Sec. 1.3.09 De los efectos de otras relaciones y otros hábitos
[1.3.09.01]
Tan convincentes como puedan parecer los precedentes argumentos, no debemos, sin embargo, contentarnos con ellos, sino que debemos considerar el asunto en todos sus aspectos para hallar algunos nuevos puntos de vista desde los cuales podamos ilustrar y confirmar principios tan fundamentales y extraordinarios. Una vacilación cuidadosa, antes de admitir una nueva hipótesis, es una disposición tan digna de alabanza en los filósofos y tan necesaria para el examen de la verdad, que merece se la tenga en cuenta y requiere que se presente todo argumento que pueda tender a su satisfacción y se refute toda objeción que pueda ser un obstáculo para su razonamiento.
[1.3.09.02]
He observado frecuentemente que, además de la causa y el efecto, las dos relaciones de semejanza y contigüidad deben ser consideradas como principios asociadores del pensamiento y como capaces de llevar la imaginación de una idea a otra. He hecho observar también que, cuando dos objetos están enlazados entre sí por alguna de estas relaciones, si uno de ellos se halla inmediatamente presente a la memoria o los sentidos, no solamente el espíritu es llevado a su correlativo por medio del principio de asociación, sino también que lo concibe con una fuerza y vigor adicional por la actuación de este principio y de la impresión presente. Todo esto lo he hecho observar para confirmar, por analogía, mi explicación de nuestros juicios referentes a la causa y el efecto. Sin embargo, este mismo argumento puede quizá volverse contra mí y, en lugar de ser una confirmación de mi hipótesis, convertirse en una objeción a ella; pues puede decirse que, si todas las partes de la hipótesis fueran ciertas, a saber: que estas tres especies de relación se derivasen del mismo principio; que sus efectos, consistentes en reforzar y vivificar nuestras ideas, fuesen los mismos, y que la creencia fuese más que una concepción intensa y vivida de una idea, se seguiría que la acción del espíritu no sólo puede derivarse de la relación de causa y efecto, sino también de la de contigüidad y semejanza. Pero como hallamos por experiencia que la creencia surge solamente de la causa y que no podemos hacer una inferencia de un objeto a otro, excepto cuando se hallan enlazados por esta relación, podemos concluir que existe algún error en el razonamiento que nos lleva a tales dificultades.
[1.3.09.03]
Esta es la objeción; consideremos ahora su solución. Es evidente que todo lo que se halla presente a la memoria e impresiona el espíritu con una vivacidad que se asemeja a la de una impresión inmediata debe ser un factor considerable en todas las actividades del espíritu y debe distinguirse con facilidad de las meras ficciones de la imaginación. De estas impresiones o ideas de la memoria formamos una especie de sistema que comprende todo lo que recordamos haber estado presente, ya sea la percepción interna o a los sentidos, y cada término de este sistema unido a la impresión presente es lo que llamamos realidad. Sin embargo, el espíritu no se detiene aquí, pues hallando que, además de este sistema de percepciones, existe otro enlazado por el hábito, o, si se quiere, por la relación de causa y efecto, procede a la consideración de sus ideas, y como experimenta que en cierto modo es determinado a considerar estas ideas particulares y que la costumbre o relación por la cual está determinado no admite el cambio más mínimo, las construye en un nuevo sistema que igualmente designa con el título de realidad. El primero de estos sistemas es objeto de la memoria y los sentidos; el segundo, del juicio.
[1.3.09.04]
Es el último principio el que puebla el mundo y nos permite conocer existencias que por su distancia en tiempo y lugar se hallan más allá del alcance de los sentidos y la memoria. Mediante él finjo el universo en mi imaginación y fijo mi atención en la parte que me agrada. Me formo una idea de Roma, a la que jamás vi ni recuerdo, pero que se halla enlazada con impresiones que yo recuerdo haber recibido en la conversación y en los libros de los viajeros e historiadores. Esta idea de Roma la coloco en una cierta situación en la idea de un objeto que llamo la tierra. Uno a ella la concepción de un gobierno particular, religión y vida. Considero el tiempo pasado e imagino su fundación, sus varias revoluciones, triunfos y desgracias. Todo esto, y lo demás que yo creo, no son más que ideas, aunque por su fuerza y orden fijo que surge del hábito y la relación de causa y efecto se distinguen de las otras ideas que son tan sólo producto de la imaginación.
[1.3.09.05]
En cuanto a la influencia de la contigüidad y semejanza, podemos observar que, si el objeto contiguo o semejante es comprendido en este sistema de realidades, no hay duda alguna de que estas dos relaciones ayudarán a la de causa y efecto y fijarán la idea relacionada con más fuerza en la imaginación. Debo ampliar esto ahora. Mientras tanto, llevo mi observación un poco más lejos y afirmo que, aun cuando el objeto relacionado no sea más que fingido, la relación servirá para vivificar la idea y aumentar su influencia. Sin duda alguna, un poeta será el más capaz de hacer la descripción más intensa de los Campos Elíseos al ser impulsada su imaginación por la vista de una bella pradera o jardín, del mismo modo que puede por su fantasía colocarse en medio de estas regiones fabulosas y, por la contigüidad fingida, vivificar su imaginación.
[1.3.09.06]
Sin embargo, aunque no puedo excluir totalmente las relaciones de semejanza y contigüidad de la actividad de la fantasía, se puede observar que cuando se presentan solas su influencia es muy débil o incierta. Del mismo modo que la relación de causa y efecto se requiere para persuadirnos de alguna existencia real, se requiere esta persuasión para dar fuerza a estas otras relaciones, pues cuando ante la apariencia de una impresión no sólo fingimos otro objeto, sino que igualmente, de un modo arbitrario y por nuestro mero capricho y placer, concedemos una relación particular a la impresión, puede esto tener tan sólo una pequeña influencia sobre el espíritu y no existe razón alguna para que al volver sobre la misma impresión nos hallemos determinados a colocar el mismo objeto en la misma relación con ella. No existe ninguna necesidad para que el espíritu finja algún objeto semejante y contiguo, y si lo finge, existe una necesidad muy pequeña para que se limite al mismo sin una diferencia o variación; y de hecho, una ficción tal se funda tan poco en la razón, que nada más que el puro capricho puede determinar el espíritu a formársela, y siendo este principio fluctuante e incierto, es imposible que pueda jamás actuar con un grado considerable de fuerza y constancia. El espíritu prevé y anticipa el cambio, y aun desde el primer momento experimenta lo inconexo de sus actividades y el débil dominio que tiene de sus objetos. Y como esta imperfección es muy sensible en cada caso particular, aumenta por la experiencia y la observación cuando comparamos los varios casos que recordamos y forma una regla general contraria a que repose alguna seguridad en estos momentáneos chispazos de luz que surgen en la imaginación partiendo de una fingida semejanza o contigüidad.
[1.3.09.07]
La relación de causa y efecto tiene todas las ventajas opuestas. Los objetos que presenta son fijos e inalterables. Las impresiones de la memoria jamás cambian en un grado considerable y cada impresión surge acompañada de una idea precisa que ocupa su lugar en la imaginación como algo sólido, real, cierto e invariable. El pensamiento se halla siempre determinado a pasar de la impresión a la idea y de la impresión particular a la idea particular sin ninguna elección o vacilación.
[1.3.09.08]
No contento con refutar esta objeción, debo tratar de sacar de ella una prueba de la doctrina presente. La contigüidad y la semejanza tienen un efecto muy inferior al de la causalidad, pero tienen algún efecto y aumentan la convicción de una opinión y la vivacidad de una concepción. Si esto puede probarse en varios casos nuevos, además de los que ya hemos observado, será un argumento de no poca consideración en favor de que la creencia no es más que una idea vivaz relacionada con una impresión presente.
[1.3.09.09]
Para comenzar con la contigüidad ha sido notado, tanto entre los mahometanos como entre los cristianos, que los peregrinos que han visto La Meca o Tierra Santa son creyentes mucho más fieles y celosos que los que no han tenido esta ventaja. Un hombre cuya memoria le presenta una imagen vivaz del Mar Rojo, del Desierto, Jerusalén y Galilea no puede dudar jamás de los hechos milagrosos que son narrados por Moisés o los evangelistas. La idea vivaz de los lugares pasa por una fácil transición a los hechos que se supone están relacionados con ellos por contigüidad y aumentan la creencia por el aumento de la vivacidad de la concepción. El recuerdo de estos campos y ríos tiene la misma influencia sobre el vulgo que un nuevo argumento y la tiene por las mismas causas.
[1.3.09.10]
Podemos hacer una observación igual relativa a la semejanza. Hemos notado que la conclusión que hacemos partiendo de un objeto presente, para llegar a su causa o efecto ausente, no se funda jamás en las cualidades que observamos en este objeto considerado en sí mismo o, en otras palabras, que es imposible determinar de otro modo más que por experiencia lo que resultará de un fenómeno o lo que le ha precedido. Pero aunque esto sea tan evidente en sí mismo que no parece necesitar de prueba, sin embargo, los filósofos han imaginado que existe una causa aparente por la comunicación del movimiento y que un hombre razonable puede inmediatamente inferir el movimiento de un cuerpo partiendo del impulso que otro imprime sin recurrir a ninguna observación pasada. Que es falsa esta opinión lo mostrará una prueba fácil, pues si una inferencia tal puede ser hecha meramente partiendo de las ideas de cuerpo, movimiento e impulso, debe remontar a una demostración y debe implicar la absoluta imposibilidad de un supuesto contrario. Todo efecto, pues, además de la comunicación del movimiento, implica una contradicción formal, y no sólo es imposible que pueda existir, sino también que pueda concebirse. Sin embargo, pronto podemos convencernos de lo contrario formándonos una idea clara y consistente de un cuerpo moviendo a otro, de su reposo inmediatamente después del contacto o de su regreso en la misma línea en que vino, o de su destrucción o de su movimiento circular o elíptico y en breve de un número infinito de otros cambios a los que puede suponerse se halla sometido. Estos supuestos son todos consistentes y naturales, y la razón de por qué imaginamos que la comunicación del movimiento es más consistente y natural, no sólo que estos supuestos, sino también que algún otro efecto natural, se funda en la relación de semejanza entre la causa y el efecto, que va unida aquí a la experiencia y enlaza los objetos entre sí de la manera más estrecha e íntima, de modo que nos hace imaginarlos como absolutamente inseparables. La semejanza, pues, tiene la misma influencia que la experiencia o una influencia paralela a ésta, y como el único efecto inmediato de la experiencia es asociar nuestras ideas entre sí, se sigue que toda creencia surge de la asociación de ideas, según mi hipótesis.
[1.3.09.11]
Se concede universalmente por los escritores de óptica que el ojo ve siempre el mismo número de puntos físicos, y que un hombre en la cumbre de una montaña no tiene presente a sus sentidos una imagen más grande que la que posee cuando está encerrado en el más estrecho recinto o habitación. Tan sólo por experiencia inferimos el tamaño del objeto partiendo de algunas cualidades peculiares de la imagen, y esta inferencia del juicio se confunde con la sensación, como es común en otras ocasiones. Ahora bien; es evidente que la inferencia del juicio es aquí mucho más vivaz que lo que acostumbra a ser en nuestros razonamientos corrientes y que un hombre tiene una concepción más vivaz de la vasta extensión del Océano mediante la imagen que percibe por su vista cuando se halla en la cumbre de un alto promontorio que cuando oye solamente el rugir de las aguas. Experimenta un placer más sensible ante su magnificencia, lo que es una prueba de su idea más vivaz, y confunde su juicio con la sensación, lo que es otra prueba de ello. Como la inferencia es igual en los dos casos, la vivacidad superior de la concepción, en un caso, no puede proceder más que de que, al hacer la inferencia partiendo de la vista, además del enlace por el hábito, existe también una semejanza entre la imagen y el objeto, acerca del cual inferimos que fortalece la relación y hace pasar la vivacidad de la impresión a la idea relacionada con un movimiento más fácil y más natural.
[1.3.09.12]
Ninguna debilidad de la naturaleza humana es más universal y notable que lo que llamamos comúnmente credulidad, o sea el prestar fácilmente fe al testimonio de los otros, y esta debilidad se explica también, naturalmente, partiendo de la influencia de la semejanza. Cuando admitimos un hecho basándonos en el testimonio humano, nuestra fe surge del mismo origen que nuestras inferencias de causas a efectos y de efectos a causas, y no existe nada más que nuestra experiencia de los principios que rigen la naturaleza humana para darnos alguna seguridad de la veracidad de los hombres. Sin embargo, aunque la experiencia sea el verdadero criterio de este lo mismo que de los otros juicios, rara vez nos guiamos enteramente por ella, sino que experimentamos una inclinación notable a creer todo lo que nos es dicho, aun lo relativo a las apariciones, encantos y prodigios tan contrarios como sean éstos a la experiencia y observación cotidianas. Las palabras o discursos de los otros hombres tienen una íntima conexión con ciertas ideas en su espíritu, y estas ideas tienen también una conexión con los hechos u objetos que representan. Esta última conexión se exagera mucho y se atrae nuestro asentimiento más allá de lo que la experiencia puede justificarla, lo que no puede proceder más que de la semejanza entre las ideas y los hechos. Otros efectos solamente ponen de relieve sus causas de una manera indirecta; pero el testimonio de los hombres lo hace directamente y debe ser considerado tanto una imagen como un efecto. No debemos maravillarnos, por consiguiente, de que seamos tan precipitados en nuestras inferencias que parten de él y seamos guiados menos por nuestra experiencia en nuestros juicios relativos a él que en los que hacemos sobre otros asuntos.
