percibir inmediatamente su sentimiento u opinión, y tan sólo por los signos, es decir, por sus efectos, me doy cuenta de ello. La única diferencia, pues, entre estos dos casos consiste en que en la expresión abierta de sus sentimientos hace uso de signos que son generales y universales, y en la insinuación disimulada emplea signos que son más particulares y menos corrientes. El efecto de esta circunstancia es que la imaginación, al pasar de la impresión presente a la idea ausente, hace la transición con mayor tranquilidad y, por consecuencia, concibe el objeto con mayor fuerza cuando el enlace es común y universal que cuando es menos corriente y más particular. De acuerdo con esto podemos observar que la declaración abierta de nuestros sentimientos es llamada «quitarse la careta», del mismo modo que la insinuación disimulada de nuestras opiniones se denomina «velar» a éstas. La diferencia entre una idea producida por un enlace general y la que surge de un enlace particular se compara aquí con la diferencia existente entre una impresión y una idea. Esta diferencia en la imaginación tiene un efecto consiguiente sobre las pasiones, y este efecto es aumentado por otra circunstancia. Una insinuación oculta de cólera o desprecio muestra que tenemos aún alguna consideración para la persona y evita el burlarse directamente de ella. Esto hace menos desagradable una sátira disimulada y aun esto depende del mismo principio, pues si una idea no fuese más débil cuando es sólo insinuada no sería estimada como una señal de más grande respeto el proceder de este modo y no de otro.
[1.3.13.15]
A veces la insolencia es menos desagradable que la sátira delicada porque nos venga en cierta manera de la injuria al mismo tiempo que es cometida, proporcionándonos una razón justa para censurar y despreciar a la persona que nos injuria. Pero este fenómeno depende igualmente del mismo principio. Pues ¿por qué censuramos todo lenguaje grosero o injurioso sino porque lo estimamos contrario a la buena crianza y humanidad? ¿Y por qué es contrario más que por ser más agresivo que una sátira delicada? Las reglas de la buena crianza condenan lo que es desagradable y da un dolor y confusión apreciable a aquellas personas con quien se conversa. Una vez esto establecido, el lenguaje injurioso se condena universalmente y produce menos molestia por razón de su grosería e incultura, que hace a la persona que lo emplea despreciable. Llega a ser menos desagradable tan sólo porque primitivamente lo era más, y era más desagradable porque proporcionaba una inferencia según reglas generales y comunes que son evidentes e innegables.
[1.3.13.16]
A esta explicación de la diferente influencia de la adulación o sátira franca y oculta añadiré la consideración de otro fenómeno que es análogo. Existen muchas particularidades en el punto de honor, tanto en los hombres como en las mujeres, cuya violación, cuando es franca y declarada, no la excusa jamás el mundo; pero éste se inclina a no tenerla en cuenta cuando las apariencias se salvan y la transgresión es secreta y oculta. Aun aquellos que conocen con igual certidumbre que la falta se ha cometido, la perdonan más fácilmente cuando las pruebas parecen en alguna medida oblicuas y equívocas que cuando son directas e innegables. La misma idea se presenta en los dos casos, y, propiamente hablando, el juicio asiente igualmente a ella, y, sin embargo, su influencia es diferente a causa del diferente modo en que se presenta.
[1.3.13.17]
Ahora bien; si comparamos estos dos casos, el de la violación manifiesta y el de la oculta de las leyes del honor, hallaremos que la diferencia entre ellos consiste en que en el primer caso el signo del que inferimos la acción censurable es único y basta por sí solo para ser el fundamento de nuestro razonamiento y juicio, mientras que en el último los signos son numerosos y dicen muy poco o nada cuando van solos y no están acompañados de muchas pequeñas circunstancias que son casi imperceptibles. Es evidentemente cierto que el razonamiento es tanto más convincente cuanto más único y unitario se presenta y cuanto menos trabajo da a la imaginación para reunir todas sus partes y pasar de él a la idea correspondiente que forma la conclusión. La labor del pensamiento perturba el progreso de los sentimientos, como lo observaremos de aquí a poco (1.4.01 D.H.). La idea no nos impresiona con una vivacidad tal y, por consecuencia, no tiene una influencia tal sobre la pasión y la imaginación.
[1.3.13.18]
Partiendo de los mismos principios, podemos explicar la observación del cardenal De Retz de que existen muchas cosas en las que puede engañarnos la sabiduría profana y que es más fácil excusar a una persona de sus acciones que de sus discursos en contra del decoro de su profesión y carácter. Una falta en el discurso es frecuentemente más patente y clara que en las acciones que admiten muchas excusas atenuadoras y no revela tan claramente la intención y opiniones del autor.
[1.3.13.19]
Así, resulta, en resumen, que todo género de opinión o juicio que no llega a ser conocimiento se deriva enteramente de la fuerza y vivacidad de la percepción, y que estas cualidades constituyen en el espíritu lo que llamamos creencia en la existencia del objeto. Esta fuerza y vivacidad son más notables en la memoria, y, por consiguiente, nuestra confianza en la veracidad de esta facultad es la mayor imaginable e iguala en muchos respectos a la seguridad de la demostración. El grado próximo de estas cualidades es el que se deriva de la relación de la causa y efecto, y aquí es también muy grande, especialmente cuando el enlace se sabe por experiencia que es absolutamente constante y cuando el objeto que se nos presenta se asemeja exactamente a aquellos de que tenemos experiencia. Sin embargo, por bajo este grado de evidencia existen muchos otros que tienen una influencia sobre las pasiones e imaginación proporcionada al grado de fuerza y vivacidad que comunican a las ideas. Por el hábito hacemos la transición de causa a efecto, y de una impresión presente tomamos la vivacidad que difundimos sobra la idea relacionada; pero cuando no hemos observado un número suficiente de casos para producir un hábito fuerte, o cuando estos casos son contrarios los unos a los otros, o cuando la semejanza no es exacta, o la impresión presente es débil y obscura, o la experiencia se ha olvidado en alguna medida por la memoria, o la conexión depende de una larga cadena de objetos, o la inferencia se deriva de reglas generales, no siendo, sin embargo, concordante con ellas, la evidencia disminuye por la disminución de la fuerza e intensidad de la idea. Por consiguiente, esta es la naturaleza del juicio y la probabilidad.
[1.3.13.20]
Lo que da autoridad a este sistema, aparte de los argumentos indudables sobre los que cada afirmación se funda, es la concordancia de estas afirmaciones y la necesidad de unas para explicar las otras. La creencia que acompaña a nuestra memoria es de la misma naturaleza que la que se deriva de nuestros juicios y no hay diferencia entre el juicio que se deriva de un enlace constante y uniforme de causa y efecto y el que depende del enlace interrumpido e incierto. Es de hecho evidente que en todas las determinaciones en las que el espíritu decide, partiendo de experimentos contrarios, se halla primeramente en conflicto consigo mismo y tiene una inclinación hacia cada lado en proporción con el número de experimentos que hemos visto y recordado. Esta contienda se termina, por último, en favor del lado en que observamos un número superior de estos experimentos, pero aun con una disminución de fuerza en la evidencia correspondiente al número de experimentos opuestos. Cada posibilidad de que se compone la probabilidad actúa separadamente sobre la imaginación, y la colección más amplia de posibilidades es la que prevalece al final, y esto con una fuerza proporcionada a su superioridad. Todos estos fenómenos llevan directamente al sistema precedente, y no será posible, basándose en otros principios, dar una explicación de ellos satisfactoria y consistente. Sin considerar estos juicios como efectos de la costumbre sobre la imaginación, nos perderíamos en una contradicción perpetua y absurda.
Sec. 1.3.14 De la idea de la conexión necesaria
[1.3.14.01]
Habiendo explicado la manera según la que razonamos más allá de nuestras impresiones inmediatas y concluimos que determinadas causas deben tener determinados efectos, debemos volver ahora atrás para examinar la cuestión (1.3.02 D.H.) que se nos presentó primeramente y que dejamos a un lado en nuestro camino, a saber: cuál es nuestra idea de la necesidad cuando decimos que dos objetos están necesariamente enlazados entre ellos. Sobre este asunto repito que he tenido frecuentemente ocasión de observar que, como no tenemos ninguna idea que no se derive de impresiones, debemos hallar alguna impresión que dé lugar a la idea de la necesidad si afirmamos que tenemos realmente tal idea. Para esto considero en qué objeto se supone comúnmente que reside la necesidad, y hallando que se atribuye siempre a las causas y efectos, dirijo mi vista a dos objetos que se supone están enlazados por esta relación y los examino en todas las situaciones de que son susceptibles. Inmediatamente percibo que son contiguos en tiempo y lugar y que el objeto que llamamos causa precede al que llamamos efecto. En ningún caso puedo ir más lejos ni es posible para mí descubrir una tercera relación entre estos objetos, y, por consiguiente, amplío mi consideración hasta que comprenda varios casos en los que hallo iguales objetos existiendo en iguales relaciones de contigüidad y sucesión. A primera vista esto parece ser poco útil para mi propósito. La reflexión sobre varios casos tan sólo repite los mismos objetos, y, por consiguiente, no puede dar lugar a una nueva idea. Sin embargo, basándonos en una investigación ulterior, hallo que la repetición no es en cada caso particular la misma, sino que produce una nueva impresión, y por este medio, la idea que examino al presente; pues después de una repetición frecuente hallo que ante la aparición de uno de los objetos el espíritu se halla determinado por la costumbre a considerar su acompañante usual y a considerarlo de un modo más enérgico por su relación con el primer objeto. Es la impresión, pues, o la determinación la que me proporciona la idea de la necesidad.
[1.3.14.02]
No dudo que estas consecuencias a primera vista serán admitidas sin dificultad por ser deducciones evidentes de los principios que ya he establecido y que hemos empleado frecuentemente en nuestros razonamientos. Esta evidencia de los primeros principios, a la vez que de las deducciones, puede llevarnos irreflexivamente a la conclusión y hacernos imaginar, que no contiene nada extraordinario ni merecedor de nuestra curiosidad. Sin embargo, aunque una inadvertencia tal pueda facilitar la aceptación de este razonamiento, hará que también se le olvide más fácilmente, por cuya razón creo apropiado indicar que acabo de examinar una de las cuestiones más altas de la filosofía, a saber: la concerniente al poder y eficacia de las causas, en la que todas las ciencias parecen tan interesadas. Una indicación tal despertará, naturalmente, la atención del lector y le hará desear una explicación más amplia de mi doctrina, así como de los argumentos en que se funda. Esta petición es tan razonable, que yo no puedo rehusarme a ella, especialmente porque espero que cuanto más sean examinados estos principios más fuerza y evidencia adquirirán.
[1.3.14.03]
No existe cuestión alguna que, tanto por su importancia como por su dificultad, haya ocasionado más disputas entre los filósofos antiguos y modernos que la que se refiere a la eficacia de las causas o a la cualidad que las hace ir seguidas de sus efectos. Sin embargo, antes de haber llegado a estas discusiones pienso que no hubiera sido impropio el haber examinado qué idea tenemos de la eficacia que constituye el asunto de la controversia. Esto es lo que principalmente hallo que falta en su razonamiento y lo que intentaré suplir aquí.
[1.3.14.04]
Comienzo observando que los términos de eficacia, influencia, poder, fuerza, necesidad, conexión y cualidad productiva son casi sinónimos y, por consiguiente, que es un absurdo emplear alguno de ellos para definir los restantes. Por esta observación rechazamos a la vez todas las definiciones vulgares que los filósofos han dado del poder y eficacia, y en lugar de buscar las ideas en estas definiciones, debemos buscarlas en las impresiones de las que se derivan originalmente. Si se trata de una idea compuesta, ésta debe surgir de impresiones compuestas; si simple, de impresiones simples.
[1.3.14.05]
Creo que la explicación más general y más popular de esta materia, es decir (ver Sr. Locke; Cap. Sobre poder), que hallando por experiencia que existen varias producciones nuevas en la materia, como las de los movimientos y variaciones de los cuerpos, y concluyendo que debe existir en alguna parte un poder capaz de producirlas, llegamos por último, mediante este razonamiento, a la idea del poder y eficacia. Sin embargo, para convencerse de que esta explicación es más popular que filosófica no necesitamos más que reflexionar sobre dos principios muy claros: primero, que la razón por sí sola jamás puede dar lugar a una idea original, y segundo, que la razón como distinta de la experiencia jamás puede hacernos concluir que una causa o cualidad productiva se requiere absolutamente para todo comienzo de existencia. Estas dos consideraciones han sido suficientemente explicadas y, por consiguiente, no debo insistir ahora más sobre ellas.
[1.3.14.06]
Debo inferir tan sólo de ellas que ya que la razón jamás puede dar lugar a la idea de eficacia, esta idea debe derivarse de la experiencia y de algunos casos particulares de esta eficacia que constituyen sus pasos hacia el espíritu por los canales comunes de la sensación o reflexión. Las ideas representan siempre sus objetos o impresiones y, por el contrario, son necesarios algunos objetos para dar lugar a la idea. Si pretendemos, por consiguiente, que tenemos una idea precisa de esta eficacia, debemos presentar algún caso en que la eficacia sea claramente cognoscible para el espíritu y su actuación manifiesta para nuestra conciencia o sensación. Si no podemos hacer esto, reconocemos que la idea es imposible e imaginaria, ya que el principio de las ideas innatas, el único que puede sacarnos de este dilema, ha sido ya refutado y es ahora rechazado casi universalmente en el mundo de las gentes cultas. Nuestro asunto presente, pues, debe ser hallar alguna producción natural en la que la actuación y eficacia de una causa pueda ser concebida y comprendida claramente por el espíritu sin peligro alguno de obscuridad o error.
[1.3.14.07]
En esta investigación nos sentimos muy poco animados, dada la prodigiosa diversidad que se halla en las opiniones de los filósofos que han pretendido explicar la fuerza y energía secreta de las causas (ver padre Malebranche, Lib. 6, parte 2, cap. 3 y las ilustraciones al respecto D.H.). Hay algunos que mantienen que los cuerpos actúan por su forma substancial; otros, que por sus accidentes o cualidades; muchos, que por su materia y forma; algunos, que por su forma y accidentes, y otros, que por ciertas virtudes y facultades diferentes de todo ello. Todas estas opiniones, a su vez, se hallan mezcladas y variadas de mil modos diferentes y constituyen una decidida sospecha de que ninguna de ellas tiene solidez o evidencia y que el supuesto de una eficacia en alguna de las cualidades conocidas de la materia carece en absoluto de fundamento. Esta sospecha debe aumentar cuando consideremos que estos principios o formas substanciales, accidentes y facultades no son en realidad ninguna de las propiedades conocidas de los cuerpos, sino que son totalmente ininteligibles e inexplicables; pues es evidente que los filósofos jamás recurrirían a principios tan obscuros e inciertos si hubieran hallado la solución en los que son claros e inteligibles, especialmente en una cuestión como ésta, que debe ser objeto del más simple entendimiento si no lo es de los sentidos. En resumen, podemos concluir que es imposible mostrar en ningún caso el principio en que reside la fuerza e influencia de una causa y que tanto los entendimientos más refinados como los más vulgares se hallan igualmente perplejos en este particular. Si alguno piensa ser capaz de refutar esta afirmación no necesita someterse a la perturbación de encontrar algún largo razonamiento, sino que puede mostramos de una vez un caso de una causa en que descubramos el poder o principio actuante. Nos veremos obligados a hacer uso frecuentemente de este reto por ser casi el único medio de probar una negación en la filosofía.