[1.3.09.13]
Del mismo modo que cuando la semejanza va unida con la causalidad fortifica nuestros razonamientos, la falta de ella en un grado elevado es capaz de destruirlos casi por entero. De esto existe un notable caso en la despreocupación y estupidez universal de los hombres con respecto a su estado futuro, por el que muestran una incredulidad obstinada, mientras que prestan una ciega credulidad en otras ocasiones. De hecho no existe un asunto más amplio para el asombro del estudioso y de tristeza para el hombre piadoso que el observar la negligencia de la totalidad del género humano en lo que respecta a su condición futura, y con razón muchos teólogos eminentes no experimentan escrúpulo alguno en afirmar que, aunque el vulgo no posee los principios formales de la infidelidad, sin embargo es en su corazón realmente infiel y no posee nada análogo a lo que podemos llamar una creencia en la duración eterna de las almas; pues consideremos, por una parte, que los teólogos han hablado con tanta elocuencia con respecto a la importancia de la inmortalidad, y al mismo tiempo reflexionemos que, aunque en los asuntos de la retórica podemos presentar nuestra explicación con alguna exageración, debemos conceder en este caso que las figuras más poderosas son infinitamente inferiores al asunto; después de esto, dirijamos nuestra vista a la prodigiosa seguridad de los hombres en este particular. Me pregunto si las gentes creen realmente lo que les ha sido inculcado y lo que pretenden afirmar; la respuesta es manifiestamente negativa. Como la creencia es un acto del espíritu y que surge de la costumbre, no es extraño que la falta de semejanza pueda deshacer lo que el hábito ha establecido y disminuir la fuerza de la idea del mismo modo que el último principio la aumenta. Un estado futuro se halla tan alejado de nuestra comprensión y tenemos una idea tan obscura del modo como existiremos después de la disolución del cuerpo, que todas las razones que podamos aducir, por muy poderosas que sean en sí mismas y por muy reforzadas que se hallen por la educación, no son capaces, con imágenes tan torpes, de dominar esta dificultad o conceder una autoridad suficiente o fuerza a la idea. Prefiero más bien atribuir esta incredulidad a la idea débil que nos formamos de nuestra condición futura derivada de la falta de semejanza con nuestra vida presente que derivarla de su lejanía, pues observo que los hombres se preocupan siempre de lo que pueden esperar después de su muerte, con tal de que tenga que ver con este mundo, y pocos son indiferentes a su nombre, su familia, amigos y patria en un cierto período de tiempo.
[1.3.09.14]
De hecho, la falta de semejanza en este caso destruye tan enteramente la creencia, que excepto aquellos pocos que por la fría reflexión sobre la importancia del asunto han cuidado, por meditación repetida, de fijar en sus espíritus los argumentos en favor de una vida futura, hay muy pocos que crean en la inmortalidad del alma, según un juicio fiel y firme análogo al que se deriva del testimonio de los viajeros e historiadores. Esto se ve muy notablemente siempre que los hombres tienen ocasión de comparar los placeres y dolores, las recompensas y castigos de esta vida con los de la futura, aun cuando el caso no sea el suyo mismo y no exista pasión violenta que perturbe su juicio. Los católicos romanos son ciertamente la más celosa de las sectas del mundo cristiano, y, sin embargo, pocos se encontrarán entre los miembros más refinados de esta confesión que no censuren la traición de las pólvoras y la matanza de San Bartolomé como crueles y bárbaras, aunque proyectadas y ejecutadas contra el mismo pueblo, al que, sin escrúpulo ninguno, condenan a los castigos eternos e infinitos. Todo lo que podemos decir para excusar su contradicción es que no creen realmente lo que afirman concerniente a la vida futura, y no existe una prueba mejor de ello que su misma contradicción.
[1.3.09.15]
Podemos añadir a esta indicación que en asuntos de religión los hombres encuentran placer en ser aterrorizados y que no hay predicadores más populares que los que excitan la mayor tristeza y las pasiones más tétricas. En los asuntos corrientes de la vida, en los que sentimos y nos hallamos penetrados de la solidez del asunto, nada puede ser más desagradable que el miedo y el terror, y sólo en las representaciones dramáticas y en los sermones religiosos nos producen siempre placer. En el último caso, la imaginación reposa indolente sobre una idea, y habiendo sido suavizada la pasión por la falta de la creencia en el asunto, no posee más que el efecto agradable de vivificar el espíritu y fijar la atención.
[1.3.09.16]
La hipótesis presente obtendrá una confirmación adicional si examinamos los efectos de otros géneros de hábito, así como de otras relaciones. Para entender esto debemos considerar que el hábito, al cual atribuyo toda creencia y razonamiento, puede actuar sobre el espíritu vigorizando una idea de dos modos distintos, pues suponiendo que en toda la existencia pasada hemos hallado que dos objetos han aparecido unidos siempre entre sí, es evidente que, en cuanto aparezca uno de estos objetos en una impresión debemos, por la costumbre, realizar una fácil transición a la idea del objeto que le acompaña usualmente, y por medio de la impresión presente y de la fácil transición debemos concebir esta idea de una manera más fuerte y más vivaz que lo hacemos con una imagen más inconexa y fluctuante de la fantasía. Pero supongamos ahora que una idea por sí sola, sin alguna de esta preparación curiosa y casi artificial, haga frecuentemente su aparición en el espíritu; esta idea debe por grados adquirir facilidad y fuerza y se debe distinguir por su firme dominio y fácil introducción de toda idea nueva y no usual. Esta es la única característica en que coinciden los dos géneros antedichos de hábito, y si resulta que sus efectos sobre el juicio son similares y proporcionados, podemos concluir ciertamente que la explicación precedente de esta facultad es satisfactoria. Pero ¿podemos dudar de esta concordancia y de su influencia sobre el juicio cuando consideramos la naturaleza y los efectos de la educación?
[1.3.09.17]
Todas las opiniones y nociones de las cosas a las que hemos sido habituados desde nuestra infancia arraigan tan profundamente que es imposible para nosotros, mediante todo el poder de la razón y experiencia, desarraigarlas, y este hábito no sólo se acerca en su influencia, sino que a veces supera al que surge de la constante unión inseparable de las causas y efectos. No nos debemos contentar aquí con decir que la vivacidad de la idea produce la creencia: debemos mantener que es individualmente la misma: la repetición frecuente de una idea fija a ésta en la imaginación; pero no puede jamás por sí misma producir la creencia si el acto del espíritu, por la constitución original de nuestra naturaleza, estaba tan sólo unido al razonamiento y comparación de ideas. El hábito nos lleva a una falsa comparación de ideas; este es el efecto más grande que podemos concebir con respecto de él; pero es cierto que jamás puede substituir a la comparación ni producir un acto del espíritu que corresponda naturalmente a este principio.
[1.3.09.18]
Una persona que ha perdido una pierna o un brazo por amputación trata durante largo tiempo de servirse de él. Después de la muerte de una persona se observa corrientemente por toda su familia, especialmente por los criados, que apenas pueden creer que ha muerto, sino que se imaginan que se halla en su cuarto o en algún otro lugar donde acostumbraban a encontrarle. Yo he oído frecuentemente en conversación, después de hablar de una persona a quien se pondera por algo, decir a alguien que no lo conocía: «No le he visto, pero casi me imagino haberlo visto cuando oigo hablar de él.» Todos estos son casos paralelos.
[1.3.09.19]
Si consideramos como es debido este argumento de la educación, resultará muy convincente, y tanto más cuanto que se halla fundado en uno de los fenómenos más comunes que podemos encontrar en todas partes. Estoy persuadido de que después del examen hallaremos que una mitad de las opiniones reinantes entre el género humano se debe a la educación, y que los principios que se admiten así implícitamente contrarrestan a los que se deben al razonamiento abstracto o la experiencia. Del mismo modo que los mentirosos, por la repetición frecuente de sus mentiras, llegan a recordarlas, el juicio, o más bien la imaginación, por medios análogos pueden poseer ideas tan fuertemente impresas en ellos y concebirlas tan claramente, que pueden operar sobre el espíritu de la misma manera que los sentidos, la memoria o la razón presente a nosotros. Sin embargo, como la educación es una causa artificial y no natural y como sus máximas son frecuentemente contrarias a la razón y aun entre sí mismas, en los diferentes tiempos y lugares, no es jamás, por este motivo, admitida por los filósofos, aunque en realidad se basa casi sobre el mismo fundamento de la costumbre y la repetición que nuestro razonamiento relativo a las causas y efectos.1
Sec. 1.3.10 De la influencia de la creencia
[1.3.10.01]
Aunque la educación sea rechazada por la filosofía como un fundamento falaz de asentimiento a cualquier opinión, prevalece, sin embargo, en el mundo y es el motivo de por qué todos los sistemas están dispuestos a ser repudiados en un principio como nuevos y no usuales. Esto quizá será el destino de lo que ya he expuesto referente a la creencia, pues aunque las pruebas que he presentado me parecen perfectamente decisivas, no espero hacer muchos prosélitos para mi opinión. Los hombres se persuadirán difícilmente de que efectos de tanta importancia puedan nacer de principios que parecen tan insignificantes y de que la mayor parte de nuestros razonamientos, con todas nuestras acciones y pasiones, pueda derivarse tan sólo de la costumbre y el hábito. Para evitar esta objeción debo anticipar algo aquí que será considerado más apropiadamente después, cuando hablemos de las pasiones y del sentido de la belleza.
[1.3.10.02]
En el espíritu humano se halla establecida una percepción del dolor y el placer como resorte capital y principio motor de todas sus acciones; pero el dolor y el placer tienen dos modos de hacer su aparición en el espíritu, y uno de ellos tiene efectos muy diferentes de los del otro. Pueden aparecer como una impresión para el sentimiento actual o solamente como una idea, como sucede ahora cuando los menciono. Es evidente que la influencia de éstos sobre nuestras acciones está muy lejos de ser igual. Las impresiones actúan sobre el alma siempre y en el grado más alto, pero no toda idea tiene el mismo efecto. La naturaleza ha procedido con precaución en este caso y parece haber evitado cuidadosamente los inconvenientes de los dos extremos. Si sólo las impresiones influyeran en la voluntad deberíamos en cada momento de nuestra vida hallarnos sometidos a las más grandes calamidades, porque aunque prevemos su aproximación no nos hallaríamos dotados por la naturaleza de un principio de acción que pudiese impedirnos a evitarlas. Por otra parte, si toda idea influyese en nuestras acciones, nuestra condición no se hallaría muy mejorada, pues es tal la instabilidad y actividad del pensamiento, que las imágenes de todas las cosas, especialmente de los bienes y males, se hallan siempre cruzando el espíritu, y si se hallasen guiadas por cualquier concepción de este género de los males no gozaríamos ni un momento de paz y tranquilidad.
[1.3.10.03]
La naturaleza ha elegido, por consiguiente, un término medio, y ni ha concedido a toda idea de un bien o un mal el poder de actuar sobre la voluntad, ni la ha privado enteramente de su influencia. Aunque una ficción de un mal no tiene eficacia, hallamos por experiencia que las ideas de los objetos que creemos que son o serán existentes producen en menor grado el mismo efecto que las impresiones que se hallan inmediatamente presentes a los sentidos y la percepción. El efecto, pues, de la creencia consiste en conceder a una simple idea la igualdad con las impresiones y concederle una análoga influencia sobre las pasiones. Este efecto sólo puede tenerlo haciendo que una idea se aproxime a una impresión en fuerza y vivacidad, pues como los diferentes grados de fuerza constituyen la diferencia original entre una impresión y una idea, deben ser, por consecuencia, la fuente de todas las diferencias en los efectos de estas percepciones, y su supresión total o parcial, la causa de toda nueva semejanza que adquieran. Dondequiera que podamos hacer que una idea se aproxime a las impresiones en fuerza y vivacidad se asemejará a ella igualmente en su influencia sobre el espíritu, y, por el contrario, cuando se asemeja a la impresión en esta influencia, como sucede en el caso presente, debe proceder esto de su aproximación en fuerza y vivacidad. La creencia, pues, ya que hace que una idea tenga los mismos efectos que las impresiones, debe hacer que se les asemeje en estas cualidades y no es más que una concepción más vivaz e intensa de una idea. Esto puede servir como un argumento adicional para el presente sistema y puede darnos una noción de la manera como nuestros razonamientos partiendo de la causalidad son capaces de actuar sobre la voluntad y las pasiones.
[1.3.10.04]
Del mismo modo que la creencia es casi absolutamente necesaria para excitar nuestras pasiones, las pasiones, a su vez, son muy favorables a la creencia, y no sólo los hechos que producen emociones agradables, sino también y muy frecuentemente los que nos causan dolor, llegan a ser por esta razón más prestamente objetos de opinión y fe. Un cobarde, cuyo miedo se despierta fácilmente, asiente con facilidad a toda noticia del peligro que le den, lo mismo que una persona de disposición triste y melancólica es muy crédula para todo lo que alimenta su pasión dominante. Cuando un objeto capaz de afectarnos se presenta da la alarma y excita inmediatamente un grado de su pasión correspondiente, especialmente en las personas que son naturalmente propensas a esta pasión. Esta emoción pasa por una fácil transición a la imaginación, y difundiéndose sobre la idea del objeto que afecta, nos hace formarnos su idea con mayor fuerza y vivacidad y nos hace asentir a ella según el sistema que precede. La admiración y la sorpresa tienen el mismo efecto que las otras pasiones, y de acuerdo con esto podemos observar que entre el vulgo los curanderos y proyectistas encuentran una fe más fácil por la razón de sus pretensiones magníficas que si se mantuviesen dentro de los límites de la moderación. El primer asombro que naturalmente acompaña a sus relaciones maravillosas se extiende sobre toda el alma, y de este modo vivifica y fortalece la idea, de manera que se asemeja a las inferencias que sacamos de la experiencia. Esto es un misterio que ya conocemos un poco y que tendremos ocasión de conocer mejor en el curso de este tratado.
[1.3.10.05]
Después de esta explicación de la influencia de la creencia sobre las pasiones hallaremos menos dificultad en explicar sus efectos sobre la imaginación tan extraordinarios como puedan parecer. Es cierto que no obtenemos placer de un discurso cuando nuestro juicio no asiente a las imágenes que son presentadas a nuestra fantasía. La conversación de los que han adquirido el hábito de mentir, aunque no sea en asuntos de importancia, jamás nos produce satisfacción, y esto porque las ideas que nos presentan no yendo acompañadas de la creencia no impresionan el espíritu. Los poetas mismos, aunque mentirosos por profesión, tratan siempre de dar un aire de verdad a sus ficciones, y cuando olvidan esto totalmente, sus obras, aunque ingeniosas, no serán capaces de producir mucho placer. En resumen, podemos observar que, aunque las ideas no tengan influencia ninguna sobre la voluntad y las pasiones, la verdad y la realidad son necesarias aún para hacerlas gratas a la imaginación.
[1.3.10.06]
Si comparamos entre sí todos los fenómenos que se presentan con relación a este asunto hallaremos que la verdad, tan necesaria como pueda parecer en todas las obras del genio, no tiene más efecto que procurar una fácil aceptación de las ideas y hacer que el espíritu se repose en ellas con satisfacción o al menos sin repugnancia. Pero como esto es un efecto que puede suponerse fácilmente que nace de la solidez y fuerza que, según mi sistema, acompaña a las ideas que son establecidas por el razonamiento de causalidad, se sigue que toda la influencia de la creencia sobre la fantasía puede explicarse partiendo de este sistema. De acuerdo con ello podemos observar que siempre que la influencia surge de otro principio que no sea la verdad o realidad, éste la suple y proporciona un agrado igual a la imaginación. Los poetas han creado lo que ellos llaman un sistema poético de las cosas que, aunque no es creído ni por ellos ni por los lectores, se estima como un fundamento suficiente para cualquier ficción. Hemos sido tan habituados a los nombres de Marte, Júpiter, Venus, que, de la misma manera que la educación fija una opinión, la constante repetición de estas ideas las hace entrar en el espíritu con facilidad y las mantiene en la fantasía sin influir el juicio. Del mismo modo los trágicos toman siempre su argumento, o por lo menos los nombres de sus personajes principales, de algún hecho conocido de la historia, y esto no para engañar a los espectadores, pues confiesan francamente que la verdad no se observa rigurosamente en todas las circunstancias, sino para procurar una aceptación más fácil, por parte de la imaginación, de los sucesos extraordinarios que representan. Es ésta una precaución que no se requiere de los poetas cómicos, cuyos personajes e incidentes, siendo de un género más familiar, son más accesibles a la concepción y son admitidos sin una formalidad tal aun cuando a primera vista pueda conocerse que son ficticios y mero producto de la fantasía.
[1.3.10.07]
La mezcla de verdad y falsedad de los argumentos de los poetas trágicos no sólo sirve para nuestro propósito presente, mostrando que la imaginación puede satisfacerse sin una creencia o seguridad absoluta, sino que puede en otro respecto ser considerada como una poderosa confirmación de este sistema. Es evidente que los poetas hacen uso de su artificio, consistente en tomar los nombres de sus personajes y los sucesos capitales de la historia, para procurar una más fácil aceptación del conjunto y producir una impresión más profunda sobre la fantasía y las afecciones. Los varios incidentes de la obra adquieren una especie de relación por hallarse unidos en un poema o representación, y si uno de estos incidentes puede ser un objeto de creencia, concede fuerza y vivacidad a los que se hallan relacionados con él. La viveza de la primera concepción se difunde a través de las relaciones y pasa como por muchos tubos o canales a toda idea que esté en comunicación con la primaria. Esto de hecho no puede llegar jamás a una seguridad perfecta, porque la unión entre las ideas es, en cierto modo, accidental; pero se aproxima tanto a su influencia, que puede convencernos de que se derivan del misino origen. La creencia debe agradar a la imaginación por medio de la fuerza y vivacidad que la acompaña, ya que toda idea que posee fuerza y vivacidad encontramos que es agradable a esta facultad.
[1.3.10.08]
Para confirmar esto podemos observar que existe una ayuda recíproca entre el juicio y la fantasía, lo mismo que entre el juicio y la pasión, y que la creencia no sólo concede vigor a la imaginación, sino que una imaginación vigorosa y fuerte es de todos los talentos el más apropiado para proporcionar la creencia y autoridad. Es difícil para nosotros negar nuestro sentimiento a lo que nos es descrito con los vivos colores de la elocuencia, y la vivacidad producida por la fantasía es, en muchos casos, más grande que la que surge de la costumbre y la experiencia. Somos arrastrados por la viva imaginación de un autor o un amigo y hasta él mismo frecuentemente es víctima de su propia fogosidad y genio.
[1.3.10.09]
No estará fuera de lugar notar aquí que, del mismo modo que una imaginación viva degenera muchas veces en locura o demencia y tiene con ellas una gran semejanza en su actividad, influyen éstas a su vez en el juicio del mismo modo y producen la creencia por los mismos principios. Cuando la imaginación adquiere, por un fermento extraordinario de la sangre y los espíritus, una vivacidad tal que desordena todas sus fuerzas y facultades, no hay posibilidad de distinguir entre verdad y falsedad, sino que cada ficción o idea inconexa teniendo la misma influencia que las impresiones de la memoria o las conclusiones del juicio, es admitida con el mismo valor y actúa con igual fuerza sobre las pasiones. Una impresión presente y una transición habitual no son ya necesarias para vivificar nuestras ideas. Toda quimera del cerebro es tan vivaz e intensa como cualquiera de las inferencias que designamos primeramente con el nombre de conclusiones relativas a los hechos y a veces tanto como las impresiones presentes de los sentidos.
[1.3.10.10]
[Los siguientes tres párrafos provienen del Apéndice al Libro 3.] Podemos observar el mismo efecto en la poesía, aunque en un grado menor, y es común a la poesía y la locura que la vivacidad que conceden a las ideas no se deriva de las situaciones o conexiones particulares de los objetos de estas ideas, sino del temperamento y disposición presente de la persona. Pero tan grande como sea el grado que esta vivacidad alcance, es evidente que en la poesía jamás tiene la misma cualidad afectiva que la que surge en el espíritu cuando razonamos aun basándonos en la especie más inferior de probabilidad. El espíritu puede fácilmente distinguir entre la una y la otra, y cualquiera que sea la emoción que el entusiasmo poético pueda producir a los espíritus, no es más que el mero fantasma de la creencia o la persuasión. Sucede lo mismo con la idea que con la pasión que ocasiona. No existe ninguna pasión del espíritu humano que no pueda surgir mediante la poesía, aunque al mismo tiempo las cualidades afectivas de las pasiones son muy diferentes cuando se despiertan por ficciones poéticas que cuando surgen de la creencia y la realidad. Una pasión que es desagradable en la vida real puede producir el mayor agrado en una tragedia o en un poema épico. En el último caso no nos oprime tanto: es sentida menos firme y sólidamente y no tiene otro efecto más que el agradable de excitar a los espíritus animales y despertar la atención. La diferencia de las pasiones es una prueba clara de una diferencia análoga en las ideas de las cuales las pasiones se derivan. Cuando la vivacidad surge de un enlace habitual con una impresión presente, aunque la imaginación no pueda en apariencia ser muy agitada, existe siempre algo más fuerte y real en sus actividades que en los fervores de la poesía y la elocuencia. La fuerza de nuestras actividades mentales, en este caso, lo mismo que en otro cualquiera, no ha de ser medida por la agitación aparente del espíritu. Una descripción poética puede tener un efecto más sensible sobre la fantasía que una narración histórica; puede recoger un mayor número de las circunstancias que componen una imagen o descripción completa; puede parecer que coloca el objeto ante nosotros con más vivos colores. Sin embargo, las ideas que presenta son diferentes, en cuanto a la cualidad afectiva, de las que surgen de la memoria y del juicio. Hay algo débil e imperfecto en medio de esta aparente vehemencia del pensamiento y sentimiento que acompaña a las ficciones de la poesía.
[1.3.10.11]
Tendremos después ocasión de hacer notar las semejanzas y diferencias entre un entusiasmo poético y una convicción seria. Mientras tanto, no puedo menos de observar que la gran diferencia en su cualidad afectiva procede, en alguna medida, de la reflexión y las reglas generales. Observamos que el vigor de la concepción que las ficciones toman de la poesía y elocuencia es una circunstancia meramente accidental, de la que toda idea es igualmente susceptible, y que estas ficciones no se hallan enlazadas con nada que sea real. Esta observación nos hace prestar algo, por nuestra parte, a la ficción, por decirlo así; pero produce que la idea sea sentida muy diferentemente de las persuasiones establecidas de un modo duradero y basadas en la memoria y el hábito. Son ambas del mismo género, pero la primera es muy inferior a las otras tanto en sus causas como en sus efectos.
[1.3.10.12]
Una reflexión sobre las reglas generales nos aparta de aumentar nuestra creencia con cada aumento de fuerza y vivacidad de nuestras ideas. Cuando una opinión no admite duda o probabilidad opuesta le atribuimos una plena verdad, aunque la falta de semejanza o contigüidad pueda hacer su fuerza inferior a la de otras opiniones. Así, el entendimiento corrige las apariencias de los sentidos y nos hace imaginar que un objeto a veinte pies de distancia parece a la vista tan grande como uno de la misma dimensión a diez pies de distancia.
[1.3.10.13]
Podemos observar el mismo efecto de la poesía en un grado menor con esta sola diferencia de que la más mínima reflexión disipa las ilusiones de la poesía y coloca los objetos en su verdadera naturaleza. Sin embargo, es cierto que en el calor de un entusiasmo poético el poeta tiene una creencia artificiosa y aun una especie de visión de sus objetos, y si existe algún resto de argumento que sostenga esta creencia nada contribuye más a su plena convicción que el ardor de las figuras e imágenes poéticas que tienen tanta fuerza sobre el poeta mismo como sobre sus lectores.
Sec. 1.3.11 De la probabilidad del azar
[1.3.11.01]
Para conceder a este sistema su plena fuerza y evidencia debemos apartar nuestra vista de él por un momento y dirigirla a considerar sus consecuencias y a explicar por los mismos principios alguna otra especie de razonamiento que se deriva del mismo origen.
[1.3.11.02]
Los filósofos que han dividido la razón humana en conocimiento y probabilidad y han definido el primero como la evidencia que surge de la comparación de ideas están obligados a comprender todos nuestros argumentos relativos a las causas y efectos bajo el término general de probabilidad. Sin embargo, aunque cada uno es libre de usar este término en el sentido que le plazca, y según esto, en la parte precedente del presente discurso he seguido este método de expresión, es no obstante cierto que en el lenguaje corriente afirmamos que muchos argumentos que parten de la causalidad exceden a la probabilidad y pueden ser admitidos como un género superior de evidencia. Haría el ridículo quien dijese que es sólo probable que el Sol salga mañana o que todos los hombres mueran, aunque es claro que no tenemos más seguridad de estos hechos que la que la experiencia nos proporciona. Por esta razón quizá será más conveniente, para conservar el sentido corriente de las palabras y al mismo tiempo indicar los varios grados de evidencia, distinguir en la razón tres grados, a saber: el del conocimiento, el de las pruebas y el de la probabilidad. Por conocimiento entiendo la seguridad que surge de la comparación de ideas; por pruebas, los argumentos que se derivan de la relación de causa y efecto y que están totalmente libres de duda e incertidumbre; por probabilidad, la evidencia que va acompañada con alguna incertidumbre. Procedo a examinar ahora esta última especie del razonamiento.