[1.3.14.08]
El escaso éxito obtenido en todos los intentos de determinar este poder ha obligado, por último, a los filósofos a concluir que la fuerza y eficacia última de la naturaleza nos es totalmente desconocida y que es en vano buscarla en todas las cualidades conocidas de la materia. En esta opinión concuerdan casi todos, y sólo en la inferencia que realizan partiendo de ella se expresa alguna diferencia de sus pareceres, pues algunos de ellos, como en particular los cartesianos, habiendo establecido como un principio que conocemos perfectamente la esencia de la materia, han inferido muy naturalmente que no se halla dotada de eficacia alguna y que es imposible que comunique por sí misma el movimiento o produzca los efectos que le atribuimos. Como la esencia de la materia consiste en la extensión y como la extensión no implica ningún movimiento actual, sino sólo la movilidad, concluyen que la energía que produce el movimiento no puede residir en la extensión.
[1.3.14.09]
Esta conclusión los lleva a otra que consideran como totalmente inevitable. La materia, dicen, es en sí misma enteramente inactiva y carece de algún poder por el cual pueda producir, continuar o comunicar el movimiento; pero como estos efectos son evidentes para nuestros sentidos y como el poder que los produce debe residir en alguna parte, debe hallarse en la divinidad o el ser divino que contiene en su naturaleza toda excelencia y perfección. Es, por consiguiente, la divinidad el primer motor del universo y no sólo el primer creador de la materia y quien la concedió su primer impulso, sino también que por un ejercicio continuo de su omnipotencia mantiene su existencia y sucesivamente le concede todos los movimientos, configuraciones y cualidades de que está dotada.
[1.3.14.10]
Esta opinión es ciertamente muy curiosa y merecedora de nuestra atención; pero resultará superfluo examinarla en este lugar si reflexionamos un momento sobre nuestro propósito presente al tenerla en cuenta. Hemos establecido como principio que como todas las ideas se derivan de las impresiones o de algunas percepciones precedentes, es imposible que podamos tener una idea de poder y eficacia más que si algunos casos pueden presentarse en que este poder se perciba ejerciéndose. Ahora bien; como estos casos no pueden ser descubiertos en el cuerpo, los cartesianos, basándose sobre su principio de las ideas innatas, han recurrido al espíritu supremo o divinidad, a quien consideran como el único ser activo en el universo y como la causa inmediata de toda alteración en la materia. Sin embargo, considerándose falso el principio de las ideas innatas, se sigue que el supuesto de una divinidad no puede servirnos de ayuda al explicar la idea de la influencia que buscamos en vano en todos los objetos que se representan a nuestros sentidos o de que somos conscientes internamente en nuestros espíritus; pues si toda idea se deriva de la impresión, la idea de la divinidad procede del mismo origen, y si ninguna impresión, ya sea de sensación o reflexión, implica una fuerza o eficacia, es igualmente imposible descubrir o imaginar un principio activo tal en la divinidad. Ya que estos filósofos, pues, han concluido que la materia no puede hallarse dotada de un principio eficaz, porque es imposible descubrir en ella un principio tal, la misma marcha del razonamiento debe determinarlos a excluirlos del ser supremo, o si estiman que esta opinión es absurda e impía, como realmente lo es, les diré cómo deben evitarla y que esto se hará concluyendo desde un principio que no tienen una idea adecuada del poder o eficacia de un objeto, ya que ni en el cuerpo, ni en el espíritu, ni en las naturalezas superiores ni inferiores son capaces de descubrir un solo caso de él.
[1.3.14.11]
La misma conclusión es inevitable partiendo de la hipótesis de los que mantienen la eficacia de las causas segundas y atribuyen un poder y energía derivados, pero reales, a la materia; pues como confiesan que esta energía no reside en alguna de las cualidades conocidas de la materia, continúa la dificultad referente al origen de su idea. Si realmente tenemos una idea del poder, podemos atribuir el poder a una cualidad desconocida; pero como es imposible que la idea pueda derivarse de una cualidad tal y como no existe nada en las cualidades conocidas que pueda producirlo, se sigue que nos engañamos a nosotros mismos cuando imaginamos que poseemos una idea de este género en la forma en que comúnmente se entiende. Todas las ideas se derivan de las impresiones, y las representan. No tenemos jamás una impresión que contenga un poder de eficacia; por consiguiente, no tenemos jamás una idea del poder.
[1.3.14.12]
[Este párrafo fue incertado desde el Apéndice del Libro 3.] Algunos han afirmado que sentimos una energía o poder en nuestro propio espíritu y que por haber adquirido de esta manera la idea de poder transferimos esta cualidad a la materia en la que no somos capaces de descubrirlo inmediatamente. Los movimientos de nuestro cuerpo y los pensamientos y sentimientos de nuestro espíritu, dicen ellos, obedecen a la voluntad y no necesitamos buscar algo más para adquirir una idea precisa de fuerza o poder. Pero para convencernos de qué falaz es este razonamiento, necesitamos tan sólo considerar que estimándose aquí la voluntad como una causa, no posee un enlace más manifiesto con su efecto que una causa material lo tiene con su propio efecto. Tan lejos nos hallamos de percibir la conexión entre un acto de volición y un movimiento del cuerpo, que se concede que ningún efecto es más inexplicable que éste, partiendo de los poderes y esencia del pensamiento y la materia. Tan poco es el dominio de la voluntad sobre nuestro espíritu más inteligible. El efecto es allí distinguible y separable de la causa y puede ser provisto sin la experiencia de su enlace constante. Tenemos un dominio sobre nuestro espíritu hasta un cierto grado; pero más allá de éste perdemos la autoridad sobre él, y es evidentemente imposible determinar límites precisos de su autoridad cuando no consultamos a la experiencia. Brevemente, las acciones del espíritu son en este respecto lo mismo que las de la materia. Percibimos tan sólo su enlace constante, pero no podemos razonar más allá de él. Las impresiones internas no tienen una energía más aparente que los objetos externos. Por consiguiente, ya que los filósofos confiesan que la materia actúa por una fuerza desconocida, podemos esperar en vano lograr una idea de fuerza consultando a nuestros espíritus.1
[1.3.14.13]
Ha sido establecido como un principio cierto que las ideas generales o abstractas no son más que ideas individuales consideradas de un cierto modo y que al reflexionar sobre un objeto es tan imposible excluir de nuestro pensamiento todos los grados particulares de cualidad y cantidad como de la naturaleza real de las cosas. Si poseemos, pues, una idea de poder, en general debemos ser capaces de concebir alguna especie particular de él, y como el poder no puede subsistir por sí solo, sino que es siempre considerado como un atributo de algún ser o existencia, debemos ser capaces de colocar este poder en algún ser particular y de considerar este ser como dotado de una fuerza y energía real, mediante la que resulta de su actuación necesariamente un efecto determinado. Debemos clara y particularmente concebir el enlace entre la causa y el efecto y ser capaces de declarar ante la simple consideración de uno de ellos que debe ser seguido o precedido de otro. Esta es la verdadera manera de concebir un poder particular en un cuerpo determinado, y siendo imposible una idea general sin una representación individual, cuando la última es imposible no puede existir jamás la primera. Ahora bien; nada es más evidente que el espíritu humano no puede formarse una idea tal de dos objetos de modo que conciba un enlace entre ellos o comprenda claramente el poder o eficacia por el que están unidos. Una conexión de este género remontaría a una demostración e implicaría la absoluta imposibilidad para un objeto de no seguir o de ser concebido que no sigue a otro género de conexión que ha sido ya rechazado en todos los casos. Si alguno mantiene la opinión contraria y piensa que ha alcanzado una noción de poder en algún objeto particular, le ruego que me indique cuál es este objeto. Sin embargo, hasta que encuentre un objeto tal, lo que no espero, no puedo menos de concluir que ya que nosotros no podemos concebir jamás de un modo claro cómo un poder particular puede residir de una manera posible en un objeto particular, nos engañamos al imaginar que nos podemos formar una idea semejante.
[1.3.14.14]
Así, en resumen, podemos inferir que cuando hablamos de algún ser, ya sea de una naturaleza superior o inferior, como dotado con un poder o fuerza, propio para un efecto; cuando hablamos de una conexión necesaria entre objetos y suponemos que esta conexión depende de una influencia o energía de que están dotados algunos de estos objetos, no tenemos realmente en todas estas expresiones tan adecuadas ningún sentido claro y hacemos uso tan sólo de palabras corrientes sin ideas claras y determinadas; pero como es más probable que estas expresiones pierdan su sentido por ser inadecuadas que por carecer siempre de él, será apropiado someter a otra consideración este asunto y ver si es posible que podamos descubrir la naturaleza y origen de estas ideas que unimos con él.
[1.3.14.15]
Supongamos que dos objetos se hallan presentes a nosotros, de los cuales uno es la causa y otro el efecto; es claro que por la simple consideración de uno de estos dos objetos jamás percibiremos el lazo por que están unidos o seremos capaces de declarar que existe una conexión entre ellos. No es, pues, partiendo de un caso como llegamos a la idea de causa y efecto, de una conexión necesaria de poder, de fuerza, de energía y de influencia. Si no viésemos jamás más que enlaces particulares de objetos diferentes de un modo total los unos de los otros, no seríamos nunca capaces de formarnos ideas tales.
[1.3.14.16]
Supongamos de nuevo que observamos varios casos en los que los mismos objetos van unidos siempre entre sí; inmediatamente concebimos una conexión entre ellos y comenzamos a realizar una inferencia de un objeto a otro. Esta multiplicidad de casos semejantes, pues, constituye la verdadera esencia del poder o conexión y es la fuente de la que la idea surge. Para entender, pues, la idea de poder debemos considerar esta multiplicidad, y no es preciso otra investigación para darnos la solución de la dificultad que nos ha perturbado tanto tiempo, pues razono de esta manera: La repetición de casos enteramente semejantes no puede dar jamás lugar a una idea original diferente de la que se halla en un caso particular, como ya ha sido observado y como se sigue de nuestro principio fundamental de que todas las ideas son copias de impresiones. Ya que, por consiguiente, la idea de poder es una idea nueva y original que no ha de hallarse en un solo caso y que surge de la repetición de varios casos, se sigue que la repetición por sí sola no tiene este efecto, sino que debe descubrir o producir algo nuevo, que es la fuente de la idea. Si la repetición no descubre ni produce nada nuevo, nuestras ideas podrán multiplicarse por ella, pero no serán ampliadas más allá de lo que abarcaban con la observación de un solo caso. Toda ampliación, pues (como la idea de poder o conexión), que surge de la multiplicidad de casos semejantes está copiada de algún efecto de la multiplicidad y se entenderá perfectamente al entender estos efectos. Siempre que hallemos algo nuevo que haya de ser descubierto o producido por la repetición debemos colocar en ello el poder y no debemos buscar para él ningún otro objeto.
[1.3.14.17]
Sin embargo, es evidente, en primer lugar, que la repetición de objetos análogos en relaciones análogas de sucesión y contigüidad no descubre nada nuevo en ninguno de ellos, ya que no podemos realizar una inferencia partiendo de ella ni hacerla asunto de nuestro razonamiento demostrativo probable, como ya ha sido probado (1.3.06 D.H). Es más; aun suponiendo que podamos realizar una inferencia, no tendrá importancia alguna en el presente caso, ya que ningún género de razonamiento puede dar lugar a una nueva idea como es la del poder, sino que siempre que razonamos debemos poseer de antemano ideas claras, que son el objeto de nuestro razonamiento. La concepción precede siempre al entendimiento, y cuando la una es obscura el otro es incierto; cuando la una falla, debe fallar el otro.
[1.3.14.18]
Segundo: es cierto que esta repetición de objetos similares en situaciones semejantes no produce nada nuevo en estos objetos o en un cuerpo externo; pues se concederá fácilmente que los varios casos que tenemos del enlace de causas y efectos semejantes son en sí mismos totalmente independientes y que la comunicación del movimiento que veo que resulta en el presente del choque de dos bolas de billar es totalmente diferente de la que yo vi que resultaba de un choque hace doce meses. Estos choques no tienen influencia los unos sobre los otros. Se hallan enteramente separados por el tiempo y lugar, y el uno puede haber existido y comunicado el movimiento, aunque el otro no haya tenido realidad jamás.
[1.3.14.19]
No existe, pues, nada nuevo descubierto o producido en los objetos por su enlace constante y por la semejanza ininterrumpida de sus relaciones de sucesión y contigüidad. Sin embargo, de esta semejanza se derivan las ideas de necesidad, poder e influencia. Estas ideas, pues, no representan nada que pueda corresponder a los objetos que se hallan constantemente unidos. Esto es un argumento que en cualquier aspecto que lo examinemos resultará totalmente irrefutable. Casos semejantes son el primer origen de nuestra idea de poder o necesidad, al mismo tiempo que no tienen influjo por su semejanza los unos sobre los otros o sobre un objeto externo. Debemos, por consiguiente, dirigirnos hacia otra parte para buscar el origen de esta idea.
[1.3.14.20]
Aunque los varios casos semejantes que dan lugar a la idea de poder no tengan influencia los unos sobre los otros y no puedan producir una nueva cualidad en el objeto que puede ser el modelo de esta idea, sin embargo, la observación de esta semejanza produce una nueva impresión en el espíritu, que es su modelo real, pues después que hemos observado la semejanza en un número suficiente de casos, inmediatamente sentimos una determinación del espíritu a pasar de un objeto a su acompañante usual y a concebirlo de un modo más enérgico debido a esta relación. Esta determinación es el único efecto de la semejanza y, por consiguiente, debe ser lo mismo que el poder o influencia, cuya idea se deriva de la semejanza. Los varios casos de enlaces semejantes nos llevan a la noción de poder y necesidad. Estos casos son en sí mismos totalmente distintos los unos de los otros y no tienen más unión que la concedida por el espíritu que los observa y reúne sus ideas. La necesidad, pues, es el efecto de esta observación y no es más que una impresión interna del espíritu o una determinación para llevar nuestros pensamientos de un objeto a otro. Sin considerarla de este modo no podemos lograr jamás la más remota noción de ella o ser capaces de atribuirla a los objetos externos o internos, al espíritu o al cuerpo, a las causas o a los efectos.