[1.3.11.03]
La probabilidad o razonamiento por conjetura puede dividirse en dos géneros, a saber: el que se funda en el azar y el que surge de las causas. Debemos considerar cada uno de ellos en este orden. La idea de causa y efecto se deriva de la experiencia que, presentándonos ciertos objetos constantemente enlazados entre sí, produce el hábito de considerarlos en esta relación, de modo que no podemos, sin una violencia sensible, considerarlos en ninguna otra.
[1.3.11.04]
Por otra parte, como el azar no es nada real en sí mismo y, propiamente hablando, es meramente la negación de una causa, su influencia en el espíritu es contraria a la de la causalidad y le es esencial el dejar a la imaginación en plena libertad de considerar la existencia o no existencia del objeto que se considera como contingente. Una causa indica el camino a nuestro pensamiento y en cierto modo le obliga a considerar determinados objetos en determinadas relaciones. Sólo el azar puede destruir esta determinación del pensamiento y dejar al espíritu en su situación originaria de indiferencia, en la que una vez cesen las causas que se oponen a ello es instantáneamente reintegrado.
[1.3.11.05]
Por consiguiente, ya que una indiferencia total es esencial al azar, ningún azar puede ser superior a otro más que por estar compuesto de un número superior de casos iguales; pues si afirmamos que el azar puede de otro modo ser superior a otro, debemos al mismo tiempo afirmar que existe algo que le concede esta superioridad y determina el suceso más en este sentido que en otro, o sea, con otras palabras, debemos conceder una causa y destruir el supuesto del azar que ya hemos establecido antes. Una indiferencia perfecta y total es esencial al azar, y una indiferencia total no puede jamás en sí misma ser superior o inferior a otra. Esta verdad no es peculiar a mi sistema, sino que está reconocida por todo aquel que hace cálculos referentes al azar.
[1.3.11.06]
Es aquí notable que, aunque el azar y la causalidad sean totalmente contrarios, es imposible para nosotros concebir esta combinación de azares que se requiere para hacer un azar superior a otro, sin suponer una mezcla de las causas entre los azares y un enlace necesario en algunos respectos con una total indiferencia en otros. Cuando nada limita el azar, toda noción que la fantasía más extravagante pueda formarse es de la misma categoría y no puede existir una circunstancia que conceda a una de ellas ventaja sobre las otras. Así, a menos que concedamos que existen algunas causas para hacer que los dados caigan y mantengan su forma en la caída y queden sobre una u otra de sus caras, no podemos hacer ningún cálculo relativo a las leyes del azar; pero suponiendo que estas causas actúen, y suponiendo igualmente que todo lo demás es indiferente y determinado por el azar, es fácil llegar a una noción de una combinación superior de azares. Un dado que tiene cuatro lados marcados con un cierto número de puntos y sólo dos con otro nos proporciona un caso manifiesto y fácil de esta superioridad. El espíritu está aquí limitado por las causas a un número preciso y cualidad de sucesos, y al mismo tiempo no se halla determinado para elegir un suceso particular.
[1.3.11.07]
Prosiguiendo, pues, con este razonamiento, en el que hemos dado ya tres pasos: que el azar es la mera negación de la causa y produce una indiferencia total en el espíritu; que la negación de una causa y una indiferencia total no puede jamás ser superior o inferior a otra; que debe existir siempre una combinación de causas entre las probabilidades para fundamentar algún razonamiento, debemos considerar en seguida qué efecto puede tener una combinación superior de probabilidades sobre el espíritu y de qué manera influye en nuestro juicio y opinión. Podemos repetir aquí los mismos argumentos que hemos empleado al examinar la creencia que surge de las causas y podemos probar de la misma manera que un número superior de probabilidades no produce nuestro asentimiento ni por demostración ni por probabilidad. Es de hecho evidente que no podemos jamás, por la comparación de las meras ideas, hacer un descubrimiento que tenga importancia en este asunto y que es imposible probar con certidumbre que un suceso debe tener lugar en un sentido en que el número de probabilidades es superior. El suponer en este caso alguna certidumbre sería destruir lo que hemos establecido relativo a la oposición de probabilidades y su perfecta igualdad e indiferencia.
[1.3.11.08]
Si se dice que aunque en una oposición de probabilidades es imposible determinar con certidumbre de qué lado debe tener lugar el suceso, podemos, sin embargo, afirmar con certidumbre que es más verosímil y probable que sea en un sentido dado, para el que existe un mayor número de casos, que en el sentido que es en este respecto inferior, preguntaré qué se entiende aquí por verosimilitud y probabilidad. La verosimilitud y probabilidad de azares es un número superior de casos iguales, y, por consecuencia, cuando decimos que es verosímil que el suceso tenga lugar en un sentido que es superior más bien que en uno que es inferior no hacemos más que afirmar que donde existe un número superior de casos existe actualmente una probabilidad superior, y donde existe uno inferior es ésta inferior, proposiciones que son idénticas y no tienen importancia. La cuestión es por qué medios un número igual o superior de probabilidades actúa sobre el espíritu y produce creencia o asentimiento, ya que resulta que esto no sucede ni por argumentos derivados de la demostración ni de la probabilidad.
[1.3.11.09]
Para resolver esta dificultad supondré que una persona toma un dado hecho de manera tal que cuatro de sus lados están marcados con una figura o un número de puntos y los otros dos lados con otro, y lo pone en un cubilete con intención de arrojarlo después; es evidente que debe concluir que una figura será más probable que la otra y dará la preferencia a la que está grabada en mayor número de caras. En cierto modo cree que ésta será la predominante, aunque aun dudando en proporción del número de casos contrario y según que estos casos contrarios disminuyan y aumente la superioridad de los otros casos, su creencia adquirirá nuevos grados de estabilidad y seguridad. Esta creencia surge de una acción del espíritu sobre los objetos simples y limitados que están ante nosotros y, por consiguiente, será más fácilmente descubierta y explicada. No tenemos necesidad de considerar más que un único dado para comprender una de las más curiosas actividades del entendimiento.
[1.3.11.10]
Este dado, construido como antes se dijo, contiene tres circunstancias dignas de nuestra atención. Primeramente, ciertas causas, como la gravedad, solidez, figura cúbica, etc., que le determina a caer, a conservar su forma en la caída y a volverse sobre uno de sus lados; segundo, cierto número de lados que se suponen indiferentes; tercero, cierta figura grabada en cada lado. Estas tres particularidades constituyen la plena naturaleza del dado, en tanto que se relaciona con nuestro propósito presente, y, por consecuencia, son las únicas circunstancias consideradas por el espíritu al pronunciar su juicio acerca del resultado de la acción de arrojarlo del cubilete. Consideremos gradualmente y con cuidado cuál será la influencia de estas circunstancias sobre el pensamiento y la imaginación.
[1.3.11.11]
Primeramente, hemos observado ya que el espíritu se halla determinado por la costumbre a pasar de una causa a su efecto y que cuando uno de estos términos se presenta es casi imposible no formarse la idea del otro. Su unión constante en casos pasados ha producido un hábito tal en el espíritu, que los une siempre en su pensamiento e infiere la existencia del uno de la de su acompañante usual. Cuando considero el dado no sostenido ya por el cubilete no puedo considerarlo sin violencia como suspendido en el aire, sino que lo coloco naturalmente sobre la mesa y lo veo volviéndose sobre uno de sus lados. Es éste el efecto de una de las causas mixtas que se requieren para realizar un cálculo relativo al azar.
[1.3.11.12]
Segundo: se supone que, aunque el dado está necesariamente determinado a caer y a volverse sobre uno de sus lados, no existe, sin embargo, nada que fije cuál lado particular será éste, sino que está enteramente determinado por el azar. La verdadera naturaleza y esencia del azar es una negación de las causas y el dejar al espíritu en una indiferencia perfecta para elegir entre los sucesos que se supone son contingentes. Por consiguiente, cuando el pensamiento se halla determinado por las causas para considerar que el dado cae y se vuelve sobre uno de sus lados, el azar presenta todos estos lados como iguales y nos hace considerar cada uno de ellos, uno después de otro, como igualmente probables y posibles. La imaginación pasa de la causa, a saber: el arrojar los dados, al efecto, a saber: el volverse sobre uno de los seis lados, y experimenta una especie de imposibilidad tanto de detenerse en su camino como de formarse otra idea; pero como estos seis lados son incompatibles y el dado no puede volverse sobre ellos al mismo tiempo, este principio no nos lleva a considerarlos a la vez como estando hacia arriba, lo que vemos que es imposible, ni nos lleva a considerar con su fuerza total un lado particular, pues en este caso este lado se consideraría como cierto e inevitable, sino que nos hace dirigirnos a los seis lados de tal manera que divide su fuerza igualmente entre ellos. Concluimos en general que alguno de ellos debe presentarse después de la caída; recorremos todos con nuestro espíritu; la determinación del pensamiento es común a todos, pero no corresponde más fuerza a la parte de cada uno que la que es compatible con el resto. De esta manera el impulso original y por consecuencia la vivacidad del pensamiento que surge de las causas se divide y separa por las causas combinadas.
[1.3.11.13]
Hemos visto ya la influencia de las dos primeras cualidades del dado, a saber: las causas, el número y diferencia de los lados, y hemos aprendido cómo conceden un impulso al pensamiento y dividen este impulso en tantas partes como unidades existen en el número de partes. Debemos considerar ahora los efectos de la tercera particularidad, a saber: las figuras inscritas en cada lado. Es evidente que cuando varios lados tienen la misma figura inscrita en ellos deben coincidir en su influencia sobre el espíritu y deben concentrar en una imagen o idea de una figura todos los impulsos divididos que se hallaban dispersos en los varios lados en que esta figura está grabada. Si la cuestión fuese tan sólo qué lado quedaría hacia arriba, resultaría que todos eran perfectamente iguales y que ninguno podría tener ventaja sobre otro; pero como la cuestión se refiere a la figura y como la misma figura se presenta por más de un lado, es evidente que los impulsos referentes a todos estos lados deben reunirse en esta figura y hacerse más fuertes y potentes mediante esta unión. En el presente caso se supone que cuatro lados tienen inscrita la misma figura y dos una figura diferente. Los impulsos de los primeros son, pues, superiores a los de los últimos. Sin embargo, como los sucesos son contrarios y es imposible que estas figuras a la vez puedan quedar hacia arriba, los impulsos se hacen igualmente contrarios y el inferior destruye al superior hasta donde llega su fuerza. La vivacidad de la idea es siempre proporcional a los grados del impulso o tendencia hacia la transición, y la creencia es lo mismo que la vivacidad de la idea, según la doctrina precedente.
Sec. 1.3.12 De la probabilidad de las causas
[1.3.12.01]
Lo que he dicho referente a la probabilidad del azar no puede servir para otro propósito más que para ayudarnos a explicar la probabilidad de las causas, ya que se concede corrientemente por los filósofos que lo que el vulgo llama azar no es más que una causa secreta y oculta. Así, pues, debemos examinar capitalmente esta especie de probabilidad.
[1.3.12.02]
La probabilidad de las causas es de varios géneros, pero todas se derivan del mismo origen, a saber: lo, asociación de ideas con la impresión presente. Como el hábito que produce la asociación surge del enlace frecuente de objetos, debe llegar a su perfección por grados y debe adquirir nueva fuerza por cada caso que cae bajo nuestra observación. El primer caso no tiene fuerza o tiene poca fuerza; el segundo aporta algún aumento de ella; el tercero se hace más sensible, y por estos pequeños avances nuestro juicio llega a la seguridad plena. Sin embargo, antes de que alcance este grado de perfección pasa a través de varios grados inferiores, y en todos ellos debe sólo estimarse una presunción o probabilidad. La gradación, pues, desde las probabilidades hasta las pruebas, es en muchos casos insensible, y la diferencia entre estos géneros de evidencia se percibe más fácilmente en los grados alejados que en los próximos y contiguos.
[1.3.12.03]
Merece ser notado en esta ocasión que, aunque la especie de probabilidad que aquí se explica sea la primera en el orden y tenga lugar naturalmente antes de que pueda existir una prueba total, sin embargo, ninguno que haya llegado a la edad de la madurez puede conocer otra más amplia. Es verdad que nada es más común para las gentes de conocimientos más perfectos que el haber alcanzado tan sólo una experiencia imperfecta de muchos sucesos particulares, lo que produce naturalmente tan sólo un hábito y transición imperfecta; pero debemos considerar que el espíritu habiendo realizado otra observación referente a la conexión de causas y efectos, concede nueva fuerza a su razonamiento que parte de su observación, y mediante ella puede construir un argumento sobre un experimento único cuando se halla debidamente preparado y examinado. Lo que hemos hallado una vez que resulta de un objeto concluimos que siempre resultará de él, y si esta máxima no se establece siempre como cierta no es por falta de un número suficiente de experimentos, sino porque encontramos frecuentemente casos contrarios, lo que nos lleva a la segunda especie de probabilidad cuando existe una oposición en nuestra experiencia y observación.