[1.3.14.21]
La conexión necesaria entre causas y efectos es el fundamento de nuestra inferencia de los unos a los otros. La fundamentación de nuestra inferencia es la transición que surge de la unión habitual. Ambas son, por consiguiente, lo mismo.
[1.3.14.22]
La idea de la necesidad surge de alguna impresión. No existe impresión alguna proporcionada por nuestros sentidos que pueda dar lugar a esta idea. Debe, pues, derivarse de alguna impresión interna o impresión de reflexión. No existe ninguna impresión interna que tenga alguna relación con el presente problema más que la inclinación que la costumbre produce a pasar de un objeto a la idea de su acompañante usual. Esto, por consiguiente, es la esencia de la necesidad. En resumen, la necesidad es algo que existe en el espíritu, no en los objetos, y no es posible para nosotros formarnos la idea más remota de ella si la consideramos como una cualidad de los cuerpos. O no tenemos idea alguna de la necesidad o la necesidad no es más que la determinación del pensamiento a pasar de las causas a los efectos y de los efectos a las causas, según su unión, que conocemos por experiencia.
[1.3.14.23]
Así como la necesidad que hace «dos veces dos» igual a cuatro o los tres ángulos de un triángulo igual a dos rectos reside tan sólo en el acto del entendimiento por el que consideramos y comparamos estas ideas, la necesidad del poder que une las causas y efectos radica en la determinación del espíritu a pasar de los unos a los otros. La eficacia o energía de las causas no se halla ni en las causas mismas ni en la divinidad, ni en la concurrencia de estos dos principios, sino que corresponde tan sólo al alma que considera la unión de dos o más objetos en todos los casos pasados. Aquí se halla el poder real de las causas juntamente con su conexión y necesidad.
[1.3.14.24]
Me doy cuenta de que, de todas las paradojas que he expuesto o que tendré ocasión de exponer en el curso de este tratado, la presente es la más violenta, y que solamente a fuerza de una prueba sólida y del razonamiento puedo esperar que sea admitida y venza los prejuicios inveterados del género humano. Antes de que nos reconciliemos con esta doctrina cuántas veces debemos repetirnos a nosotros mismos que la simple consideración de dos objetos o acciones, aunque relacionados, no puede darnos una idea de poder o de conexión entre ellos; que esta idea surge de la repetición de su unión; que la repetición no descubre nada en los objetos, sino que tiene tan sólo influencia sobre el espíritu por la transición habitual que produce; que esta transición habitual es, por consiguiente, idéntica al poder y necesidad, que son, por consecuencia, cualidades de percepciones, no de objetos, y son sentidas internamente por el alma y no percibidas externamente en los cuerpos. Es corriente que el asombro acompañe a todo lo extraordinario, y este asombro se convierte inmediatamente en la más grande estima o desprecio, según que aprobemos o desaprobemos el asunto. Me temo mucho que, aunque el precedente razonamiento me aparezca el más breve y más decisivo que pueda imaginarse, sin embargo en la generalidad de los lectores el prejuicio perdure y les prevenga contra la doctrina presente.
[1.3.14.25]
Esta prevención en contra se explica fácilmente. Es una observación común que el espíritu siente una gran inclinación a extenderse sobre los objetos externos y a unir con ellos las impresiones internas que ocasionan y que hacen siempre su aparición al mismo tiempo que estos objetos se presentan a los sentidos. Así, como ciertos sonidos y olores se hallan siempre acompañando a ciertos objetos visibles, imaginamos naturalmente un enlace, aun con referencia al lugar, entre los objetos y las cualidades, aunque las cualidades sean de una naturaleza tal que no admitan un enlace semejante y no existan realmente en ninguna parte. De esto hablaremos con más extensión más adelante (1.4.05 D.H.). Mientras tanto será suficiente hacer observar que la misma inclinación es la razón de por qué suponemos que la necesidad y el poder residan en los objetos que consideramos y no en nuestros espíritus que los consideran, aunque no es posible que nos formemos ni la idea más remota de esta cualidad cuando no la consideramos como la determinación del espíritu a pasar de la idea de un objeto a la de su acompañante usual.
[1.3.14.26]
Sin embargo, aunque esto sea la única explicación razonable que podamos dar de la necesidad, la noción contraria está tan arraigada en el espíritu por los principios antes mencionados, que no dudo que mis opiniones serán tratadas por muchos como extravagantes y ridículas. ¿Que la influencia de las causas está en la determinación del espíritu? ¡Como si las causas no actuasen independientemente del espíritu y no continuasen su actuación aunque no existiese espíritu alguno que las contemplase o que razonase acerca de ellas! El pensamiento puede depender de las causas en su actuación, pero no las causas del pensamiento. Esto es invertir el orden de la naturaleza y hacer secundario lo que es realmente primario. Para cada actuación existe un poder adecuado, y este poder debe situarse en los cuerpos que actúan. Si quitamos el poder a una causa debemos atribuírselo a otra; pero suprimir el poder en todas las causas y concedérselo a un ser que no se halla relacionado de ninguna otra manera con la causa más que por percibirla, es un gran absurdo y contrario a los principios más ciertos de la razón humana.
[1.3.14.27]
Sólo puedo replicar a estos argumentos que el caso es muy análogo al de un hombre ciego que pretendiese hallar un gran absurdo en el supuesto de que el color de escarlata no es lo mismo que el sonido de una trompeta ni la luz lo mismo que la solidez. Si nosotros no tenemos realmente una idea del poder o eficacia en un objeto o de una conexión real entre causa y efecto, tendrá poca importancia probar que una influencia es necesaria en todas las actuaciones. No entenderemos lo que queremos decir al hablar de este modo, sino que confundiremos, sin saberlo, ideas que son enteramente distintas entre sí. Me hallo de hecho pronto a conceder que existen varias cualidades, tanto en los objetos materiales como inmateriales, que no conocemos de ningún modo, y si nos agrada llamar a éstas poder o influencia tendrá este hecho muy poca importancia para el mundo; pero cuando en lugar de referirnos a estas cualidades desconocidas intentamos que los términos de poder e influencia signifiquen algo de lo que tenemos una idea clara y que es incompatible con los objetos a que los aplicamos, la obscuridad y el error comienzan a tener lugar y nos descarriamos por una falsa filosofía. Esto es lo que sucede cuando transferimos la determinación del pensamiento a los objetos externos y suponemos un enlace real e inteligible entre ellos, enlace que es una cualidad que sólo puede pertenecer al espíritu que los considera.
[1.3.14.28]
En cuanto a que pueda decirse que las actividades de la naturaleza son independientes de nuestro pensamiento y razonamiento, lo concedo, y, de acuerdo con esto, he observado que los objetos mantienen entre sí las relaciones de contigüidad y sucesión; que objetos análogos, según puede observarse, tienen análogas relaciones en varios casos, y que todo esto es independiente y antecedente a las actividades del entendimiento. Pero si vamos más lejos y atribuimos un poder o conexión necesaria a estos objetos no podemos observarlo en ellos mismos, sino que debemos sacar su idea de lo que sentimos internamente al contemplarlos. Y llevo esto tan lejos que me hallo presto a convertir mi razonamiento presente en un caso particular mediante una sutileza, de modo que no será difícil comprenderlo.
[1.3.14.29]
Cuando un objeto se nos presenta inmediatamente, sugiere al espíritu una idea vivaz del objeto que sabemos que lo acompaña usualmente, y esta determinación del espíritu constituye la conexión necesaria de estos objetos, Sin embargo, cuando cambiamos el punto de vista, pasando de los objetos a las percepciones, la impresión debe considerarse como causa y la idea vivaz como efecto, y su conexión necesaria es la nueva determinación que sentimos al pasar de la idea del uno a la del otro. El principio de unión de nuestras percepciones internas es tan ininteligible como el de los objetos externos y no lo conocemos de otro modo más que por experiencia. Ahora bien; la naturaleza y efectos de la experiencia han sido ya suficientemente examinados y explicados. Jamás nos da una visión de la estructura interna o de los principios activos de los objetos, sino que habitúa tan sólo al espíritu a pasar de unos a otros.
[1.3.14.30]
Es ahora el momento de reunir todos los diferentes elementos de este razonamiento y, agrupándolos, dar una definición exacta de la relación de causa y efecto que constituye el asunto de la presente investigación. Si este orden hubiera sido excusable, a saber: examinar primero nuestra inferencia de la relación antes de haber explicado la relación misma, hubiera sido posible proceder de un modo diferente. Ahora bien; como la naturaleza de la relación depende tanto de la inferencia, nos hemos visto obligados a avanzar de este modo aparentemente contradictorio y a hacer uso de términos antes de ser capaces de definirlos exactamente o de fijar su sentido. Debemos ahora corregir esta falta dando una definición precisa de causa y efecto.
[1.3.14.31]
Pueden darse dos definiciones de esta relación que son solamente diferentes por presentar un punto de vista diferente del mismo objeto y hacérnoslo considerar como una relación filosófica o una relación natural, como una comparación de dos ideas o como una asociación entre ellas. Podemos definir una causa como un objeto precedente y contiguo a otro y como aquello según lo que en todos los objetos semejantes al primero son puestos en iguales relaciones de precedencia y contigüidad con los objetos que se parecen al último. Si esta definición se estima defectuosa porque se saca de objetos extraños a la causa, podemos substituirla por esta otra definición, a saber: una causa es un objeto precedente a otro y tan unido a él que la idea del uno determina al espíritu a formarse la idea del otro y la impresión del uno a formarse una idea más vivaz del otro. Si esta definición es rechazada, por razón idéntica no veo otro remedio sino que las personas que se manifiesten tan delicadas pongan en su lugar una definición más precisa. Sin embargo, por mi parte debo confesar mi incapacidad para una empresa tal. Cuando examino con la mayor exactitud los objetos que se denominan comúnmente causas y efectos hallo, al considerar un caso único, que un objeto precede al otro y le es contiguo, y extendiendo mi consideración a varios casos, encuentro solamente que objetos análogos se hallan situados constantemente en análogas relaciones de sucesión y, contigüidad. Además, cuando considero la influencia de este enlace constante percibo que una relación tal jamás puede ser objeto de razonamiento y jamás puede actuar sobre el espíritu más que por medio de la costumbre que determina la imaginación a hacer la transición de la idea de un objeto a la de su acompañante usual y de la impresión de uno a la idea más vivaz del otro. Tan extraordinarias como estas opiniones puedan parecer, estimo inútil preocuparme de una investigación ulterior o razonamiento sobre el asunto, sino que debo basarme en él como sobre una máxima establecida.
[1.3.14.32]
Tan sólo será apropiado, antes de dejar este asunto, sacar algunos corolarios de él por los que podremos disipar varios prejuicios y errores populares que han predominado en la filosofía. Primeramente, podemos saber por la precedente doctrina que todas las causas son del mismo género y que en particular no existe fundamento para la distinción que hacemos algunas veces entre causas eficientes y causas sine qua non o entre causas y eficientes, formales, materiales, ejemplares y finales, pues como nuestra idea de influencia, se deriva del enlace constante de dos objetos, siempre que se observa es la causa eficiente, y cuando no, no puede existir causa de ningún género. Por la misma razón debemos rechazar la distinción entre causa y ocasión si suponemos que significan algo esencialmente diferente la una de la otra. Si el enlace constante va implicado en lo que llamamos ocasión, es una causa real; si no, no hay relación ninguna y no puede dar lugar a ningún razonamiento o argumento.
[1.3.14.33]
Segundo: el curso mismo del razonamiento nos hará concluir que no hay más que un género de necesidad, lo mismo que no existe más que uno de causa, y que la distinción común entre la necesidad moral y física carece de fundamento en la naturaleza. Esto aparece claramente según la explicación precedente de la necesidad. El enlace constante de objetos, juntamente con la determinación del espíritu, constituye la necesidad física, y la supresión de esto es lo mismo que el azar. Como los objetos deben o no hallarse enlazados, y como el espíritu debe o no hallarse determinado a pasar de un objeto a otro, es imposible admitir un término medio entre el azar y la necesidad absoluta. Debilitando este enlace y determinación no se cambia la naturaleza de la necesidad, ya que aun en la actuación de los cuerpos éstos tienen diferentes grados de constancia y fuerza sin producir especies diferentes de esta relación.
[1.3.14.34]
La distinción entre poder y su ejercicio carece igualmente de fundamento.
[1.3.14.35]
Tercero: podemos ahora ser capaces de vencer toda la repugnancia, que es tan natural en nosotros, contra el razonamiento precedente por el que intentamos probar que la necesidad de una causa para toda existencia que comienza no se funda en un argumento ni demostrativo ni intuitivo. Una opinión tal no aparecerá extraña después de las definiciones precedentes. Si definimos una causa como un objeto precedente y contiguo a otro y aquello en que todos los objetos semejantes al primero se sitúen en análoga relación de prioridad y contigüidad con los que se asemejan al último, podemos fácilmente concebir que no existe una necesidad absoluta ni metafísica de que todo comienzo de existencia debe ir acompañado de un objeto tal. Si definimos la causa como un objeto precedente y contiguo a otro y unido de tal modo con él en la imaginación que la idea del uno determine al espíritu a formarse la idea del otro y la impresión del uno a formarse una idea más vivaz del otro, experimentaremos aún menos dificultad para asentir a esta opinión. Una influencia tal sobre el espíritu es perfectamente extraordinaria e incomprensible y no podemos cerciorarnos de su realidad más que mediante la experiencia y la observación.
[1.3.14.36]
Debo añadir como un cuarto corolario que no podemos jamás tener una razón para creer que existe un objeto del que no podemos formamos una idea; pues como todos nuestros razonamientos relativos a la existencia se derivan de la causalidad, y como todos nuestros razonamientos relativos a la causalidad se derivan de la unión de los objetos experimentados, no de algún razonamiento o reflexión, la misma experiencia debe darnos una noción de estos objetos y debe disipar todo misterio de nuestras conclusiones. Esto es tan evidente que apenas merecería nuestra atención si no fuera para evitar ciertas objeciones de este género que pueden surgir en contra de los siguientes razonamientos relativos a la materia y la substancia. No necesito observar que no se requiere un pleno conocimiento del objeto, sino tan sólo de sus cualidades que creemos existen.
Sec. 1.3.15 Reglas para juzgar de las causas y efectos
[1.3.15.01]
Según la doctrina precedente, no existen objetos mediante cuya consideración y sin consultar la experiencia podamos determinar que son las causas de otros, ni tampoco objetos que podamos determinar del mismo modo que no son las causas. Algo puede producir a algo. Creación, aniquilamiento, movimiento, razón, volición pueden surgir las unas de las otras o de otro objeto cualquiera que podamos imaginar. No parecerá extraño esto si comparamos los dos principios antes expuestos de que el enlace constante de objetos determina su causalidad y de que, propiamente hablando, no hay más objetos contrarios entre sí que la existencia y no la no existencia.(1.1.05 D.H.) Cuando los objetos no son contrarios, nada les impide poseer un enlace constante del que depende totalmente la relación de causa y efecto.
[1.3.15.02]
Por consiguiente, ya que es posible para todos los objetos llegar a ser causas o efectos con respecto de otros, será conveniente fijar algunas reglas por las cuales podemos conocer cuándo lo son realmente:
[1.3.15.03]
1.ª La causa y el efecto deben ser contiguos en el espacio y el tiempo.
[1.3.15.04]
2.ª La causa debe ser anterior al efecto.
[1.3.15.05]
3.ª Debe existir una unión constante entre la causa y el efecto. Es capitalmente esta cualidad la que constituye esta relación.
[1.3.15.06]
4.ª La misma causa produce siempre el mismo efecto, y el mismo efecto no surge nunca más que de la misma causa. Este principio lo derivamos de la experiencia y es la fuente de los más de nuestros razonamientos filosóficos, pues cuando por un experimento claro descubrimos las causas o efectos de un fenómeno extendemos inmediatamente nuestra observación a todo fenómeno del mismo género sin esperar que se presente la repetición constante de la que se deriva la primera idea de esta relación.
[1.3.15.07]
5.ª Existe otro principio que depende de éste, a saber: que cuando diferentes objetos producen el mismo efecto debe ser mediante alguna cualidad que descubrimos que es común a todos ellos; pues como iguales efectos implican causas iguales, debemos siempre atribuir la causación a la circunstancia en que descubrimos que se asemejan.
[1.3.15.08]
6.ª El siguiente principio se funda en la misma razón. La diferencia en los efectos de dos objetos semejantes debe proceder de aquello en lo que difieren; pues como causas iguales producen efectos iguales, cuando en un caso hallamos que no sucede lo esperado debemos concluir que esa irregularidad procede de alguna diferencia en las causas.
[1.3.15.09]
7.ª Cuando un objeto aumenta o disminuye con el aumento o disminución de su causa debe ser considerado como un efecto compuesto derivado de la unión de los varios efectos diferentes que surgen, de las varias partes diferentes de la causa. La ausencia o presencia de una parte de la causa se supone aquí que va siempre acompañada de la ausencia o presencia de una parte correspondiente del efecto. Este enlace constante prueba suficientemente que una parte es la causa de la otra. Sin embargo, debemos guardamos de sacar una conclusión tal de pocos experimentos. Un cierto grado de calor produce placer; si se disminuye el calor, el placer disminuye; pero no se sigue que si se aumenta más allá de un cierto grado el placer aumentará igualmente, pues hallamos que se convierte en dolor.
[1.3.15.10]
8.ª La octava y última regla que tendré en cuenta es que un objeto que existe durante algún tiempo en su plena perfección sin un efecto no es la única causa de este efecto, sino que debe ser auxiliado por otro principio que puede promover su influencia y actuación; pues como efectos iguales necesariamente siguen a causas iguales y en un tiempo y lugar contiguos, su separación por un momento muestra que estas causas no son completas.
[1.3.15.11]
Esta es toda la lógica que me parece apropiada para emplearla en mi razonamiento, y quizá aun no fuese necesaria y me hubieran bastado los principios naturales de nuestro entendimiento. Nuestras cabezas escolásticas y lógicas no muestran una superioridad tal sobre el mero vulgo en su razón y habilidad que nos inciten a imitarlos exponiendo un largo sistema de reglas y preceptos para dirigir nuestro juicio en filosofía. Todas las reglas de esta naturaleza son muy fáciles de encontrar, pero muy difíciles de aplicar [con rigurosa constancia], y aun la filosofía experimental, que parece la más natural y simple de todas, requiere el más grande esfuerzo del juicio humano. En la naturaleza hay tan sólo fenómenos complejos y modificados por tantas circunstancias que para llegar al punto decisivo debemos separar cuidadosamente lo que es superfluo e inquirir por nuevos experimentos si cada circunstancia particular del primer experimento le era esencial. Estos nuevos experimentos se hallan sometidos a una discusión del mismo género, así que se requiere la mayor constancia para hacernos perseverar en nuestra investigación y la mayor sagacidad para escoger el verdadero camino entre tantos como se presentan. Si esto sucede en la filosofía natural misma, cuánto más no acaecerá en la filosofía moral, donde existe una complicación mucho más grande de circunstancias y donde las consideraciones y sentimientos que son esenciales a la acción del espíritu se hallan tan ocultos y obscuros que escapan a veces a nuestra atención más rigurosa, y no sólo no pueden explicarse por sus causas, sino que hasta nos quedan desconocidos en su existencia. Me temo mucho que el poco éxito que encuentro en mi investigación haga que esta observación tenga más el aire de una apología que el de una jactancia.
[1.3.15.12]
Si algo puede concederme la seguridad en este particular será ampliar la esfera de mis experimentos tanto como me sea posible, razón por la que será adecuado en este lugar examinar la facultad razonadora de los animales del mismo modo que lo hicimos con la de los seres humanos.
Sec. 1.3.16 De la razón de los animales
[1.3.16.01]
Muy próximo al ridículo de negar una verdad evidente se halla el tomarse los más grandes trabajos para defenderla, y ninguna verdad me parece más evidente que la de que los animales se hallan dotados de pensamiento y razón lo mismo que los hombres. Los argumentos son en este caso tan manifiestos, que no escapan nunca a la atención del más estúpido e ignorante.
[1.3.16.02]
Somos conscientes de que al adaptar los medios a un fin nos guiamos por razón y por designio y que no realizamos de un modo irreflexivo y casual las acciones que tienden a nuestra conservación a obtener el placer y a evitar el dolor. Cuando, por consiguiente, vemos otros seres en miles de casos realizar acciones análogas y dirigirlas a fines análogos, todos los principios de razón y probabilidad nos llevan con una fuerza invencible a creer en la existencia de una causa análoga. Es innecesario, en mi opinión, ilustrar este argumento por la enumeración de casos particulares. La más pequeña atención nos proporcionará más de los que son requeridos. La semejanza entre las acciones de los animales y las de los hombres es tan completa en este respecto que la primera acción del primer animal que nos agrade considerar nos proporcionará un argumento incontestable para la doctrina presente.
[1.3.16.03]
Esta doctrina es tan útil como clara y nos proporciona una especie de piedra de toque mediante la que podemos examinar cada sistema en esta especie de filosofía. Por la semejanza de las acciones externas de los animales con las que nosotros realizamos juzgamos que sus acciones internas se asemejan a las nuestras, y el mismo principio de razonamiento llevado un poco más adelante nos hará concluir que, dado que nuestras acciones internas se asemejan entre sí, las causas de las que se derivan deben ser también semejantes. Cuando una hipótesis, pues, se presenta para explicar una actividad mental que es común a los hombres y a los animales, debemos aplicar la misma hipótesis a ambos, y como toda hipótesis verdadera soportará esta prueba, me atrevo a afirmar que ninguna falsa será capaz de sufrirla. El defecto común de los sistemas que los filósofos han empleado para explicar las acciones del espíritu es suponer una sutilidad y refinamiento tales del pensamiento, que no sólo exceden la capacidad de los animales, sino también la de los niños y la de las gentes sencillas en nuestra propia especie, que son, sin embargo, susceptibles de las mismas afecciones y emociones que las personas del más grande talento y entendimiento. Una sutilidad tal es una prueba clara de la falsedad de cualquier sistema, lo mismo que la simplicidad lo es de su verdad.
[1.3.16.04]
Por consiguiente, sometamos nuestro sistema presente, relativo a la naturaleza del entendimiento, a esta prueba decisiva y veamos si explica igualmente los razonamientos de los animales que los de los seres humanos.
[1.3.16.05]
Debemos hacer aquí una distinción entre las acciones de los animales que son corrientes y parecen hallarse en el nivel de sus capacidades medias y los casos más extraordinarios de sagacidad que revelan a veces en su propia conservación y propagación de su especie. Un perro que evita el fuego y los precipicios, que huye de los extraños y acaricia a su dueño nos proporciona un ejemplo del primer caso. Un pájaro que escoge con mucho cuidado y finura el lugar y los materiales de su nido y pone sus huevos en el tiempo debido y en la estación conveniente, con todas las precauciones de que un químico es capaz en sus planes más delicados, nos proporciona un ejemplo notable del segundo.
[1.3.16.06]
En cuanto a las primeras acciones, afirmo que proceden de un razonamiento que no es diferente en sí mismo ni fundamentado en principios diferentes que el que aparece en la naturaleza humana. Es necesario, en primer lugar, que exista una impresión inmediatamente presente a su memoria o sentidos para constituir el fundamento de su juicio. Por el tono de la voz el perro infiere la cólera de su dueño y prevé su castigo. Por una cierta sensación, que afecta a su olfato, juzga que la caza no está lejos de él.
[1.3.16.07]
Segundo: la inferencia que hace partiendo de la impresión presente se basa en la experiencia y en su observación del enlace de los objetos en casos pasados. Del mismo modo que se varía esta experiencia se varía este razonamiento. Haced que un golpe siga unas veces a una señal y otras veces a otra, y sacará sucesivamente diferentes conclusiones según su experiencia más reciente.
[1.3.16.08]
Ahora bien; que un filósofo haga un ensayo y trate de explicar este acto del espíritu que llamamos creencia y dé de él una explicación, partiendo de los principios de que se deriva, independientemente de la influencia, de la costumbre y de la imaginación, y que su hipótesis sea aplicable igualmente a los animales que a los hombres; cuando haya hecho esto prometo admitir su opinión; pero al mismo tiempo exijo como condición equitativa que si mi sistema es el único que puede responder a todas estas cuestiones sea admitido como totalmente satisfactorio y convincente. Que es el único, es evidente casi sin razonamiento alguno. Los animales jamás perciben ciertamente una relación real entre los objetos; por consiguiente, infieren el uno del otro por experiencia. No pueden jamás hacer una conclusión general mediante argumentos, para probar que los objetos de los que no tienen experiencia se asemejan a aquellos de los que la tienen. Por lo tanto, tan sólo mediante la costumbre actúa sobre ellos la experiencia. Todo esto era suficientemente evidente con respecto al hombre. Con respecto a los animales no puede existir ni la más mínima sospecha de error, lo que debe estimarse como una rigurosa confirmación, o mejor como una prueba invencible de mi sistema.
[1.3.16.09]
Nada prueba mejor la fuerza del hábito, para reconciliarnos con un fenómeno, que el hecho de que los hombres no se asombran de las actividades de su propia razón, mientras que admiran el instinto de los animales, y encuentran difícil su explicación por el mero motivo de que no puede reducirse a los mismos principios. Si consideramos la cuestión como es debido, la razón no es más que un instinto maravilloso e ininteligible de nuestras almas que nos lleva a lo largo de cierta serie de ideas y las dota de ciertas cualidades particulares según sus situaciones y relaciones especiales. Este instinto, es cierto, surge de la observación pasada y experiencia; pero ¿puede alguno dar la última razón de por qué la experiencia y observación pasadas producen un efecto tal y aun más de por qué la naturaleza sólo lo produce? La naturaleza puede ciertamente producir todo lo que surge del hábito, es más aún: el hábito no es más que uno de los principios de la naturaleza y deriva toda su fuerza de su origen.
Notas
[1.3.07.05n]
Podemos aprovechar ahora la ocasión para indicar un error muy notable, que al ser inculcado con tanta frecuencia en las escuelas ha llegado a convertirse en una especie de máxima establecida, y universalmente admitida por todos los lógicos. El error consiste en la división común de los actos del entendimiento en aprehensión, juicio y razonamiento, y en las definiciones que damos de ellos. Se define a la aprehensión como examen simple de una o más ideas. El juicio, como la separación o unión de ideas diferentes. El razonamiento, como la separación o unión de ideas diferentes mediante la interposición de otras, que muestran la relación que aquéllas tienen entre sí. Pero estas distinciones y definiciones son falaces en puntos muy importantes. Primero: porque está lejos de ser verdad el que, en todo juicio que hagamos, unimos dos ideas diferentes; en efecto, en la proposición Dios existe, o en cualquier otra concerniente a la existencia, la idea de existencia no es una idea distinta que unamos a la del sujeto, y capaz de formar mediante la unión una idea compuesta. Segundo: igual que formamos de este modo una proposición que contiene solamente una idea, podemos también ampliar nuestra razón sin emplear más de dos ideas, y sin necesidad de recurrir a una tercera que sirva de término medio. Inferimos inmediatamente una causa a partir de su efecto; y esta inferencia no es sólo una especie verdadera de razonamiento, sino también la más fuerte de todas, y resulta más convincente que si interpusiéramos otra idea para conectar los extremos. En general, todo lo que podemos afirmar con respecto a estos tres actos del entendimiento es que, examinados desde una perspectiva adecuada, se reducen al primero, no siendo sino formas particulares de concebir nuestros objetos. Ya consideremos un solo objeto o varios, ya fijemos nuestra atención en estos objetos, o pasemos de ellos a otros distintos: en cualquier forma u orden en que los estudiemos, el acto de la mente se limita a ser una aprehensión simple. La única diferencia notable a este respecto se produce cuando unimos la creencia a la concepción y nos persuadimos de la verdad de lo que concebimos. Nunca ha sido explicado hasta ahora este acto de la mente por filósofo alguno, por lo que me siento en libertad de proponer una hipótesis relativa a dicho acto, a saber: que es tan sólo una aprehensión fuerte y firme de una idea, y tal que en cierta medida se acerque a una impresión inmediata.
[1.3.08.05]
Naturane nobis, in quit, datum dicam, an errore quodam, ut, cum ea loca videamus, in quibus memoria dignos viros acceperimus multum esse versatos, magis moveamur, quam siquando eorum ipsorum au! facta audiamus, aut scriptum aliquod legamus? velut ego nunc moveor. Venir enim mihi Platonis in menteur: quem accipimus primum hic disputare solitum: Cujus etiam illi hortuli pro pin qui non memoriam solûm mihi afferunt, sed ipsum videntur in conspectu meo hic ponere. Hit Speusippus, hic Xenocrates, hic ejus auditor Polemo cujus ipsa illa sessio fuit, quam videamus. Equidem edam curium nostram, hostiliam dito, non banc novam, quae mihi minor esse videtur postquam est major, solebam intuens Scipionem, Catonem, Laelium, nostrum vero in primis avum cogitare. Tanta vis admonitions inert in lotis; ut non sine causa ex bis memorice ducta sit disciplina. CICERÓN, De finibus, libro 5.