[1.3.12.04]
Sería una gran cosa para los hombres con respecto a la conducta en su vida y acciones que los mismos objetos fuesen siempre unidos entre sí y que no tuviéramos nada que temer de los errores de nuestro juicio, ni tener razón alguna para recelar la incertidumbre de la naturaleza. Pero como se sucede frecuentemente que una observación es contraria a otra y que las causas y efectos no se siguen en el mismo orden del que hemos tenido experiencia, estamos obligados a variar nuestro razonamiento por esta incertidumbre y a considerar los sucesos contrarios. La primera cuestión que se presenta en este asunto es la referente a la naturaleza y causas de la oposición.
[1.3.12.05]
El vulgo, que juzga de las cosas por su primera apariencia, atribuye la incertidumbre de los sucesos a una incertidumbre análoga en las causas, que las hace no ejercer su influencia usual, aunque no hallan obstáculo ni impedimento en su actuación. Sin embargo, los filósofos, observando que en casi todas las partes de la naturaleza existe una vasta variedad de orígenes y principios que están ocultos por razón de su pequeñez o distancia, piensan que por lo menos es posible que la oposición de los sucesos no proceda de la contingencia de las causas, sino de la operación secreta de las causas contrarias. Esta posibilidad se convierte en certidumbre por una observación ulterior cuando notan que por una exacta investigación una oposición en los efectos lleva consigo una oposición en las causas que procede de su recíproca contraposición y de ser obstáculo las unas para las otras. Un aldeano no puede dar mejor razón para el hecho de pararse un reloj que decir que no marcha bien; pero un relojero fácilmente percibe que la misma fuerza en el resorte o péndulo tiene la misma, influencia sobre las ruedas, mas no produce su efecto acostumbrado quizá por razón de un poco de polvo que detiene el movimiento total. Partiendo de la observación de varios casos paralelos, los filósofos establecen la máxima de que el enlace entre todas las causas y efectos es igualmente necesario y que su aparente incertidumbre en algunos casos procede de la oposición secreta de sus causas.
[1.3.12.06]
Aunque los filósofos y el vulgo puedan diferir en su explicación de la oposición de los sucesos, sus inferencias partiendo de ella son siempre del mismo género y se fundan en los mismos principios. Una oposición de sucesos en el pasado puede producirnos una especie de creencia dudosa para el futuro de dos modos diferentes: primeramente, produciendo un hábito imperfecto y transición imperfecta de la impresión presente a la idea relacionada. Cuando el enlace de dos objetos es frecuente, sin ser enteramente constante el espíritu, se halla inclinado a pasar de un objeto a otro, pero no con un hábito tan completo como cuando esta unión es ininterrumpida y todos los casos que encontramos son uniformes y de un mismo tipo. Hallamos por la experiencia corriente, tanto en nuestras acciones como en nuestros razonamientos, que una constante repetición de una dirección de la vida produce una fuerte inclinación y tendencia a continuarla en el futuro, aunque existen hábitos de inferior grado de fuerza proporcionados a los grados inferiores de fijeza e inferioridad de nuestra conducta.
[1.3.12.07]
No hay duda alguna de que este principio tiene lugar algunas veces y produce las inferencias que hacemos partiendo de los fenómenos contrarios, aunque estoy persuadido de que, mediante un examen, no hallaremos que es el principio que más comúnmente influye en el espíritu en esta especie de razonamiento. Cuando seguimos tan sólo la determinación habitual del espíritu hacemos la transición sin reflexión alguna y sin interponer un momento de dilación entre la consideración de un objeto y la creencia del que hallamos frecuentemente que le acompaña. Como el hábito no depende de la deliberación, actúa inmediatamente sin conceder tiempo alguno a la reflexión. Sin embargo, tenemos pocos casos de este modo de proceder en nuestros razonamientos probables y aun menos en los que se derivan del enlace no interrumpido de los objetos. En la primera especie de razonamiento tomamos en consideración, a sabiendas, los casos contrarios del pasado; comparamos los diferentes términos de la oposición, pesamos cuidadosamente los experimentos que hemos hecho acerca de cada término; de aquí podemos concluir que nuestro razonamiento de este género no surge directamente del hábito, sino de un modo indirecto que debemos ahora trata, de explicar.
[1.3.12.08]
Es evidente que cuando un objeto va acompañado de efectos contrarios juzgamos de él tan sólo por nuestra experiencia pasada y consideramos siempre como posibles los que hemos observado que se siguen de él, y como la experiencia pasada regula nuestro juicio referente a la posibilidad de estos efectos, hace también esto con respecto a su probabilidad, y el efecto que ha sido el más común lo estimamos el más probable. Existen aquí, pues, dos cosas que han de ser consideradas, a saber: las razones que nos determinan a hacer del pasado un criterio para el futuro y la manera como hacemos un juicio único partiendo de la oposición de los sucesos pasados.
[1.3.12.09]
Primeramente, podemos observar que el supuesto de que el futuro se asemeja al pasado no se funda en argumentos, de cualquier clase que éstos sean, sino que se deriva enteramente del hábito por el que nos hallamos determinados a esperar para el futuro la misma serie de los objetos a la que hemos sido acostumbrados. Este hábito o determinación de transferir el pasado al futuro es pleno y perfecto y, por tanto, el primer impulso de la imaginación en esta especie de razonamiento está dotado por las mismas cualidades.
[1.3.12.10]
Segundo: cuando al considerar los experimentos pasados los hallamos de una naturaleza contraria, esta determinación, aunque plena y perfecta en sí misma, no se presenta con ningún objeto estable, sino que ofrece un cierto número de imágenes discordantes en un cierto orden y proporción. El primer impulso, pues, aquí es deshacerse en partes y difundirse sobre todas estas imágenes, cada una de las cuales participa de una cantidad igual de fuerza y vivacidad que se deriva del impulso. Algunos de estos sucesos pasados pueden suceder de nuevo, y juzgamos que cuando ellos sucedan deben hallarse combinados en la misma proporción que en el pasado.
[1.3.12.11]
Si es, pues, nuestra intención considerar las relaciones de los sucesos contrarios en un gran número de casos, las imágenes presentadas por nuestra experiencia pasada deben permanecer en su primera forma y conservar sus primitivas relaciones. Supongamos, por ejemplo, que he hallado, por una continuada observación, que de veinte barcos que salen al mar sólo vuelven diez y nueve. Supongamos que ahora veo veinte barcos que abandonan el puerto. Aplico mi pasada experiencia al futuro y me represento diez y nueve barcos de éstos volviendo con seguridad y uno pereciendo. Con respecto a esto no puede existir dificultad. Sin embargo, como recorremos estas varias ideas de los sucesos pasados para pronunciar un juicio referente a un caso único que aparece incierto, esta consideración debe cambiar la primera forma de nuestras ideas y reunir las imágenes separadas que nos presenta la experiencia, ya que es aquel a quien referimos la determinación del suceso particular sobre el que razonamos. Muchas de estas imágenes se supone que coinciden y un número mayor en ellas que coinciden en un sentido. Estas imágenes concordantes se unen entre sí y hacen a la idea más fuerte y vivaz no sólo que una mera ficción de la imaginación, sino también que una idea que se basa en menor número de experimentos. Cada nuevo experimento es un nuevo toque de pincel que concede una vivacidad adicional a los colores, sin multiplicar o aumentar la figura. Esta actividad del espíritu ha sido tan detalladamente explicada al tratar de la probabilidad del azar, que no necesito intentar aquí hacerla más inteligible. Todo experimento pasado puede ser considerado como una especie de azar, siendo incierto para nosotros si el objeto existirá de un modo acorde con un experimento u otro, y por esta razón si todo lo que se ha dicho de un asunto se aplica a ambos.
[1.3.12.12]
Así, en resumen, los experimentos opuestos producen una creencia imperfecta, ya porque debilitan el hábito o porque dividen y después juntan en diferentes partes el hábito perfecto que nos hace concluir en general que casos de los que no tenemos experiencia deben necesariamente asemejarse a aquellos de los que la tenemos.
[1.3.12.13]
Para justificar aun más esta explicación de la segunda especie de la probabilidad, cuando razonamos con conocimiento y reflexión, partiendo de la consideración de experimentos contrarios pasados, debo proponer las siguientes consideraciones sin temor de molestar por el aire de sutilidad que las acompaña. El razonamiento exacto puede quizá conservar su fuerza, aunque sea sutil, de igual modo que la materia conserva su solidez en el aire, fuego y espíritus animales, lo mismo que en las formas más grandes y más perceptibles.
[1.3.12.14]
Primeramente, podemos observar que no existe una probabilidad tan grande que no permita la posibilidad de lo contrario, porque de otro modo cesaría de ser una probabilidad y se convertiría en certidumbre. Esta probabilidad de las causas, que es más extensa y que al presente examinamos, depende de una oposición de los experimentos, y es evidente que un experimento en el pasado prueba por lo menos una posibilidad para el futuro.
[1.3.12.15]
Segundo: las partes componentes de esta posibilidad y probabilidad son de la misma naturaleza y difieren en número solamente, pero no en género. Se ha observado que todos los azares únicos son enteramente iguales y que la sola circunstancia que puede conceder a un suceso que es contingente una superioridad sobre otro es un número superior de posibilidades. De igual manera, como la incertidumbre de las causas se descubre por la experiencia que nos presenta una visión de los sucesos contrarios, es claro que cuando aplicamos el pasado al futuro, lo conocido a lo desconocido, cada experimento pasado tiene el mismo peso y que sólo un número superior de ellos puede inclinar la balanza en un sentido. La posibilidad, pues, que entra en todo razonamiento de este género se compone de partes que son de la misma naturaleza las unas que las otras y con las que se constituye la probabilidad opuesta.
[1.3.12.16]
Tercero: podemos establecer como una máxima cierta que en todo fenómeno moral y natural, siempre que una causa consiste en un número de partes y el efecto aumenta o disminuye según la variación de este número, el efecto, propiamente hablando, es un compuesto y surge de la unión de varios efectos que surgen de cada parte de la causa. Así, por aumentar o disminuir la gravedad de un cuerpo con el aumento o disminución de sus partes, concluimos que cada parte contiene esta cualidad y contribuye a la gravedad del todo. La ausencia o presencia de una parte de la causa va acompañada por la de una parte proporcional del efecto. Esta conexión o enlace constante prueba de un modo suficiente que una parte es la causa de la otra. Como la creencia que tenemos de algún suceso aumenta o disminuye según el número de azares o experimentos pasados, debe ser considerada como un efecto compuesto en el que cada parte surge de un número proporcional de casos o experimentos.
[1.3.12.17]
Unamos estas tres observaciones y veamos qué conclusión podemos sacar de ellas. Para cada probabilidad existe una posibilidad opuesta. Esta posibilidad está compuesta de partes que son totalmente de la misma naturaleza que las de la probabilidad y, por consiguiente, tienen la misma influencia sobre la mente y entendimiento. La creencia que acompaña a la probabilidad es un efecto compuesto que está formado por la coincidencia de varios efectos que proceden de cada parte de la probabilidad. Ya que, por consiguiente, cada parte de la probabilidad contribuye a la producción de la creencia, cada parte de la posibilidad debe tener la misma influencia en el sentido opuesto siendo la naturaleza de estas partes enteramente la misma. La creencia contraria que acompaña a la posibilidad implica la consideración de un cierto objeto lo mismo que lo hace la probabilidad en una consideración opuesta. En este respecto estos dos grados de creencias son análogos. La única manera, pues, en la que el número superior de partes componentes análogas en la una puede ejercer su influencia y dominar sobre el inferior en la otra es produciendo una consideración más fuerte y más vivaz de su objeto. Cada parte presenta una consideración particular, y todas estas consideraciones, uniéndose entre sí, producen una consideración general que es más plena y más clara por el mayor número de causas o principios de que se deriva.
[1.3.12.18]
Las partes componentes de la probabilidad y la posibilidad siendo análogas en su naturaleza deben producir efectos análogos, y la semejanza de sus efectos consiste en que cada uno de ellos presenta la consideración de un objeto particular. Sin embargo, aunque estas partes sean análogas en su naturaleza son muy diferentes en su calidad y número, y esta diferencia debe aparecer en el efecto lo mismo que la semejanza. Ahora bien; como la consideración que presenta es en ambos casos plena y entera y comprende el objeto en todas sus partes, es imposible que en este particular pueda existir alguna diferencia, y sólo una vivacidad superior en la probabilidad, que surge de la coincidencia de un número superior de consideraciones, puede distinguir estos efectos.