Libro 5, I, 1. «Al ver los propios lugares en los que sabemos que vivieron y destacaron tanto aquellos hombres dignos de recuerdo, ¿qué he de decir?, ¿que es una inclinación natural o, acaso, simplemente una ilusión el que nos sintamos mucho más conmovidos que cuando sólo nos cuentan sus hechos o leemos alguno de sus escritos? Pero yo estoy, ahora, conmovido. Me viene al recuerdo Platón: dicen que fue él quien primero utilizó este paraje para sus conversaciones. Los jardincillos que hay a mi lado no sólo me devuelven su memoria; parece también que me traen su imagen, que me la ponen delante de los ojos. Aquí se ponía Espeusipo, aquí Jenócrates, aquí su discípulo, Polemón: se sentaban en este mismísimo lugar que estamos viendo. Y lo mismo en Roma, en nuestra curia (me refiero a la curia Hostilia, no a la nueva, que a mí me parece más chica desde que la han hecho más grande) siempre me ponía a pensar, casi como si los viera, en Escipión, en Catón, en Lelio y, más que en nadie, en mi abuelo. Tal poder de recuerdo tienen los lugares: no sin motivo se les ha utilizado para sacar de ellos una de las artes de la memoria.»
[1.3.09.19n]
En general podemos observar que, como nuestro asentimiento a todo razonamiento probable está basado en la vivacidad de ideas, se parece a muchas de las fantasías y prejuicios rechazados por tener el ignominioso carácter de productos de la imaginación*. Según esta expresión, parece que el término imaginación se usa normalmente en dos sentidos diferentes; y aunque nada haya más contrario a la verdadera filosofía que esta imprecisión, sin embargo en los razonamientos siguientes me he visto obligado a incurrir en tal imprecisión. Cuando opongo la imaginación a la memoria, me refiero a la facultad por la que formamos nuestras ideas más débiles. Cuando la opongo a la razón, me refiero a la misma facultad, sólo que excluyendo nuestros razonamientos demostrativos y probables. Y cuando no la opongo a ninguna de estas facultades, puede tomarse indiferentemente en el sentido más amplio o en el más restringido; o, al menos, el contexto explicará suficientemente su sentido.
[1.3.14.12n]
La misma imperfección acompaña a las ideas que nos hacemos de la Divinidad; sin embargo, ello no puede tener efecto alguno ni sobre la religión ni sobre la moral. El orden del universo prueba la existencia de una mente omnipotente; esto es, una mente cuya voluntad está constantemente acompañada por la obediencia de todo ser y criatura. No es necesario nada más para fundamentar todos los artículos de la religión, ni tampoco es preciso que nos hagamos una idea precisa de la fuerza y energía del Ser supremo.
Sect. 1.3.13. Of Unphilosophical Probability.
[EN.1.3.13.01]
All these kinds of probability are receiv'd by philosophers, and allow'd to be reasonable foundations of belief and opinion. But there are others, that are deriv'd from the same principles, tho' they have not had the good fortune to obtain the same sanction. The first probability of this kind may be accounted for thus. The diminution of the union, and of the resemblance, as above explained, diminishes the facility of the transition, and by that means weakens the evidence; and we may farther observe, that the same diminution of the evidence will follow from a diminution of the impression, and from the shading of those colours, under which it appears to the memory or senses. The argument, which we found on any matter of fact we remember, is more or less convincing according as the fact is recent or remote; and tho' the difference in these degrees of evidence be not receiv'd by philosophy as solid and legitimate; because in that case an argument must have a different force to day, from what it shall have a month hence; yet notwithstanding the opposition of philosophy, 'tis certain, this circumstance has a considerable influence on the understanding, and secretly changes the authority of the same argument, according to the different times, in which it is propos'd to us. A greater force and vivacity in the impression naturally conveys a greater to the related idea; and 'tis on the degrees of force and vivacity, that the belief depends, according to the foregoing system.
[EN.1.3.13.02]
There is a second difference, which we may frequently observe in our degrees of belief and assurance, and which never fails to take place, tho' disclaimed by philosophers. An experiment, that is recent and fresh in the memory, affects us more than one that is in some measure obliterated; and has a superior influence on the judgment, as well as on the passions. A lively impression produces more assurance than a faint one; because it has more original force to communicate to the related idea, which thereby acquires a greater force and vivacity. A recent observation has a like effect; because the custom and transition is there more entire, and preserves better the original force in the communication. Thus a drunkard, who has seen his companion die of a debauch, is struck with that instance for some time, and dreads a like accident for himself: But as the memory of it decays away by degrees, his former security returns, and the danger seems less certain and real.
[EN.1.3.13.03]
I add, as a third instance of this kind, that tho' our reasonings from proofs and from probabilities be considerably different from each other, yet the former species of reasoning often degenerates insensibly into the latter, by nothing but the multitude of connected arguments. 'Tis certain, that when an inference is drawn immediately from an object, without any intermediate cause or effect, the conviction is much stronger, and the persuasion more lively, than when the imagination is carry'd thro' a long chain of connected arguments, however infallible the connexion of each link may be esteem'd. 'Tis from the original impression, that the vivacity of all the ideas is deriv'd, by means of the customary transition of the imagination; and 'tis evident this vivacity must gradually decay in proportion to the distance, and must lose somewhat in each transition. Sometimes this distance has a greater influence than even contrary experiments wou'd have; and a man may receive a more lively conviction from a probable reasoning, which is close and immediate, than from a long chain of consequences, tho' just and conclusive in each part. Nay 'tis seldom such reasonings produce any conviction; and one must have a very strong and firm imagination to preserve the evidence to the end, where it passes thro' so many, stages.
[EN.1.3.13.04]
But here it may not be amiss to remark a very curious phaenomenon, which the present subject suggests to us. 'Tis evident there is no point of ancient history, of which we can have any assurance, but by passing thro' many millions of causes and effects, and thro' a chain of arguments of almost an immeasurable length. Before the knowledge of the fact cou'd come to the first historian, it must be convey'd thro' many mouths; and after it is committed to writing, each new copy is a new object, of which the connexion with the foregoing is known only by experience and observation. Perhaps, therefore, it may be concluded from the precedent reasoning, that the evidence of all ancient history must now be lost; or at least, will be lost in time, as the chain of causes encreases, and runs on to a greater length. But as it seems contrary to common sense to think, that if the republic of letters, and the art of printing continue on the same footing as at present, our posterity, even after a thousand ages, can ever doubt if there has been such a man as JULIUS CAESAR; this may be considered as an objection to the present system. If belief consisted only in a certain vivacity, convey'd from an original impression, it wou'd decay by the length of the transition, and must at Last be utterly extinguished: And vice versa, if belief on some occasions be not capable of such an extinction; it must be something different from that vivacity.
[EN.1.3.13.05]
Before I answer this objection I shall observe, that from this topic there has been borrow'd a very celebrated argument against the Christian Religion;' but with this difference, that the connexion betwixt each link of the chain in human testimony has been there suppos'd not to go beyond probability, and to be liable to a degree of doubt and uncertainty. And indeed it must be confest, that in this manner of considering the subject, (which however is not a true one) there is no history or tradition, but what must in the end lose all its force and evidence. Every new probability diminishes the original conviction; and however great that conviction may be suppos'd, 'tis impossible it can subsist under such re-iterated diminutions. This is true in general; tho' we shall find2 afterwards, that there is one very memorable exception, which is of vast consequence in the present subject of the understanding.
[EN.1.3.13.06]
Mean while to give a solution of the preceding objection upon the supposition, that historical evidence amounts at first to an entire proof; let us consider, that tho' the links are innumerable, that connect any original fact with the present impression, which is the foundation of belief; yet they are all of the same kind, and depend on the fidelity of Printers and Copyists. One edition passes into another, and that into a third, and so on, till we come to that volume we peruse at present. There is no variation in the steps. After we know one we know all of them; and after we have made one, we can have no scruple as to the rest. This circumstance alone preserves the evidence of history, and will perpetuate the memory of the present age to the latest posterity. If all the long chain of causes and effects, which connect any past event with any volume of history, were compos'd of parts different from each other, and which 'twere necessary for the mind distinctly to conceive, 'tis impossible we shou'd preserve to the end any belief or evidence. But as most of these proofs are perfectly resembling, the mind runs easily along them, jumps from one part to another with facility, and forms but a confus'd and general notion of each link. By this means a long chain of argument, has as little effect in diminishing the original vivacity,. as a much shorter wou'd have, if compos'd of parts, which were different from each other, and of which each requir'd a distinct consideration.
[EN.1.3.13.07]
A fourth unphilosophical species of probability is that deriv'd from general rules, which we rashly form to ourselves, and which are the source of what we properly call PREJUDICE. An Irishman cannot have wit, and a Frenchman cannot have solidity; for which reason, tho' the conversation of the former in any instance be visibly very agreeable, and of the latter very judicious, we have entertained such a prejudice against them, that they must be dunces or fops in spite of sense and reason. Human nature is very subject to errors of this kind; and perhaps this nation as much as any other.
[EN.1.3.13.08]
Shou'd it be demanded why men form general rules, and allow them to influence their judgment, even contrary to present observation and experience, I shou'd reply, that in my opinion it proceeds from those very principles, on which all judgments concerning causes and effects depend. Our judgments concerning cause and effect are deriv'd from habit and experience; and when we have been accustomed to see one object united to another, our imagination passes from the first to the second, by a natural transition, which precedes reflection, and which cannot be prevented by it. Now 'tis the nature of custom not only to operate with its full force, when objects are presented, that are exactly the, same with those to which we have been accustom'd;.but also to operate in an inferior degree, when we discover such as are similar; and tho' the habit loses somewhat of its force by every difference, yet 'tis seldom entirely destroy'd, where any considerable circumstances remain the same. A man, who has contracted a custom of eating fruit by the use of pears or peaches, will satisfy himself with melons, where he cannot find his favourite fruit; as one, who has become a drunkard by the use of red wines, will be carried almost with the same violence to white, if presented to him. From this principle I have accounted for that species of probability, deriv'd from analogy, where we transfer our experience in past instances to objects which are resembling, but are not exactly the same with those concerning which we have had experience. In proportion as the resemblance decays, the probability diminishes; but still has some force as long as there remain any traces of the resemblance.
[EN.1.3.13.09]
This observation we may carry farther; and may remark, that tho' custom be the foundation of all our judgments, yet sometimes it has an effect on the imagination in opposition to the judgment, and produces a contrariety in our sentiments concerning the same object. I explain myself. In almost all kinds of causes there is a complication of circumstances, of which some are essential, and others superfluous; some are absolutely requisite to the production of the effect, and others are only conjoin'd by accident. Now we may observe, that when these superfluous circumstances are numerous, and remarkable, and frequently conjoin'd with the essential, they have such an influence on the imagination, that even in the absence of the latter they carry us on to t-he conception of the usual effect, and give to that conception a force and vivacity, which make it superior to the mere fictions of the fancy. We may correct this propensity by a reflection on the nature of those circumstances: but 'tis still certain, that custom takes the start, and gives a biass to the imagination.
[EN.1.3.13.10]
To illustrate this by a familiar instance, let us consider the case of a man, who, being hung out from a high tower in a cage of iron cannot forbear trembling, when he surveys the precipice below him, tho' he knows himself to be perfectly secure from falling, by his experience of the solidity of the iron, which supports him; and tho' the ideas of fall and descent, and harm and death, be deriv'd solely from custom and experience. The same custom goes beyond the instances, from which it is deriv'd, and to which it perfectly corresponds; and influences his ideas of such objects as are in some respect resembling, but fall not precisely under the same rule. The circumstances of depth and descent strike so strongly upon him, that their influence can-not be destroy'd by the contrary circumstances of support and solidity, which ought to give him a perfect security. His imagination runs away with its object, and excites a passion proportion'd to it. That passion returns back upon the imagination and inlivens the idea; which lively idea has a new influence on the passion, and in its turn augments its force and violence; and both his fancy and affections, thus mutually supporting each other, cause the whole to have a very great influence upon him.
[EN.1.3.13.11]
But why need we seek for other instances, while the present subject of philosophical probabilities offers us so obvious an one, in the opposition betwixt the judgment and imagination arising from these effects of custom? According to my system, all reasonings are nothing but the effects of custom; and custom has no influence, but by inlivening the imagination, and giving us a strong conception of any object. It may, therefore, be concluded, that our judgment and imagination can never be contrary, and that custom cannot operate on the latter faculty after such a manner, as to render it opposite to the former. This difficulty we can remove after no other manner, than by supposing the influence of general rules. We shall afterwards take3 notice of some general rules, by which we ought to regulate our judgment concerning causes and effects; and these rules are form'd on the nature of our understanding, and on our experience of its operations in the judgments we form concerning objects. By them we learn to distinguish the accidental circumstances from the efficacious causes; and when we find that an effect can be produc'd without the concurrence of any particular circumstance, we conclude that that circumstance makes not a part of the efficacious cause, however frequently conjoin'd with it. But as this frequent conjunction necessity makes it have some effect on the imagination, in spite of the opposite conclusion from general rules, the opposition of these two principles produces a contrariety in our thoughts, and causes us to ascribe the one inference to our judgment, and the other to our imagination. The general rule is attributed to our judgment; as being more extensive and constant. The exception to the imagination, as being more capricious and uncertain.
[EN.1.3.13.12]
Thus our general rules are in a manner set in opposition to each other. When an object appears, that resembles any cause in very considerable circumstances, the imagination naturally carries us to a lively conception of the usual effect, Tho' the object be different in the most material and most efficacious circumstances from that cause. Here is the first influence of general rules. But when we take a review of this act of the mind, and compare it with the more general and authentic operations of the understanding, we find it to be of an irregular nature, and destructive of all the most established principles of reasonings; which is the cause of our rejecting it. This is a second influence of general rules, and implies the condemnation of the former. Sometimes the one, sometimes the other prevails, according to the disposition and character of the person. The vulgar are commonly guided by the first, and wise men by the second. Mean while the sceptics may here have the pleasure of observing a new and signal contradiction in our reason, and of seeing all philosophy ready to be subverted by a principle of human nature, and again sav'd by a new direction of the very same principle. The following of general rules is a very unphilosophical species of probability; and yet 'tis only by following them that we can correct this, and all other unphilosophical probabilities.
[EN.1.3.13.13]
Since we have instances, where general rules operate on the imagination even contrary to the judgment, we need not be surpriz'd to see their effects encrease, when conjoin'd with that latter faculty, and to observe that they bestow on the ideas they present to us a force superior to what attends any other. Every one knows, there is an indirect manner of insinuating praise or blame, which is much less shocking than the open flattery or censure of any person. However be may communicate his sentiments by such secret insinuations, and make them known with equal certainty as by the open discovery of them, 'tis certain that their influence is not equally strong and powerful. One who lashes me with conceal'd strokes of satire, moves not my indignation to such a degree, as if he flatly told me I was a fool and coxcomb; tho' I equally understand his meaning, as if he did. This difference is to be attributed to the influence of general rules.
[EN.1.3.13.14]
Whether a person openly, abuses me, or slyly intimates his contempt, in neither case do I immediately perceive his sentiment or opinion; and 'tis only by signs, that is, by its effects, I become sensible of it. The only difference, then, betwixt these two cases consists in this, that in the open discovery of his sentiments he makes use of signs, which are general and universal; and in the secret intimation employs such as are more singular and uncommon. The effect of this circumstance is, that the imagination, in running from the present impression to the absent idea, makes the transition with greater facility, and consequently conceives the object with greater force, where the connexion is common and universal, than where it is more rare and particular. Accordingly we may observe, that the open declaration of our sentiments is call'd the taking off the mask, as the secret intimation of our opinions is said to be the veiling of them. The difference betwixt an idea produc'd by a general connexion, and that arising from a particular one is here compar'd to the difference betwixt an impression and an idea. This difference in the imagination has a suitable effect on the passions; and this effect is augmented by another circumstance. A secret intimation of anger or contempt shews that we still have some consideration for the person, and avoid the directly abusing him. This makes a conceal'd satire less disagreeable; but still this depends on the same principle. For if an idea were not more feeble, when only intimated, it wou'd never be esteem'd a mark of greater respect to proceed in this method than in the other.
[EN.1.3.13.15]
Sometimes scurrility is less displeasing than delicate satire, because it revenges us in a manner for the injury at the very time it is committed, by affording us a just reason to blame and contemn the person, who injures us. But this phaenomenon likewise depends upon the same principle. For why do we blame all gross and injurious language, unless it be, because we esteem it contrary to good breeding and humanity? And why is it contrary, unless it be more shocking than any delicate satire? The rules of good breeding condemn whatever is openly disobliging, and gives a sensible pain and confusion to those, with whom we converse. After this is once established, abusive language is universally blam'd, and gives less pain upon account of its coarseness and incivility, which render the person despicable, that employs it. It becomes less disagreeable, merely because originally it is more so; and 'tis more disagreeable, because it affords an inference by general and common rules, that are palpable and undeniable.
[EN.1.3.13.16]
To this explication of the different influence of open and conceal'd flattery or satire, I shall add the consideration of another phenomenon, which is analogous to it. There are many particulars in the point of honour both of men and women, whose violations, when open and avow'd, the world never excuses, but which it is more apt to overlook, when the appearances are sav'd, and the transgression is secret and conceal'd. Even those, who know with equal certainty, that the fault is committed, pardon it more easily, when the proofs seem in some measure oblique and equivocal, than when they are direct and undeniable. The same idea is presented in both cases, and, properly speaking, is equally assented to by the judgment; and yet its influence is different, because of the different manner, in which it is presented.
[EN.1.3.13.17]
Now if we compare these two cases, of the open and conceal'd violations of the laws of honour, we shall find, that the difference betwixt them consists in this, that in the first ease the sign, from which we infer the blameable action, is single, and suffices alone to be the foundation of our reasoning and judgment; whereas in the latter the signs are numerous, and decide little or nothing when alone and unaccompany'd with many minute circumstances, which are almost imperceptible. But 'tis certainly true, that any reasoning is always the more convincing, the more single and united it is to the eye, and the less exercise it gives to the imagination to collect all its parts, and run from them to the correlative idea, which forms the conclusion. The labour of the thought disturbs the regular progress of the sentiments, as we shall observe presently.4 The idea strikes not on us with ouch vivacity; and consequently has no such influence on the passion and imagination.
[EN.1.3.13.18]
From the same principles we may account for those observations of the CARDINAL DE RETZ, that there are many things, in which the world wishes to be deceiv'd; and that it more easily excuses a person in acting than in talking contrary to the decorum of his profession and character. A fault in words is commonly more open and distinct than one in actions, which admit of many palliating excuses, and decide not so clearly concerning the intention and views of the actor.
[EN.1.3.13.19]
Thus it appears upon the whole, that every kind of opinion or judgment, which amounts not to knowledge, is deriv'd entirely from the force and vivacity of the perception, and that these qualities constitute in the mind, what we call the BELIEF Of the existence of any object. This force and this vivacity are most conspicuous in the memory; and therefore our confidence in the veracity of that faculty is the greatest imaginable, and equals in many respects the assurance of a demonstration. The next degree of these qualities is that deriv'd from the relation of cause and effect; and this too is very great, especially when the conjunction is found by experience to be perfectly constant, and when the object, which is present to us, exactly resembles those, of which we have had experience. But below this degree of evidence there are many others, which have an influence on the passions and imagination, proportioned to that degree of force and vivacity, which they communicate to the ideas. 'Tis by habit we make the transition from cause to effect; and 'tis from some present impression we borrow that vivacity, which we diffuse over the correlative idea. But when we have not observ'd a sufficient number of instances, to produce a strong habit; or when these instances are contrary to each other; or when the resemblance is not exact; or the present impression is faint and obscure; or the experience in some measure obliterated from the memory; or the connexion dependent on a long chain of objects; or the inference deriv'd from general rules, and yet not conformable to them: In all these cases the evidence diminishes by the diminution of the force and intenseness of the idea. This therefore is the nature of the judgment and probability.,
[EN.1.3.13.20]
What principally gives authority to this system is, beside the undoubted arguments, upon which each part is founded, the agreement of these parts, and the necessity of one to explain another. The belief, which attends our memory, is of the same nature with that, which is deriv'd from our judgments: Nor is there any difference betwixt that judgment, which is deriv'd from a constant and uniform connexion of causes and effects, and that which depends upon an interrupted and uncertain. 'Tis indeed evident, that in all determinations, where the mind decides from contrary experiments, 'tis first divided within itself, and has an inclination to either side in proportion to the number of experiments we have seen and remember. This contest is at last determin'd to the advantage of that side, where we observe a superior number of these experiments; but still with a diminution of force in the evidence correspondent to the number of the opposite experiments. Each possibility, of which the probability is compos'd, operates separately upon the imagination; and 'tis the larger collection of possibilities, which at last prevails, and that with a force proportionable to its superiority. All these phenomena lead directly to the precedent system; nor will it ever be possible upon any other principles to give a satisfactory and consistent explication of them. Without considering these judgments as the effects of custom on the imagination, we shall lose ourselves in perpetual contradiction and absurdity.
Sect 1.3.14 Of the Idea of Necessary Connexion.
[EN.1.3.14.01]
Having thus explain'd the manner, in which we reason beyond our immediate impressions, and conclude that such particular causes must have such particular effects; we must now return upon our footsteps to examine that question, which5 first occur'd to us, and which we dropt in our way, viz. What is our idea of necessity, when we say that two objects are necessarily connected together. Upon this head I repeat what I have often had occasion to observe, that as we have no idea, that is not deriv'd from an impression, we must find some impression, that gives rise to this idea of necessity, if we assert we have really such an idea. In order to this I consider, in what objects necessity is commonly suppos'd to lie; and finding that it is always ascrib'd to causes and effects, I turn my eye to two objects suppos'd to be plac'd in that relation; and examine them in all the situations, of which they are susceptible. I immediately perceive, that they are contiguous in time and place, and that the object we -call cause precedes the other we call effect. In no one instance can I go any farther, nor is it possible for me to discover any third relation betwixt these objects. I therefore enlarge my view to comprehend several instances; where I find like objects always existing in like relations of contiguity and succession. At first sight this seems to serve but little to my purpose. The reflection on several instances only repeats the same objects; and therefore can never give rise to a new idea. But upon farther enquiry I find, that the repetition is not in every particular the same, but produces a new impression, and by that means the idea, which I at present examine. For after a frequent repetition, I find, that upon the appearance of one of the objects, the mind is determin'd by custom to consider its usual attendant, and to consider it in a stronger light upon account of its relation to the first object. 'Tis this impression, then, or determination, which affords me the idea of necessity.
[EN.1.3.14.02]
I doubt not but these consequences will at first sight be receiv'd without difficulty, as being evident deductions from principles, which we have already established, and which we have often employ'd in our reasonings. This evidence both in the first principles, and in the deductions, may seduce us unwarily into the conclusion, and make us imagine it contains nothing extraordinary, nor worthy of our curiosity. But tho' such an inadvertence may facilitate the reception of this reasoning, 'twill make it be the more easily forgot; for which reason I think it proper to give warning, that I have just now examin'd one of the most sublime questions in philosophy, viz. that concerning the power and efficacy of causes; where all the sciences seem so much interested. Such a warning will naturally rouze up the attention of the reader, and make him desire a more full account of my doctrine, as well as of the arguments, on which it is founded. This request is so reasonable, that I cannot refuse complying with it; especially as I am hopeful that these principles, the more they are examin'd, will acquire the more force and evidence.
[EN.1.3.14.03]
There is no question, which on account of its importance, as well as difficulty, has caus'd more disputes both among antient and modern philosophers, than this concerning the efficacy of causes, or that quality which makes them be follow'd by their effects. But before they enter'd upon these disputes, methinks it wou'd not have been improper to have examin'd what idea we have of that efficacy, which is the subject of the controversy. This is what I find principally wanting in their reasonings, and what I shall here endeavour to supply.
[EN.1.3.14.04]
I begin with observing that the terms of efficacy, agency, power, force, energy, necessity, connexion, and productive quality, are all nearly synonymous; and therefore 'tis an absurdity to employ any of them in defining the rest. By this observation we reject at once all the vulgar definitions, which philosophers have given of power and efficacy; and instead of searching for the idea in these definitions, must look for it in the impressions, from which it is originally deriv'd. If it be a compound idea, it must arise from compound impressions. If simple, from simple impressions.
[EN.1.3.14.05]
I believe the most general and most popular explication of this matter, is to say,6 that finding from experience, that there are several new productions in matter, such as the motions and variations of body, and concluding that there must somewhere be a power capable of producing them, we arrive at last by this reasoning at the idea of power and efficacy. But to be convinc'd that this explication is more popular than philosophical, we need but reflect on two very obvious principles. First, That reason alone can never give rise to any original idea, and secondly, that reason, as distinguish'd from experience, can never make us conclude, that a cause or productive quality is absolutely requisite to every beginning of existence. Both these considerations have been sufficiently explain'd: and therefore shall not at present be any farther insisted on.
[EN.1.3.14.06]
I shall only infer from them, that since reason can never give rise to the idea of efficacy, that idea must be deriv'd from experience, and from some particular instances of this efficacy, which make their passage into the mind by the common channels of sensation or reflection. Ideas always represent their objects or impressions; and vice versa, there are some objects necessary to give rise to every idea. If we pretend, therefore, to have any just idea of this efficacy, we must produce some instance, wherein the efficacy is plainly discoverable to the mind, and its operations obvious to our consciousness or sensation. By the refusal of this, we acknowledge, that the idea is impossible and imaginary, since the principle of innate ideas, which alone can save us from this dilemma, has been already refuted, and is now almost universally rejected in the learned world. Our present business, then, must be to find some natural production, where the operation and efficacy of a cause can be clearly conceiv'd and comprehended by the mind, without any danger of obscurity or mistake.
[EN.1.3.14.07]
In this research we meet with very little encouragement from that prodigious diversity, which is found in the opinions of those philosophers, who have pretended to explain the secret force and energy of causes.7 There are some, who maintain, that bodies operate by their substantial form; others, by their accidents or qualities; several, by their matter and form; some, by their form and accidents; others, by certain virtues and faculties distinct from all this. All these sentiments again are mix'd and vary'd in a thousand different ways; and form a strong presumption, that none of them have any solidity or evidence,, and that the supposition of an efficacy in any of the known qualities of matter is entirely without foundation. This presumption must encrease upon us, when we consider, that these principles of substantial forms, and accidents, and faculties, are not in reality any of the known properties of bodies, but are perfectly unintelligible and inexplicable. For 'tis evident philosophers wou'd never have had recourse to such obscure and uncertain principles, had they met with any satisfaction in such as are clear and intelligible; especially in such an affair as this, which must be an object of the simplest understanding, if not of the senses. Upon the whole, we may conclude, that 'tis impossible in any one instance to shew the principle, in which the force and agency of a cause is plac'd; and that the most refin'd and most vulgar understandings are equally at a loss in this particular. If any one think proper to refute this assertion, he need not put himself to the trouble of inventing any long reasonings: but may at once shew us an instance of a cause, where we discover the power or operating principle. This defiance we are oblig'd frequently to make use of, as being almost the only means of proving a negative in philosophy.
[EN.1.3.14.08]
The small success, which has been met with in all the attempts to fix this power, has at last oblig'd philosophers to conclude, that the ultimate force and efficacy of nature is perfectly unknown to us, and that 'tis in vain we search for it in all the known qualities of matter. In this opinion they are almost unanimous; and 'tis only in the inference they draw from it, that they discover any difference in their sentiments. For some of them, as the Cartesians in particular, having established it as a principle, that we are perfectly acquainted with the essence of matter, have very naturally inferr'd, that it is endow'd with no efficacy, and that 'tis impossible for it of itself to communicate motion, or produce any of those effects, which we ascribe to it. As the essence of matter consists in extension, and as extension implies not actual motion, but only mobility; they conclude, that the energy, which produces the motion, cannot lie in the extension.
[EN.1.3.14.09]
This conclusion leads them into another, which they regard as perfectly unavoidable. Matter, say they, is in itself entirely unactive, and depriv'd of any power, by which it may produce, or continue, or communicate motion: But since these effects are evident to our senses, and since the power, that produces them, must be plac'd somewhere, it must lie in the DEITY, or that divine being, who contains in his nature all excellency and perfection. 'Tis the deity, therefore, who is the prime mover of the universe, and who not only first created matter, and gave it it's original impulse, but likewise by a continu'd exertion of omnipotence, supports its existence, and successively bestows on it all those motions, and configurations, and qualities, with which it is endow'd.
[EN.1.3.14.10]
This opinion is certainly very curious, and well worth our attention; but 'twill appear superfluous to examine it in this place, if we reflect a moment on our present purpose in taking notice of it. We have established it as a principle, that as all ideas are deriv'd from impressions, or some precedent perceptions, 'tis impossible we can have any idea of power and efficacy, unless some instances can be produc'd, wherein this power is perceiv'd to exert itself. Now, as these instances can never be discovered in body, the Cartesians, proceeding upon their principle of innate ideas, have had recourse to a supreme spirit or deity, whom they consider as the only active being in the universe, and as the immediate cause of every alteration in matter. But the principle of innate ideas being allow'd to be false, it follows, that the supposition of a deity can serve us in no stead, in accounting for that idea of agency, which we search for in vain in all the objects, which are presented to our senses, or which we are internally conscious of in our own minds. For if every idea be deriv'd from an impression, the idea of a deity proceeds from the same origin; and if no impression, either of sensation or reflection, implies any force or efficacy, 'tis equally impossible to discover or even imagine any such active principle in the deity. Since these philosophers, therefore, have concluded, that matter cannot be endow'd with any efficacious principle, because 'tis impossible to discover in it such a principle; the same course of reasoning shou'd determine them to exclude it from the supreme being. Or if they esteem that opinion absurd and impious, as it really is, I shall tell them how they may avoid it; and that is, by concluding from the very first, that they have no adequate idea of power or efficacy in any object; since neither in body nor spirit, neither in superior nor inferior natures, are they able to discover one single instance of it.