[1.3.12.19]
He aquí casi el mismo argumento en un diferente aspecto. Todos nuestros razonamientos referentes a la probabilidad de causas se fundan en la aplicación del pasado al futuro. La aplicación de un experimento pasado al futuro es suficiente para darnos una visión del objeto, ya esté combinado este experimento con otros del mismo género, ya esté completo u opuesto a otros de género contrario. Supongamos, pues, que adquiere estas dos cualidades de oposición y combinación; no pierde por esto, razón su primera facultad de presentar una visión del objeto, sino que solamente coincide con otros experimentos y se opone a otros que tienen análoga influencia. Por consiguiente, puede surgir una cuestión relativa al modo de presentarse la coincidencia y oposición. En cuanto a la coincidencia, la elección puede hacerse tan sólo entre estas dos hipótesis: Primero, la consideración del objeto, ocasionada por la transferencia de cada experimento pasado, se mantiene en sí misma completa y sólo aumenta el número de consideraciones. Segundo, se funde con las consideraciones similares y correspondientes y les concede un grado superior de fuerza y vivacidad. Que la primera hipótesis es errónea es evidente por la experiencia que nos informa de que la creencia que acompaña a algún razonamiento consiste en una conclusión, no en una multitud de conclusiones similares, que tan sólo distraerían el espíritu y en muchos casos serían demasiado numerosas para ser comprendidas claramente por una capacidad finita. Queda, pues, como la única opinión razonable que estas consideraciones similares se funden y unen sus fuerzas de modo que producen una consideración más fuerte y clara que la que surge de una sola. De esta manera los experimentos pasados coinciden cuando son transferidos a un suceso futuro. En cuanto a la forma de su oposición, es evidente que, como las consideraciones contrarias son incompatibles y es imposible que el objeto pueda existir a la vez de acuerdo con dos de ellas, su influencia recíproca se hace destructiva y el espíritu se siente inclinado a la superior tan sólo con la fuerza que queda después de restar la inferior.
[1.3.12.20]
Me doy cuenta de lo confuso que debe parecer este razonamiento a la generalidad de los lectores que, no hallándose acostumbrados a reflexiones tan profundas acerca de las facultades intelectuales del espíritu, se inclinarán a rechazar como quimérico todo lo que no coincide con las nociones corrientes y admitidas y con los principios más fáciles y manifiestos de la filosofía. No hay duda de que es necesario algún trabajo para penetrar en estos argumentos, aunque quizá es muy pequeño el necesario para descubrir la imperfección de toda hipótesis vulgar sobre este asunto y la poca luz que la filosofía puede aportamos en estas especulaciones sublimes y curiosas. Haced que los hombres se persuadan una vez de estos dos principios: que no existe nada en un objeto considerado en sí mismo que pueda proporcionarnos una razón para sacar una conclusión que vaya más allá de él, y que, aun después de la observación de la unión frecuente o constante de los objetos, no tenemos razón alguna para hacer una inferencia relativa a algún objeto remoto a éstos, del que no hemos tenido experiencia; después de ello, esto los llevará tan lejos de todos los sistemas corrientes que no hallarán dificultad en admitir uno que pueda aparecer como el más extraordinario. Hemos hallado que estos principios son suficientemente convincentes aun con respecto a nuestros razonamientos más ciertos acerca de la causalidad si no es que me aventuro a afirmar que con respecto a estos razonamientos conjeturales o probables adquieren un nuevo grado de evidencia.
[1.3.12.21]
Primero: es manifiesto que en los razonamientos de este género no es el objeto que está presente el que, considerado en sí mismo, nos aporta alguna razón para hacer una conclusión relativa a otro objeto o suceso, pues como este último objeto se supone incierto, y como la incertidumbre se deriva de una oposición oculta de las causas en el primero, si alguna de las causas residiese en las cualidades conocidas de este objeto no estaría ya oculta ni nuestra conclusión sería incierta.
[1.3.12.22]
Segundo: es igualmente claro en esta especie de razonamiento que, si la transferencia del pasado al futuro se fundase meramente en una conclusión del entendimiento, no produciría nunca una creencia o seguridad. Cuando transferimos experimentos opuestos al futuro podemos solamente repetir estos experimentos contrarios con sus relaciones particulares, lo que no podría producir seguridad en ningún suceso único sobre el que razonamos, a menos que la fantasía fundiese todas las imágenes que coinciden y extrajese de ello una única idea o imagen que es intensa y vivaz en proporción del número de experimentos del que se deriva y de su superioridad sobre sus antagonistas. Nuestra experiencia pasada no presenta un objeto determinado, y como nuestra creencia, aunque débil, se fija sobre un objeto determinado, es evidente que la creencia no surge tan sólo de la transferencia del pasado al futuro, sino de alguna operación de la fantasía que va unida con ello. Esto puede llevarnos a concebir de qué manera esta facultad entra en todos nuestros razonamientos.
[1.3.12.23]
Concluiré este asunto con dos reflexiones que pueden merecer nuestra atención. La primera puede ser explicada de esta manera: Cuando el espíritu hace un razonamiento referente a un hecho que es sólo probable dirige su vista hacia la experiencia pasada, y transfiriéndola al futuro se le presentan varias concepciones contrarias de su objeto, de las cuales las que son del mismo género se unen entre sí y, formando un acto del espíritu, sirven para fortificarlo y vivificarlo. Supóngase que esta multitud de concepciones o visiones de un objeto no procede de la experiencia, sino de un acto voluntario de la imaginación; este efecto no se seguirá o al menos no se seguirá en el mismo grado, pues aunque la costumbre y la educación producen la creencia por una repetición tal que no se deriva de la experiencia, se requiere para esto, sin embargo, un largo período de tiempo y una repetición muy frecuente e involuntaria. En general, podemos declarar que una persona que quisiese repetir voluntariamente una idea en su espíritu, aunque apoyada por una experiencia pasada, no se sentiría más inclinada a creer en la existencia de su objeto que si se hubiese contentado con una sola consideración de él. Aparte del efecto del designio, cada acto del espíritu siendo separado e independiente tiene una influencia separada y no une sus fuerzas con las de los otros que le acompañan. Por no estar unidos por un objeto común que los produce no poseen una relación entre sí y, por consecuencia, ni transmiten ni unen sus fuerzas. Conoceremos mejor este fenómeno más adelante.
[1.3.12.24]
Mi segunda reflexión se funda en las extensas probabilidades de que el espíritu puede juzgar y en las pequeñas diferencias que puede observar entre ellas. Cuando los azares o experimentos de un lado llegan a diez mil y del otro a diez mil uno el juicio da la preferencia al último en razón de esta superioridad, aunque es totalmente imposible para el espíritu recorrer cada consideración particular y distinguir la vivacidad superior de la imagen que surge del número superior cuando la diferencia es tan pequeña. Tenemos un caso paralelo en las afecciones. Es evidente, según los principios antes mencionados, que cuando un objeto produce una impresión en nosotros que varía del mismo modo que la cantidad diferente del objeto, la pasión propiamente hablando no es una emoción simple, sino compuesta de un gran número de pasiones más débiles que se derivan de la consideración de cada una de las partes del objeto, pues sería imposible de otro modo que la pasión aumentase por el aumento de aquellas partes. Así, un hombre que desea mil libras experimenta en realidad mil o más deseos que uniéndose entre sí parecen constituir tan sólo una pasión, aunque la composición se revela en cada alteración del objeto por la preferencia que concede al número más grande si es superior solamente en una unidad. Sin embargo, nada puede ser más cierto que esta pequeña diferencia no es discernible en las pasiones ni puede distinguirlas entre sí. La diferencia, pues, de nuestra conducta al preferir el mayor número no depende de nuestras pasiones, sino del hábito y las reglas generales. Hemos hallado en muchos casos que aumentando el número de una suma aumenta la pasión cuando los números son exactos y la diferencia sensible. El espíritu puede percibir, partiendo de su sentimiento inmediato, que tres guineas producen una pasión más grande que dos, y aplica esto a números más grandes a causa de la semejanza, y en virtud de una regla general asigna a doscientas guineas una pasión más fuerte que a novecientas noventa y nueve. Explicaremos dentro de poco estas reglas generales.
[1.3.12.25]
Aparte de estas dos especies de probabilidad, que se derivan [1] de una experiencia imperfecta y [2] de causas contrarias, existe una tercera que surge [3] de la analogía y que difiere de ellas en algunas circunstancias importantes. Según la hipótesis antes explicada, todos los géneros de razonamiento relativos a causas y efectos se fundan en dos particularidades, a saber: la unión constante de dos objetos en toda experiencia pasada y la semejanza de un objeto presente con uno de ellos. El efecto de estas dos particularidades es que el objeto presente vigoriza y vivifica la imaginación, y la semejanza, juntamente con la unión constante, lleva esta fuerza y vivacidad a la idea relacionada, y, por consiguiente, decimos que prestamos a ésta nuestro asentimiento o que creemos en ella. Si se debilita la unión o la semejanza, se debilita el principio de transición, y, por lo tanto, la creencia que surge de él. La vivacidad de la primera impresión no puede ser plenamente transmitida a la idea relacionada, ya sea cuando el enlace de sus objetos no es constante o cuando la impresión presente no se asemeja de un modo perfecto a alguna de aquéllas cuya unión nos hallamos acostumbrados a observar. En estas probabilidades del azar y de las causas antes explicadas la constancia de la unión es la que está disminuida; en la probabilidad derivada de la analogía tan sólo la semejanza se halla afectada. Sin algún grado de semejanza, lo mismo que de unión, es imposible que exista un razonamiento; pero como la semejanza admite muchos grados diferentes, el razonamiento se hace en relación con esto más o menos firme y cierto. Un experimento pierde de su fuerza cuando se transfiere a casos que no son exactamente semejantes, aunque es evidente que puede retener aún tanta que le permita ser el fundamento de la probabilidad mientras queda aún alguna semejanza.
Sect. 1.3.09. Of the effects of other relations and other Habits.
[EN.1.3.09.01]
However convincing the foregoing arguments may appear, we must not rest contented with them, but must turn the subject on every side, in order to find some new points of view, from which we may illustrate and confirm such extraordinary, and such fundamental principles. A scrupulous hesitation to receive any new hypothesis is so laudable a disposition in philosophers, and so necessary to the examination of truth, that it deserves to be comply'd with, and requires that every argument be produc'd, which may tend to their satisfaction, and every objection remov'd, which may stop them in their reasoning.
[EN.1.3.09.02]
I have often observ'd, that, beside cause and effect, the two relations of resemblance and contiguity, are to be consider'd as associating principles of thought, and as capable of conveying the imagination from one idea to another. I have also observ'd, that when of two objects connected to-ether by any of these relations, one is immediately present to the memory or senses, not only the mind is convey'd to its co-relative by means of the associating principle; but likewise conceives it with an additional force and vigour, by the united operation of that principle, and of the present impression. All this I have observ'd, in order to confirm by analogy, my explication of our judgments concerning cause and effect. But this very argument may, perhaps, be turn'd against me, and instead of a confirmation of my hypothesis, may become an objection to it. For it may be said, that if all the parts of that hypothesis be true, viz. that these three species of relation are deriv'd from the same principles; that their effects in informing and enlivening our ideas are the same; and that belief is nothing but a more forcible and vivid conception of an idea; it shou'd follow, that that action of the mind may not only be deriv'd from the relation of cause and effect, but also from those of contiguity and resemblance. But as we find by experience, that belief arises only from causation,' and that we can draw no inference from one object to another, except they be connected by this relation, we may conclude, that there is some error in that reasoning, which leads us into such difficulties.
[EN.1.3.09.03]
This is the objection; let us now consider its solution. 'Tis evident, that whatever is present to the memory, striking upon the mind with a vivacity, which resembles an immediate impression, must become of considerable moment in all the operations of the mind, and must easily distinguish itself above the mere fictions of the imagination. Of these impressions or ideas of the memory we form a kind of system, comprehending whatever we remember to have been present, either to our internal perception or senses; and every particular of that system, join'd to the present impressions, we are pleas'd to call a reality. But the mind stops not here. For finding, that with this system of perceptions, there is another connected by custom, or if you will, by the relation of cause or effect, it proceeds to the consideration of their ideas; and as it feels that 'tis in a manner necessarily determined to view these particular ideas, and that the custom or relation, by which it is determined, admits not of the least change, it forms them into a new system, which it likewise dignifies with the title of realities. The first of these systems is the object of the memory and senses; the second of the judgment.
[EN.1.3.09.04]
'Tis this latter principle, which peoples the world, and brings us acquainted with such existences, as by their removal in time and place, lie beyond the reach of the senses and memory. By means of it I paint the universe in my imagination, and fix my attention on any part of it I please. I form an idea of Rome, which I neither see nor remember; but which is connected with such impressions as I remember to have received from the conversation and books of travellers and historians. This idea of Rome I place in a certain situation on the idea of an object, which I call the globe. I join to it the conception of a particular government, and religion, and manners. I look backward and consider its first foundation; its several revolutions, successes, and misfortunes. All this, and everything else, which I believe, are nothing but ideas; tho' by their force and settled order, arising from custom and the relation of cause and effect, they distinguish themselves from the other ideas, which are merely the offspring of the imagination.
[EN.1.3.09.05]
As to the influence of contiguity and resemblance, we may observe, that if the contiguous and resembling object be comprehended in this system of realities, there is no doubt but these two relations will assist that of cause and effect, and infix the related idea with more force in the imagination. This I shall enlarge upon presently. Mean while I shall carry my observation a step farther, and assert, that even where the related object is but feign'd, the relation will serve to enliven the idea, and encrease its influence. A poet, no doubt, will be the better able to form a strong description of the Elysian fields, that he prompts his imagination by the view of a beautiful meadow or garden; as at another time he may by his fancy place himself in the midst of these fabulous regions, that by the feign'd contiguity he may enliven his imagination.