[EN.1.3.14.11]
The same conclusion is unavoidable upon the hypothesis of those, who maintain the efficacy of second causes, and attribute a derivative, but a real power and energy to matter. For as they confess, that this energy lies not in any of the known qualities of matter, the difficulty still remains concerning the origin of its idea. If we have really an idea of power, we may attribute power to an unknown quality: But as 'tis impossible, that that idea can be deriv'd from such a quality, and as there is nothing in known qualities, which can produce it; it follows that we deceive ourselves, when we imagine we are possest of any idea of this kind, after the manner we commonly understand it. All ideas are deriv'd from, and represent impressions. We never have any impression, that contains any power or efficacy. We never therefore have any idea of power.
[EN.1.3.14.12]
[This paragraph is inserted from the appendix.] Some have asserted, that we feel an energy, or power, in our own mind; and that having in this manner acquir'd the idea of power, we transfer that quality to matter, where we are not able immediately to discover it. The motions of our body, and the thoughts and sentiments of our mind, (say they) obey the will; nor do we seek any farther to acquire a just notion of force or power. But to convince us how fallacious this reasoning is, we need only consider, that the will being here consider'd as a cause, has no more a discoverable connexion with its effects, than any material cause has with its proper effect. So far from perceiving the connexion betwixt an act of volition, and a motion of the body; 'tis allow'd that no effect is more inexplicable from the powers and essence of thought and matter. Nor is the empire of the will over our mind more intelligible. The effect is there distinguishable and separable from the cause, and cou'd not be foreseen without the experience of their constant conjunction. We have command over our mind to a certain degree, but beyond that, lose all empire over it: And 'tis evidently impossible to fix any precise bounds to our authority, where we consult not experience. In short, the actions of the mind are, in this respect, the same with those of matter. We perceive only their constant conjunction; nor can we ever reason beyond it. No internal impression has an apparent energy, more than external objects have. Since, therefore, matter is confess'd by philosophers to operate by an unknown force, we shou'd in vain hope to attain an idea of force by consulting our own minds.8
[EN.1.3.14.13]
It has been established as a certain principle, that general or abstract ideas are nothing but individual ones taken in a certain light, and that, in reflecting on any object, 'tis as impossible to exclude from our thought all particular degrees of quantity and quality as from the real nature of things. If we be possest, therefore, of any idea of power in general, we must also be able to conceive some particular species of it; and as power cannot subsist alone, but is always regarded as an attribute of some being or existence, we must be able. to place this power in some particular being, and conceive that being as endow'd with a real force and energy, by which such a particular effect necessarily results from its operation. We must distinctly and particularly conceive the connexion betwixt the cause and effect, and be able to pronounce, from a simple view of the one, that it must be follow'd or preceded by the other. This is the true manner of conceiving a particular power in a particular body: and a general idea being impossible without an individual; where the latter is impossible, 'tis certain the former can never exist. Now nothing is more evident, than that the human mind cannot form such an idea of two objects, as to conceive any connexion betwixt them, or comprehend distinctly that power or efficacy, by which they are united. Such a connexion wou'd amount to a demonstration, and wou'd imply the absolute impossibility for the one object not to follow, or to be conceiv'd not to follow upon the other: Which kind of connexion has already been rejected in all cases. If any one is of a contrary opinion, and thinks he has attain'd a notion of power in any particular object, I desire he may point out to me that object. But till I meet with such-a-one, which I despair of, I cannot forbear concluding, that since we can never distinctly conceive how any particular power can possibly reside in any particular object, we deceive ourselves in imagining we can form any such general idea.
[EN.1.3.14.14]
Thus upon the whole we may infer, that when we talk of any being, whether of a superior or inferior nature, as endow'd with a power or force, proportioned to any effect; when we speak of a necessary connexion betwixt objects, and suppose, that this connexion depends upon an efficacy or energy, with which any of these objects are endow'd; in all these expressions, so apply'd, we have really no distinct meaning, and make use only of common words, without any clear and determinate ideas. But as 'tis more probable, that these expressions do here lose their true meaning by being wrong apply'd, than that they never have any meaning; 'twill be proper to bestow another consideration on this subject, to see if possibly we can discover the nature and origin of those ideas, we annex to them.
[EN.1.3.14.15]
Suppose two objects to be presented to us, of which the one is the cause and the other the effect; 'tis plain, that from the simple consideration of one, or both these objects we never shall perceive the tie by which they are united, or be able certainly to pronounce, that there is a connexion betwixt them. 'Tis not, therefore, from any one instance, that we arrive at the idea of cause and effect, of a necessary connexion of power, of force, of energy, and of efficacy. Did we never see any but particular conjunctions of objects, entirely different from each other, we shou'd never be able to form any such ideas.
[EN.1.3.14.16]
But again; suppose we observe several instances, in which the same objects are always conjoin'd together, we immediately conceive a connexion betwixt them, and begin to draw an inference from one to another. This multiplicity of resembling instances, therefore, constitutes the very essence of power or connexion, and is the source from which the idea of it arises. In order, then, to understand the idea of power, we must consider that multiplicity; nor do I ask more to give a solution of that difficulty, which has so long perplex'd us. For thus I reason. The repetition of perfectly similar instances can never alone give rise to an original idea, different from what is to be found in any particular instance, as has been observ'd, and as evidently follows from our fundamental principle, that all ideas are copy'd from impressions. Since therefore the idea of power is a new original idea, not to be found in any one instance, and which yet arises from the repetition of several instances, it follows, that the repetition alone has not that effect, but must either discover or produce something new, which is the source of that idea. Did the repetition neither discover nor produce anything new, our ideas might be multiply'd by it, but wou'd not be enlarg'd above what they are upon the observation of one single instance. Every enlargement, therefore, (such as the idea of power or connexion) which arises from the multiplicity of similar instances, is copy'd from some effects of the multiplicity, and will be perfectly understood by understanding these effects. Wherever we find anything new to be discovered or produc'd by the repetition, there we must place the power, and must never look for it in any other object.
[EN.1.3.14.17]
But 'tis evident, in the first place, that the repetition of like objects in like relations of succession and contiguity discovers nothing new in any one of them: since we can draw no inference from it, nor make it a subject either of our demonstrative or probable reasonings;9 as has been already prov'd. Nay suppose we cou'd draw an inference, 'twou'd be of no consequence in the present case; since no kind of reasoning can give rise to a new idea, such as this of power is; but wherever we reason, we must antecedently be possest of clear ideas, which may be the objects of our reasoning. The conception always precedes the understanding; and where the one is obscure, the other is uncertain; where the one fails, the other must fail also.
[EN.1.3.14.18]
Secondly, 'Tis certain that this repetition of similar objects in similar situations produces nothing new either in these objects, or in any external body. For 'twill readily be allow'd, that the several instances we have of the conjunction of resembling causes and effects are in themselves entirely independent, and that the communication of motion, which I see result at present from the shock of two billiard-balls, is totally distinct from that which I saw result from such an impulse a twelve-month ago. These impulses have no influence on each other. They are entirely divided by time and place; and the one might have existed and communicated motion, tho' the other never had been in being.
[EN.1.3.14.19]
There is, then, nothing new either discovered or produc'd in any objects by their constant conjunction, and by the uninterrupted resemblance of their relations of succession and contiguity. But 'tis from this resemblance, that the ideas of necessity, of power, and of efficacy, are deriv'd. These ideas,, therefore, represent not anything, that does or can belong to the objects, which are constantly conjoined. This is an argument, which, in every view we can examine it, will be found perfectly unanswerable. Similar instances are still the first source of our idea of power or necessity; at the same time that they have no influence by their similarity either on each other, or on any external object. We must, therefore, turn ourselves to some other quarter to seek the origin of that idea.
[EN.1.3.14.20]
Tho' the several resembling instances, which give rise to the idea of power, have no influence on each other, and can never produce any new quality in the object, which can be the model of that idea, yet the observation of this resemblance produces a new impression in the mind, which is its real model. For after we have observ'd the resemblance in a sufficient number of instances, we immediately feel a determination of the mind to pass from one object to its usual attendant, and to conceive it in a stronger light upon account of that relation. This determination is the only effect of the resemblance; and therefore must be the same with power or efficacy, whose idea is deriv'd from the resemblance. The several instances of resembling conjunctions lead us into the notion of power and necessity. These instances are in themselves totally distinct from each other, and have no union but in the mind, which observes them, and collects their ideas. Necessity, then, is the effect of this observation, and is nothing but an internal impression of. the mind, or a determination to carry our thoughts from one object to another. Without considering it in this view, we can never arrive at the most distant notion of it, or be able to attribute it either to external or internal objects, to spirit or body, to causes or effects.
[EN.1.3.14.21]
The necessary connexion betwixt causes and effects is the foundation of our inference from one to the other. The foundation of our inference is the transition arising from the accustomed union. These are, therefore, the same.
[EN.1.3.14.22]
The idea of necessity arises from some impression. There is no impression convey'd by our senses, which can give rise to that idea. It must, therefore, be deriv'd from some internal impression, or impression of reflection. There is no internal impression, which has any relation to the present business, but that propensity, which custom produces, to pass from an object to the idea of its usual attendant. This therefore is the essence of necessity. Upon the whole, necessity is something, that exists in the mind, not in objects; nor -is it possible for us ever to form the most distant idea of it, considered as a quality in bodies. Either we have no idea of necessity, or necessity is nothing but that determination of the thought to pass from causes to effects, and from effects to causes, according to their experienced union.
[EN.1.3.14.23]
Thus as the necessity, which makes two times two equal to four, or three angles of a triangle equal to two right ones, lies only in the act of the understanding, by which - we consider and compare these ideas; in like manner the necessity or power, which unites causes and effects, lies in the determination of the mind to pass from the one to the other. The efficacy or 'energy of causes is neither plac'd in the causes themselves, nor in the deity, nor in the concurrence of these two principles; but belongs entirely to the soul, which considers the union of two or more objects in all past instances. 'Tis here that the real power of causes is plac'd along with their connexion and necessity.
[EN.1.3.14.24]
I am sensible, that of all the paradoxes, which I, have had, or shall hereafter have occasion to advance in the course of this treatise, the present one is the most violent, and that 'tis merely by dint of solid proof and reasoning I can ever hope it will have admission, and overcome the inveterate prejudices of mankind. Before we are reconciled to this doctrine, how often must we repeat to ourselves, that the simple view of any two objects or actions, however related, can never give us any idea, of power, or of a connexion betwixt them: that this idea arises from the repetition of their union: that the repetition neither discovers nor causes any thing in the objects, but has an influence only on the mind, by that customary transition it produces: that this customary transition is, therefore, the same with the power and necessity; which are consequently qualities of perceptions, not of objects, and are internally felt by the soul, and not perceivd externally in bodies? There is commonly an astonishment attending every thing extraordinary; and this astonishment changes immediately into the highest degree of esteem or contempt, according as we approve or disapprove of the subject. I am much afraid, that tho' the foregoing reasoning appears to me the shortest and most decisive imaginable; yet with the generality of readers the biass of the mind will prevail, and give them a prejudice against the present doctrine.
[EN.1.3.14.25]
This contrary biass is easily accounted for. 'Tis a common observation, that the mind has a great propensity to spread itself on external objects, and to conjoin with them any internal impressions, which they occasion, and which always make their appearance at the same time that these objects discover themselves to the senses. Thus as certain sounds and smells are always found to attend certain visible objects, we naturally imagine a conjunction, even in place, betwixt the objects and qualities, tho' the qualities be of such a nature as to admit of no such conjunction, and really exist no where. But of this more fully hereafter.10 Mean while 'tis sufficient to observe, that the same propensity is the reason, why we suppose necessity and power to lie in the objects we consider, not in our mind that considers them; notwithstanding it is not possible for us to form the most distant idea of that quality, when it is not taken for the determination of the mind, to pass from the idea of an object to that of its usual attendant.
[EN.1.3.14.26]
But tho' this be the only reasonable account we can give of necessity, the contrary notion if; so riveted in the mind from the principles above-mention'd, that I doubt not but my sentiments will be treated by many as extravagant and ridiculous. What! the efficacy of causes lie in the determination of the mind! As if causes did not operate entirely independent of the mind, and wou'd not continue their operation, even tho' there was no mind existent to contemplate them, or reason concerning them. Thought may well depend on causes for its operation, but not causes on thought. This is to reverse the order of nature, and make that secondary, which is really primary, To every operation there is a power proportioned; and this power must be plac'd on the body, that operates. If we remove the power from one cause, we must ascribe it to another: But to remove it from all causes, and bestow it on a being, that is no ways related to the cause or effect, but by perceiving them, is a gross absurdity, and contrary to the most certain principles of human reason.
[EN.1.3.14.27]
I can only reply to all these arguments, that the case is here much the same, as if a blind man shou'd pretend to find a great many absurdities in the supposition, that the colour of scarlet is not the same with the sound of a trumpet, nor light the same with solidity. If we have really no idea of a power or efficacy in any object, or of any real connexion betwixt causes and effects, 'twill be to little purpose to prove, that an efficacy is necessary in all operations. We do not understand our own meaning in talking so, but ignorantly confound ideas, which are entirely distinct from each other. I am, indeed, ready to allow, that there may be several qualities both in material and immaterial objects, with which we are utterly unacquainted; and if we please to call these power or efficacy, 'twill be of little consequence to the world. But when, instead of meaning these unknown qualities, we make the terms of power and efficacy signify something, of which we have a clear idea, and which is incompatible with those objects, to which we apply it, obscurity and error begin then to take place, and we are led astray by a false philosophy. This is the case, when we transfer the determination of the thought to external objects, and suppose any real intelligible connexion betwixt them; that being a quality, which can only belong to the mind that considers them.
[EN.1.3.14.28]
As to what may be said, that the operations of nature are independent of our thought and reasoning, I allow it; and accordingly have observ'd, that objects bear to each other the relations of contiguity and succession: that like objects may be observ'd in several instances to have like relations; and that all this is independent of, and antecedent to the operations of the understanding. But if we go any farther, and ascribe a power or necessary connexion to these objects; this is what we can never observe in them, but must draw the idea of it from what we feel internally in contemplating them. And this I carry so far, that I am ready to convert my present reasoning into an instance of it, by a subtility, which it will not be difficult to comprehend.
[EN.1.3.14.29]
When any object is presented to us, it immediately conveys to the mind a lively idea of that object, which is usually found to attend it; and this determination of the mind forms the necessary connexion of these objects. But when we change the point of view, from the objects to the perceptions; in that case the impression is to be considered as the cause, and the lively idea as the effect; and their necessary connexion is that new determination, which we feel to pass from the idea of the one to that of the other. The uniting principle among our internal perceptions is as unintelligible as that among external objects, and is not known to us any other way than by experience. Now the nature and effects of experience have been already sufficiently examin'd and explain'd. It never gives us any insight into the internal structure or operating principle of objects, but only accustoms the mind to pass from one to another.