[EN.1.3.09.06]
But tho' I cannot altogether exclude the relations of resemblance and contiguity from operating on the fancy in this manner, 'tis observable that, when single, their influence is very feeble and uncertain. As the relation of cause and effect is requisite to persuade us of any real existence, so is this persuasion requisite to give force to these other relations. For where upon the appearance of an impression we not only feign another object, but likewise arbitrarily, and of our mere good-will and pleasure give it a particular relation to the impression, this can have but a small effect upon the mind; nor is there any reason, why, upon the return of the same impression, we shou'd be determined to place the same object in the same relation to it. There is no manner of necessity for the mind to feign any resembling and contiguous objects; and if it feigns such, there is as little necessity for it always to confine itself to the same, without any difference or variation. And indeed such a fiction is founded on so little reason, that nothing but pure caprice can determine the mind to form it; and that principle being fluctuating and uncertain, 'tis impossible it can ever operate with any considerable degree of force and constancy. The mind forsees and anticipates the change; and even from the very first instant feels the looseness of its actions, and the weak hold it has of its objects. And as this imperfection is very sensible in every single instance, it still encreases by experience and observation, when we compare the several instances we may remember, and form a general rule against the reposing any assurance in those momentary glimpses of light, which arise in the imagination from a feign'd resemblance and contiguity.
[EN.1.3.09.07]
The relation of cause and effect has all the opposite advantages. The objects it presents are fixt and unalterable. The impressions of the memory never change in any considerable degree; and each impression draws along with it a precise idea, which takes its place in the imagination as something solid and real, certain and invariable. The thought is always determin'd to pass from the impression to the idea, and from that particular impression to that particular idea, without any choice or hesitation.
[EN.1.3.09.08]
But not content with removing this objection, I shall endeavour to extract from it a proof of the present doctrine. Contiguity and resemblance have an effect much inferior to causation; but still have some effect, and augment the conviction of any opinion, and the vivacity of any conception. If this can be prov'd in several new instances, beside what we have already observ'd, 'twill be allow'd no inconsiderable argument, that belief is nothing but a lively idea related to a present impression.
[EN.1.3.09.09]
To begin with contiguity; it has been remark'd among the Mahometans as well as Christians, that those pilgrims, who have seen MECCA or the HOLY LAND, are ever after more faithful and zealous believers, than those who have not had that advantage. A man, whose memory presents him with a lively image of the Red-Sea, and the Desert, and Jerusalem, and Galilee, can never doubt of any miraculous events, which are related either by Moses or the Evangelists. The lively idea of the places passes by an easy transition to the facts, which are suppos'd to have been related to them by contiguity, and encreases the belief by encreasing the vivacity of the conception. The remembrance of these fields and rivers has the same influence on the vulgar as a new argument; and from the same causes.
[EN.1.3.09.10]
We may form a like observation concerning resemblance. We have remark'd, that the conclusion, which we draw from a present object to its absent cause or effect, is never founded on any qualities, which we observe in that object, consider'd in itself, or, in other words, that 'tis impossible to determine, otherwise than by experience, what will result from any phenomenon, or what has preceded it. But tho' this be so evident in itself, that it seem'd not to require any, proof; yet some philosophers have imagin'd that there is an apparent cause for the communication of motion, and that a reasonable man might immediately infer the motion of one body from the impulse of another, without having recourse to any past observation. That this opinion is false will admit of an easy proof. For if such an inference may be drawn merely from the ideas of body, of motion, and of impulse, it must amount to a demonstration, and must imply the absolute impossibility of any contrary supposition. Every effect, then, beside the communication of motion, implies a formal contradiction; and 'tis impossible not only that it can exist, but also that it can be conceiv'd. But we may soon satisfy ourselves of the contrary, by forming a clear and consistent idea of one body's moving upon another, and of its rest immediately upon the contact, or of its returning back in the same line in which it came; or of its annihilation; or circular or elliptical motion: and in short, of an infinite number of other changes, which we may suppose it to undergo. These suppositions are all consistent and natural; and the reason, Why we imagine the communication of motion to be more consistent and natural not only than those suppositions, but also than any other natural effect, is founded on the relation of resemblance betwixt the cause and effect, which is here united to experience, and binds the objects in the closest and most intimate manner to each other, so as to make us imagine them to be absolutely inseparable. Resemblance, then, has the same or a parallel influence with experience; and as the only immediate effect of experience is to associate our ideas together, it follows, that all belief arises from the association of ideas, according to my hypothesis.
[EN.1.3.09.11]
'Tis universally allow'd by the writers on optics, that the eye at all times sees an equal number of physical points, and that a man on the top of a mountain has no larger an image presented to his senses, than when he is coop'd up in the narrowest court or chamber. 'Tis only by experience that he infers the greatness of the object from some peculiar qualities of the image; and this inference of the judgment he confounds with sensation, as is common on other occasions. Now 'tis evident, that the inference of the judgment is here much more lively than what is usual in our common reasonings, and that a man has a more vivid conception of the vast extent of the ocean from the image he receives by the eye, when he stands on the top of the high promontory, than merely from hearing the roaring of the waters. He feels a more sensible pleasure from its magnificence; which is a proof of a more lively idea: And he confounds his judgment with sensation, which is another proof of it. But as the inference is equally certain and immediate in both cases, this superior vivacity of our conception in one case can proceed from nothing but this, that in drawing an inference from the sight, beside the customary conjunction, there is also a resemblance betwixt the image and the object we infer; which strengthens the relation, and conveys the vivacity of the impression to the related idea with an easier and more natural movement.
[EN.1.3.09.12]
No weakness of human nature is more universal and conspicuous than what we commonly call CREDULITY, or a too easy faith in the testimony of others; and this weakness is also very naturally accounted for from the influence of resemblance. When we receive any matter of fact upon human testimony, our faith arises from the very same origin as our inferences from causes to effects, and from effects to causes; nor is there anything but our experience of the governing principles of human nature, which can give us any assurance of the veracity of men. But tho' experience be the true standard of this, as well as of all other judgments, we. seldom regulate ourselves entirely by it; but have a remarkable propensity to believe whatever is reported, even concerning apparitions, enchantments, and prodigies, however contrary to daily experience and observation. The words or discourses of others have an intimate connexion with certain ideas in their mind; and these ideas have also a connexion with the facts or objects, which they represent. This latter connexion is generally much over-rated, and commands our assent beyond what experience will justify; which can proceed from nothing beside the resemblance betwixt the ideas and the facts. Other effects only point out their causes in an oblique manner; but the testimony of men does it directly, and is to be considered as an image as well as an effect. No wonder, therefore, we are so rash in drawing our inferences from it, and are less guided by experience in our judgments concerning it, than in those upon any other subject.
[EN.1.3.09.13]
As resemblance, when conjoin'd with causation, fortifies our reasonings; so the want of it in any very great degree is able almost entirely to destroy them. Of this there is a remarkable instance in the universal carelessness and stupidity of men with regard to a future state, where they show as obstinate an incredulity, as they do a blind credulity on other occasions. There is not indeed a more ample matter of wonder to the studious, and of regret to the pious man, than to observe the negligence of the bulk of mankind concerning their approaching condition; and 'tis with reason, that many eminent theologians have not scrupled to affirm, that tho' the vulgar have no formal principles of infidelity, yet they are really infidels in their hearts, and have nothing like what we can call a belief of the eternal duration of their souls. For let us consider on the one hand what divines have display'd with such eloquence concerning the importance of eternity; and at the same time reflect, that tho' in matters of rhetoric we ought to lay our account with some exaggeration, we must in this case allow, that the strongest figures are infinitely inferior to the subject: And after this let us view on the other hand, the prodigious security of men in this particular: I ask, if these people really believe what is inculcated on them, and what they pretend to affirm; and the answer is obviously in the negative. As belief is an act of the mind arising from custom, 'tis not strange the want of resemblance shou'd overthrow what custom has established, and diminish the force of the idea, as much as that latter principle encreases it. A future state is so far remov'd from our comprehension, and we have so obscure an idea of the manner, in which we shall exist after the dissolution of the body, that all the reasons we can invent, however strong in themselves, and however much assisted by education, are never able with slow imaginations to surmount this difficulty, or bestow a sufficient authority and force on the idea. I rather choose to ascribe this incredulity to the faint idea we form of our future condition, deriv'd from its want of resemblance to the present life, than to that deriv'd from its remoteness. For I observe, that men are everywhere concern'd about what may happen after their death, provided it regard this world; and that there are few to whom their name, their family, their friends, and their country are in. any period of time entirely indifferent.
[EN.1.3.09.14]
And indeed the want of resemblance in this case so entirely destroys belief, that except those few, who upon cool reflection on the importance of the subject, have taken care by repeated meditation to imprint in their minds the arguments for a future state, there scarce are any, who believe the immortality of the soul with a true and established judgment; such as is deriv'd from the testimony of travellers and historians. This appears very conspicuously wherever men have occasion to compare the pleasures and pains, the rewards and punishments of this life with those of a future; even tho' the case does not concern themselves, and there is no violent passion to disturb their judgment. The Roman Clatholicks are certainly the most zealous of any sect in the Christian world; and yet you'll find few among the more sensible people of that communion who do not blame the Gunpowder-treason, and the massacre of St. Bartholomew, as cruel and barbarous, tho' projected or executed against those very people, whom without any scruple they condemn to eternal and infinite punishments. All we can say in excuse for this inconsistency is, that they really do not believe what they affirm concerning a future state; nor is there any better proof of it than the very inconsistency.
[EN.1.3.09.15]
We may add to this a remark; that in matters of religion men take a pleasure in being terrify'd, and that no preachers are so popular, as those who excite the most dismal and gloomy passions. In the common affairs of life, where we feel and are penetrated with the solidity of the subject, nothing can be more disagreeable than fear and terror; and 'tis only in dramatic performances and in religious discourses, that they ever give pleasure. In these latter cases the imagination reposes itself indolently on the idea; and the passion, being soften'd by the want of belief in the subject, has no more than the agreeable effect of enlivening the mind, and fixing the attention.
[EN.1.3.09.16]
The present hypothesis will receive additional confirmation, if we examine the effects of other kinds of custom, as well as of other relations. To understand this we must consider, that custom, to which I attribute all belief and reasoning, may operate upon the mind in invigorating an idea after two several ways. For supposing that in all past experience we have found two objects to have been always conjoin'd together, 'tis evident, that upon the appearance of one of these objects in an impression, we must from custom make an easy transition to the idea of that object, which usually attends it; and by means of the present impression and easy transition must conceive that idea in a stronger and more lively manner, than we do any loose floating image of the fancy. But let us next suppose, that a mere idea alone, without any of this curious and almost artificial preparation, shou'd frequently make its appearance in the mind, this idea must by degrees acquire a facility and force; and both by its firm hold and easy introduction distinguish itself from any new and unusual idea. This is the only particular, in which these two kinds of custom agree; and if it appear, that their effects on the judgment, are similar and proportionable, we may certainly conclude, that the foregoing explication of that faculty is satisfactory. But can we doubt of this agreement in their influence on the judgment, when we consider the nature and effects Of EDUCATION?
[EN.1.3.09.17]
All those opinions and notions of things, to which we have been accustomed from our infancy, take such deep root, that 'tis impossible for us, by all the powers of reason and experience, to eradicate them; and this habit not only approaches in its influence, but even on many occasions prevails over that which a-rises from the constant and inseparable union of causes and effects. Here we most not be contented with saying, that the vividness of the idea produces the belief: We must maintain that they are individually the same. The frequent repetition of any idea infixes it in the imagination; but cou'd never possibly of itself produce belief, if that act of the mind was, by the original constitution of our natures, annex'd only to a reasoning and comparison of ideas. Custom may lead us into some false comparison of ideas. This is the utmost effect we can conceive of it. But 'tis certain it cou'd never supply the place of that comparison, nor produce any act of the mind, which naturally belong'd to that principle.
[EN.1.3.09.18]
A person, that has lost a leg or an arm by amputation, endeavours for a long time afterwards to serve himself with them. After the death of any one, 'tis a common remark of the whole family, but especially of the servants, that they can scarce believe him to be dead, but still imagine him to be in his chamber or in any other place, where they were accustomed to find him. I have often heard in conversation, after talking of a person, that is any way celebrated, that one, who has no acquaintance with him, will say, I have never seen such-a-one, but almost fancy I have; so often have I heard talk of him. All these are parallel instances.
[EN.1.3.09.19]
If we consider this argument from education in a proper light, 'twill appear very convincing; and the more so, that 'tis founded on one of the most common phaenomena, that is any where to be met with. I am persuaded, that upon examination we shall find more than one half of those opinions, that prevail among mankind, to be owing to education, and that the principles, which are thus implicitely embrac'd, overballance those, which are owing either to abstract reasoning or experience. As liars, by the frequent repetition of their lies, come at last to remember them; so the judgment, or rather the imagination, by the like means, may have ideas so strongly imprinted on it, and conceive them in so full a light, that they may operate upon the mind in the same manner with those, which the senses, memory or reason present to us. But as education is an artificial and not a natural cause, and as its maxims are frequently contrary to reason, and even to themselves in different times and places, it is never upon that account recogniz'd by philosophers; tho' in reality it be built almost on the same foundation of custom and repetition as our reasonings from causes and effects.2
Sect. 1.3.10. Of the Influence of Belief.