[EN.1.3.14.30]
'Tis now time to collect all the different parts of this reasoning, and by joining them together form an exact definition of the relation of cause and effect, which makes the subject of the present enquiry. This order wou'd not have been excusable, of first examining our inference from the relation before we had explain'd the relation itself, had it been possible to proceed in a different method. But as the nature of the relation depends so much on that of the inference, we have been oblig'd to advance in this seemingly preposterous manner, and make -use of terms before we were able exactly to define them, or fix their meaning. We shall now correct this fault by giving a precise definition of cause and effect.
[EN.1.3.14.31]
There may two definitions be given of this relation, which are only different, by their presenting a different view of the same object, and making us consider it either as a philosophical or as a natural relation; either as a comparison of two ideas, or as an association betwixt them. We may define a CAUSE to be 'An object precedent and contiguous to another, and where all the objects resembling the former are plac'd in like relations of precedency and contiguity to those objects that resemble the latter.' I If this definition be esteem'd defective, because drawn from objects foreign to the cause, we may substitute this other definition in its place, viz. 'A CAUSE is an object precedent and contiguous to another, and so united with it, that the idea, of the one determines the mind to form the idea of the other, and the impression of the one to form a more lively idea of the other.' 2 Shou'd this definition also be rejected for the same reason, I know no other remedy, than that the persons, who express this delicacy, shou'd substitute a juster definition in its place. But for my part I must own my incapacity for such an undertaking. When I examine with the utmost accuracy those objects, which are commonly denominated causes and effects, I find, in considering a single instance, that the one object is precedent and contiguous to the other; and in inlarging my view to consider several instances, I find only, that like objects are constantly plac'd in like relations of succession and contiguity. Again, when I consider the influence of this constant conjunction, I perceive, that such a relation can never be an object of reasoning, and can never operate upon the mind, but by means of custom, which determines the imagination to make a transition from the idea of one object to that of its usual attendant, and from the impression of one to a more lively idea of the other. However extraordinary these sentiments may appear, I think it fruitless to trouble myself with any farther enquiry or reasoning upon the subject, but shall repose myself on them as on established maxims.
[EN.1.3.14.32]
'Twill only be proper, before we leave this subject, to draw some corrollaries from it, by which we may remove several prejudices and popular errors, that have very much prevail'd in philosophy. First, We may learn from the foregoing, doctrine, that all causes are of the same kind, and that in particular there is no foundation for that distinction, which we sometimes make betwixt efficient causes and causes sine qua non; or betwixt efficient causes, and formal, and material, and exemplary, and final causes. For as our idea of efficiency is deriv'd from the constant conjunction of two objects, wherever this is observ'd, the cause is efficient; and where it is not, there can never be a cause of any kind. For the same reason we must reject the distinction betwixt cause and occasion, when suppos'd to signify any thing essentially different from each other. If constant conjunction be imply'd in what we call occasion, 'tis a real cause. If not, 'tis no relation at all, and cannot give rise to any argument or reasoning.
[EN.1.3.14.33]
Secondly, The same course of reasoning will make us conclude, that there is but one kind of necessity, as there is but one kind of cause, and that the common distinction betwixt moral and physical necessity is without any foundation in nature. This clearly appears from the precedent explication of necessity. 'Tis the constant conjunction of objects, along with the determination of the mind, which constitutes a physical necessity: And the removal of these is the same thing with chance. As objects must either be conjoin'd or not, and as the mind must either be determined or not to pass from one object to another, 'tis impossible to admit of any medium betwixt chance and an absolute necessity. In weakening this conjunction and determination you do not change the nature of the necessity; since even in the operation of bodies, these have different degrees of constancy and force, without producing a different species of that relation.
[EN.1.3.14.34]
The distinction, which we often make betwixt <power> and the <exercise> of it, is equally without foundation.
[EN.1.3.14.35]
Thirdly, We may now be able fully to overcome all that repugnance, which 'tis so natural for us to entertain against the foregoing reasoning, by which we endeavour'd to prove, that the necessity of a cause to every beginning of existence is not founded on any arguments either demonstrative or intuitive. Such an opinion will not appear strange after the foregoing definitions. If we define a cause to be an object precedent and contiguous to another, and where all the objects resembling the farmer are plac'd in a like relation of .priority and contiguity to those objects, that resemble the latter; we may easily conceive, that there is no absolute nor metaphysical necessity, that every beginning of existence shou'd be attended with such an object. If we define a cause to be, An object precedent and contiguous to another, and so united with it in the imagination, that the idea of the one determines the mind to form the idea of the other, and the impression of the one to form a more lively idea of the other; we shall make still less difficulty of assenting to this opinion. Such an influence on the mind is in itself perfectly extraordinary and incomprehensible; nor can we be certain of its reality, but from experience and observation.
[EN.1.3.14.36]
I shall add as a fourth corrollary that we can never have reason to believe that any object exists, of which we cannot form an idea. For as all our reasonings concerning existence are deriv'd from causation, and as all our reasonings concerning causation are deriv'd from the experienced conjunction of objects, not from any reasoning or reflection, the same experience must give us a notion of these objects, and must remove all mystery from our conclusions. This is so evident, that 'twou'd scarce have merited our attention, were it not to obviate certain objections of this kind, which might arise against the following reasonings concerning matter and substance. I need not observe, that a full knowledge of the object is not requisite, but only of those qualities of it, which we believe to exist.
Sect. 1.3.15. Rules by which to judge of Causes and Effects.
[EN.1.3.15.01]
According to the precedent doctrine, there are no objects which by the mere survey, without consulting experience, we can determine to be the causes of any other; and no objects, which we can certainly determine in the same manner not to be the causes. Any thing may produce any thing. Creation, annihilation, motion, reason, volition; all these may arise from one another, or from any other object we can imagine. Nor will this appear strange, if we compare two principles explain'd above, that the constant conjunction of objects determines their causation, and11 that, property speaking, no objects are contrary to each other but existence and non-existence. Where objects are not contrary, nothing hinders them from having that constant conjunction, on which the relation of cause and effect totally depends.
[EN.1.3.15.02]
Since therefore 'tis possible for all objects to become causes or effects to each other, it may be proper to fix some general rules, by which we may know when they really are so.
[EN.1.3.15.03]
(1) The cause and effect must be contiguous in space and time.
[EN.1.3.15.04]
(2) The cause must be prior to the effect.
[EN.1.3.15.05]
(3) There must be a constant union betwixt the cause and effect. 'Tis chiefly this quality, that constitutes the relation.
[EN.1.3.15.06]
(4) The same cause always produces the same effect, and the same effect never arises but from the same cause. This principle we derive from experience, and is the source of most of our philosophical reasonings. For when by any clear experiment we have discovered the causes or effects of any phaenomenon, we immediately extend our observation to every phenomenon of the same kind, without waiting for that constant repetition, from which the first idea of this relation is deriv'd.
[EN.1.3.15.07]
(5) There is another principle, which hangs upon this, viz. that where several different objects produce the same effect, it must be by means of some quality, which we discover to be common amongst them. For as like effects imply like causes, we must always ascribe the causation to the circumstance, wherein we discover the resemblance.
[EN.1.3.15.08]
(6) The following principle is founded on the same reason. The difference in the effects of two resembling objects must proceed from that particular, in which they differ. For as like causes always produce like effects, when in any instance we find our expectation to be disappointed, we must conclude that this irregularity proceeds from some difference in the causes.
[EN.1.3.15.09]
(7) When any object encreases or diminishes with the encrease or diminution of its cause, 'tis to be regarded as a compounded effect, deriv'd from the union of the several different effects, which arise from the several different parts of the cause. The absence or presence of one part of the cause is here suppos'd to be always attended with the absence or presence of a proportionable part of the effect. This constant conjunction sufficiently proves, that the one part is the cause of the other. We must, however, beware not to draw such a conclusion from a few experiments. A certain degree of heat gives pleasure; if you diminish that heat, the pleasure diminishes; but it does not follow, that if you augment it beyond a certain degree, the pleasure will likewise augment; for we find that it degenerates into pain.
[EN.1.3.15.10]
(8) The eighth and last rule I shall take notice of is, that an object, which exists for any time in its full perfection without any effect, is not the sole cause of that effect, but requires to be assisted by some other principle, which may forward its influence and operation. For as like effects necessarily follow from like causes, and in a contiguous time and place, their separation for a moment shews, that these causes are not compleat ones.
[EN.1.3.15.11]
Here is all the LOGIC I think proper to employ in my reasoning; and perhaps even this was not very necessary, but might have been supplyd by the natural principles of our understanding. Our scholastic head-pieces and logicians shew no such superiority above the mere vulgar in their reason and ability, as to give us any inclination to imitate them in delivering a long system of rules and precepts to direct our judgment, in philosophy. All the rules of this nature are very easy in their invention, but extremely difficult in their application; and even experimental philosophy, which seems the most natural and simple of any, requires the utmost stretch of human judgment. There is no phaenomenon in nature, but what is compounded and modifyd by so many different circumstances, that in order to arrive at the decisive point, we must carefully separate whatever is superfluous, and enquire by new experiments, if every particular circumstance of the first experiment was essential to it. These new experiments are liable to a discussion of the same kind; so that the utmost constancy is requird to make us persevere in our enquiry, and the utmost sagacity to choose the right way among so many that present themselves. If this be the case even in natural philosophy, how much more in moral, where there is a much greater complication of circumstances, and where those views and sentiments, which are essential to any action of the mind, are so implicit and obscure, that they often escape our strictest attention, and are not only unaccountable in their causes, but even unknown in their existence? I am much afraid lest the small success I meet with in my enquiries will make this observation bear the air of an apology rather than of boasting.
[EN.1.3.15.12]
If any thing can give me security in this particular, 'twill be the enlarging of the sphere of my experiments as much as possible; for which reason it may be proper in this place to examine the reasoning faculty of brutes, as well as that of human creatures.
Sect. 1.3.16. Of the reason of animals
[EN.1.3.16.01]
Next to the ridicule of denying an evident truth, is that of taking much pains to defend it; and no truth appears to me more evident, than that beasts are endowd with thought and reason as well as men. The arguments are in this case so obvious, that they never escape the most stupid and ignorant.
[EN.1.3.16.02]
We are conscious, that we ourselves, in adapting means to ends, are guided by reason and design, and that 'tis not ignorantly nor casually we perform those actions, which tend to self-preservation, to the obtaining pleasure, and avoiding pain. When therefore we see other creatures, in millions of instances, perform like actions, and direct them to the ends, all our principles of reason and probability carry us with an invincible force to believe the existence of a like cause. 'Tis needless in my opinion to illustrate this argument by the enumeration of particulars. The smallest attention will supply us with more than are requisite. The resemblance betwixt the actions of animals and those of men is so entire in this respect, that the very first action of the first animal we shall please to pitch on, will afford us an incontestable argument for the present doctrine.
[EN.1.3.16.03]
This doctrine is as useful as it is obvious, and furnishes us with a kind of touchstone, by which we may try every system in this species of philosophy. 'Tis from the resemblance of the external actions of animals to those we ourselves perform, that we judge their internal likewise to resemble ours; and the same principle of reasoning, carryd one step farther, will make us conclude that since our internal actions resemble each other, the causes, from which they are derivd, must also be resembling. When any hypothesis, therefore, is advancd to explain a mental operation, which is common to men and beasts, we must apply the same hypothesis to both; and as every true hypothesis will abide this trial, so I may venture to affirm, that no false one will ever be able to endure it. The common defect of those systems, which philosophers have employd to account for the actions of the mind, is, that they suppose such a subtility and refinement of thought, as not only exceeds the capacity of mere animals, but even of children and the common people in our own species; who are notwithstanding susceptible of the same emotions and affections as persons of the most accomplishd genius and understanding. Such a subtility is a dear proof of the falshood, as the contrary simplicity of the truth, of any system.
[EN.1.3.16.04]
Let us therefore put our present system concerning the nature of the understanding to this decisive trial, and see whether it will equally account for the reasonings of beasts as for these of the human species.
[EN.1.3.16.05]
Here we must make a distinction betwixt those actions of animals, which are of a vulgar nature, and seem to be on a level with their common capacities, and those more extraordinary instances of sagacity, which they sometimes discover for their own preservation, and the propagation of their species. A dog, that avoids fire and precipices, that shuns strangers, and caresses his master, affords us an instance of the first kind. A bird, that chooses with such care and nicety the place and materials of her nest, and sits upon her eggs for a due time, and in suitable season, with all the precaution that a chymist is capable of in the most delicate projection, furnishes us with a lively instance of the second.
[EN.1.3.16.06]
As to the former actions, I assert they proceed from a reasoning, that is not in itself different, nor founded on different principles, from that which appears in human nature. 'Tis necessary in the first place, that there be some impression immediately present to their memory or senses, in order to be the foundation of their judgment. From the tone of voice the dog infers his masters anger, and foresees his own punishment. From a certain sensation affecting his smell, he judges his game not to be far distant from him.
[EN.1.3.16.07]
Secondly, The inference he draws from the present impression is built on experience, and on his observation of the conjunction of objects in past instances. As you vary this experience, he varies his reasoning. Make a beating follow upon one sign or motion for some time, and afterwards upon another; and he will successively draw different conclusions, according to his most recent experience.
[EN.1.3.16.08]
Now let any philosopher make a trial, and endeavour to explain that act of the mind, which we call belief, and give an account of the principles, from which it is derivd, independent of the influence of custom on the imagination. and let his hypothesis be equally applicable to beasts as to the human species; and after he has done this, I promise to embrace his opinion. But at the same time I demand as an equitable condition, that if my system be the only one, which can answer to all these terms, it may be receivd as entirely satisfactory and convincing. And that 'tis the only one, is evident almost without any reasoning. Beasts certainly never perceive any real connexion among objects. 'Tis therefore by experience they infer one from another. They can never by any arguments form a general conclusion, that those objects, of which they have had no experience, resemble those of which they have. 'Tis therefore by means of custom alone, that experience operates upon them. All this was sufficiently evident with respect to man. But with respect to beasts there cannot be the least suspicion of mistake; which must be ownd to be a strong confirmation, or rather an invincible proof of my system.
[EN.1.3.16.09]
Nothing shews more the force of habit in reconciling us to any phaenomenoun, than this, that men are not astonish'd at the operations of their own reason, at the same time, that they admire the instinct of animals, and find a difficulty in explaining it, merely because it cannot be reducd tothe very same principles. To consider the matter aright, reason is nothing but a wonderful and unintelligible instinct in our souls, which carries us along a certain train of ideas, and endows them with particular qualities, according to their particular situations and relations. This instinct, 'tis true, arises from past observation and experience; but can any one give the ultimate reason, why past experience and observation produces such an effect, any more than why nature alone shoud produce it? Nature may certainly produce whatever can arise from habit: Nay, habit is nothing but one of the principles of nature, and derives all its force from that origin.