[EN.1.3.10.01]
But tho' education be disclaim'd by philosophy, as a fallacious ground of assent to any opinion, it prevails nevertheless in the world, and is the cause why all systems are apt to be rejected at first as new and unusual. This perhaps will be the fate of what I have here advanc'd concerning belief, and tho' the proofs I have produc'd appear to me perfectly conclusive, I expect not to make many proselytes to my opinion. Men will scarce ever be persuaded, that effects of such consequence can flow from principles, which are seemingly so inconsiderable, and that the far greatest part of our reasonings with all our actions and passions, can be deriv'd from nothing but custom and habit. To obviate this objection, I shall here anticipate a little what wou'd more properly fall under our consideration afterwards, when we come to treat of the passions and the sense of beauty.
[EN.1.3.10.02]
There is implanted in the human mind a perception of pain and pleasure, as the chief spring and moving principle of all its actions. But pain and pleasure have two ways of making their appearance in the mind; of which the one has effects very different from the other. They may either appear in impression to the actual feeling, or only in idea, as at present when I mention them. 'Tis evident the influence of these upon our actions is far from being equal. Impressions always actuate the soul, and that in the highest degree; but 'tis not every idea which has the same effect. Nature has proceeded with caution in this came, and seems to have carefully avoided the inconveniences of two extremes. Did impressions alone influence the will, we should every moment of our lives be subject to the greatest calamities; because, tho' we foresaw their approach, we should not be provided by nature with any principle of action, which might impel us to avoid them. On the other hand, did every idea influence our actions, our condition would not be much mended. For such is the unsteadiness and activity of thought, that the images of every thing, especially of goods and evils, are always wandering in the mind; and were it mov'd by every idle conception of this kind, it would never enjoy a moment's peace and tranquillity.
[EN.1.3.10.03]
Nature has, therefore, chosen a medium, and has neither bestow'd on every idea of good and evil the power of actuating the will, nor yet has entirely excluded them from this influence. Tho' an idle fiction has no efficacy, yet we find by experience, that the ideas of those objects, which we believe either are or will be existent, produce in a lesser degree the same effect with those impressions, which are immediately present to the senses and perception. The effect, then, of belief is to raise up a simple idea to an equality with our impressions, and bestow on it a like influence on the passions. This effect it can only have by making an idea approach an impression in force and vivacity. For as the different degrees of force make all the original difference betwixt an impression and an idea, they must of consequence be the source of all the differences in the effects of these perceptions, and their removal, in whole or in part, the cause of every new resemblance they acquire. Wherever we can make an idea approach the impressions in force and vivacity, it will likewise imitate them in its influence on the mind; and vice versa, where it imitates them in that influence, as in the present case, this must proceed from its approaching them in force and vivacity. Belief, therefore, since it causes an idea to imitate the effects of the impressions, must make it resemble them in these qualities, and is nothing but a more vivid and intense conception of any idea. This, then, may both serve as an additional argument for the present system, and may give us a notion after what manner our reasonings from causation are able to operate on the will and passions.
[EN.1.3.10.04]
As belief is almost absolutely requisite to the exciting our passions, so the passions in their turn are very favourable to belief; and not only such facts as convey agreeable emotions, but very often such as give pain, do upon that account become more readily the objects of faith and opinion. A coward, whose fears are easily awaken'd, readily assents to every account of danger he meets with; as a person of a sorrowful and melancholy disposition is very credulous of every thing, that nourishes his prevailing passion. When any affecting object is presented, it gives the alarm, and excites immediately a degree of its proper passion; especially in persons who are naturally inclined to that passion. This emotion passes by an easy transition to the imagination; and diffusing itself over our idea of the affecting object, makes us form that idea with greater force and vivacity, and consequently assent to it, according to the precedent system. Admiration and surprize have the same effect as the other passions; and accordingly we may observe, that among the vulgar, quacks and projectors meet with a more easy faith upon account of their magnificent pretensions, than if they kept themselves within the bounds of moderation. The first astonishment, which naturally attends their miraculous relations, spreads itself over the whole soul, and so vivifies and enlivens the idea, that it resembles the inferences we draw from experience. This is a mystery, with which we may be already a little acquainted, and which we shall have farther occasion to be let into in the progress of this treatise.
[EN.1.3.10.05]
After this account of the influence of belief on the passions, we shall find less difficulty in explaining its effects on the imagination, however extraordinary they may appear. 'Tis certain we cannot take pleasure in any discourse, where our judgment gives no assent to those images which are presented to our fancy. The conversation of those who have acquir'd a habit of lying, tho' in affairs of no moment, never gives any satisfaction; and that because those ideas they present to us, not being attended with belief, make no impression upon the mind. Poets themselves, tho' liars by profession, always endeavour to give an air of truth to their fictions; and where that is totally neglected, their performances, however ingenious, will never be able to afford much pleasure. In short, we may observe, that even when ideas have no manner of influence on the will and passions, truth and reality are still requisite, in order to make them entertaining to the imagination.
[EN.1.3.10.06]
But if we compare together all the phenomena that occur on this head, we shall find, that truth, however necessary it may seem in all works of genius, has no other effect than to procure an easy reception for the ideas, and to make the mind acquiesce in them with satisfaction, or at least without reluctance. But as this is an effect, which may easily be supposed to flow from that solidity and force, which, according to my system, attend those ideas that are established by reasonings from causation; it follows, that all the influence of belief upon the fancy may be explained from that system. Accordingly we may observe, that wherever that influence arises from any other principles beside truth or reality, they supply its place, and give an equal entertainment to the imagination. Poets have form'd what they call a poetical system of things, which tho' it be believ'd neither by themselves nor readers, is commonly esteem'd a sufficient foundation for any fiction. We have been so much accustomed to the names of MARS, JUPITER, VENUS, that in the same manner as education infixes any opinion, the constant repetition of these ideas makes them enter into the mind with facility, and prevail upon the fancy, without influencing the judgment. In like manner tragedians always borrow their fable, or at least the names of their principal actors, from some known passage in history; and that not in order to deceive the spectators; for they will frankly confess, that truth is not in any circumstance inviolably observed: but in order to procure a more easy reception into the imagination for those extraordinary events, which they represent. But this is a precaution, which is not required of comic poets, whose personages and incidents, being of a more familiar kind, enter easily into the conception, and are received without any such formality, even tho' at first night they be known to be fictitious, and the pure offspring of the fancy.
[EN.1.3.10.07]
This mixture of truth and falshood in the fables of tragic poets not only serves our present purpose, by shewing, that the imagination can be satisfy'd without any absolute belief or assurance; but may in another view be regarded as a very strong confirmation of this system. 'Tis evident, that poets make use of this artifice of borrowing the names of their persons, and the chief events of their poems, from history, in order to procure a more easy reception for the whole, and cause it to make a deeper impression on the fancy and affections. The several incidents of the piece acquire a kind of relation by being united into one poem or representation; and if any of these incidents be an object of belief, it bestows a force and vivacity on the others, which are related to it. The vividness of the first conception diffuses itself along the relations, and is convey'd, as by so many pipes or canals, to every idea that has any communication with the primary one. This, indeed, can never amount to a perfect assurance; and that because the union among the ideas is, in a manner, accidental: But still it approaches so near, in its influence, as may convince us, that they are deriv'd from the same origin. Belief must please the imagination by means of the force and vivacity which attends it; since every idea, which has force and vivacity, is found to be agreeable to that faculty.
[EN.1.3.10.08]
To confirm this we may observe, that the assistance is mutual betwixt the judgment and fancy, as well as betwixt the judgment and passion; and that belief not only gives vigour to the imagination, but that a vigorous and strong imagination is of all talents the most proper to procure belief and authority. 'Tis difficult for us to withhold our assent from what is painted out to us in all the colours of eloquence; and the vivacity produc'd by the fancy is in many cases greater than that which arises from custom and experience. We are hurried away by the lively imagination of our author or companion; and even be himself is often a victim to his own fire and genius.
[EN.1.3.10.09]
Nor will it be amiss to remark, that as a lively imagination very often degenerates into madness or folly, and bears it a great resemblance in its operations; so they influence the judgment after the same manner, and produce belief from the very same principles. When the imagination, from any extraordinary ferment of the blood and spirits, acquires such a vivacity as disorders all its powers and faculties, there is no means of distinguishing betwixt truth and falshood; but every loose fiction or idea, having the same influence as the impressions of the memory, or the conclusions of the judgment, is receiv'd on the same footing, and operates with equal force on the passions. A present impression and a customary transition are now no longer necessary to enliven our ideas. Every chimera of the brain is as vivid and intense as any of those inferences, which we formerly dignify'd with the name of conclusions concerning matters of fact, and sometimes as the present impressions of the senses.
[EN.1.3.10.10]
[The following three paragraphs are inserted from the appendix.] We may observe the same effect of poetry in a lesser degree; and this is common both to poetry and madness, that the vivacity they bestow on the ideas is not deriv'd from the particular situations or connexions of the objects of these ideas, but from the present temper and disposition of the person. But how great soever the pitch may be, to which this vivacity rises, 'tis evident, that in poetry it never has the same feeling with that which arises in the mind, when we reason, tho' even upon the lowest species of probability. The mind can easily distinguish betwixt the one and the other; and whatever emotion the poetical enthusiasm may give to the spirits, 'tis still the mere phantom of belief or persuasion. The case is the same with the idea, as with the passion it occasions. There is no passion of the human mind but what may arise from poetry; tho' at the same time the feelings of the passions are very different when excited by poetical fictions, from what they are when they are from belief and reality. A passion, which is disagreeable in real life, may afford the highest entertainment in a tragedy, or epic poem. In the latter case, it lies not with that weight upon us: It feels less firm and solid: And has no other than the agreeable effect of exciting the spirits, and rouzing the attention. The difference in the passions is a clear proof of a like difference in those ideas, from which the passions are deriv'd. Where the vivacity arises from a customary conjunction with a present impression; tho' the imagination may not, in appearance, be so much mov'd; yet there is always something more forcible and real in its actions, than in the fervors of poetry and eloquence. The force of our mental actions in this case, no more than in any other, is not to be measur'd by the apparent agitation of the mind. A poetical description may have a more sensible effect on the fancy, than an historical narration. It may collect more of those circumstances, that form a compleat image or picture. It may seem to set the object before us in more lively colours. But still the ideas it presents are different to the feeling from those, which arise from the memory and the judgment. There is something weak and imperfect amidst all that seeming vehemence of thought and sentiment, which attends the fictions of poetry.
[EN.1.3.10.11]
We shall afterwards have occasion to remark both the resemblance and differences betwixt a poetical enthusiasm, and a serious conviction. In the mean time I cannot forbear observing, that the great difference in their feeling proceeds in some measure from reflection and general rules. We observe, that the vigour of conception, which fictions receive from poetry and eloquence, is a circumstance merely accidental, of which every idea is equally susceptible; and that such fictions are connected with nothing that is real. This observation makes us only lend ourselves, so to speak, to the fiction: But causes the idea to feel very different from the eternal establish'd persuasions founded on memory and custom. They are somewhat of the same kind: But the one is much inferior to the other, both in its causes and effects.
[EN.1.3.10.12]
A like reflection on general rules keeps us from augmenting our belief upon every encrease of the force and vivacity of our ideas. Where an opinion admits of no doubt, or opposite probability, we attribute to it a full conviction: tho' the want of resemblance, or contiguity, may render its force inferior to that of other opinions. 'Tis thus the understanding corrects the appearances of the senses, and makes us imagine, that an object at twenty foot distance seems even to the eye as large as one of the same dimensions at ten.
[EN.1.3.10.13]
We may observe the same effect of poetry in a lesser degree; only with this difference, that the least reflection dissipates the illusions of poetry, and Places the objects in their proper light. 'Tis however certain, that in the warmth of a poetical enthusiasm, a poet has a, counterfeit belief, and even a kind of vision of his objects: And if there be any shadow of argument to support this belief, nothing contributes more to his full conviction than a blaze of poetical figures and images, which have their effect upon the poet himself, as well as upon his readers.
Sect. 1.3.11. Of the Probability of Chances.
[EN.1.3.11.01]
But in order to bestow on this system its full force and evidence, we must carry our eye from it a moment to consider its consequences, and explain from the same principles some other species of reasoning, which are deriv'd from the same origin.
[EN.1.3.11.02]
Those philosophers, who have divided human reason into knowledge and probability, and have defin'd the first to be that evidence, which arises from the comparison of ideas, are oblig'd to comprehend all our arguments from causes or effects under the general term of probability. But tho 'every one be free to use his terms in what sense he pleases; and accordingly in the precedent part of this discourse, I have follow'd this method of expression; 'tis however certain, that in common discourse we readily affirm, that many arguments from causation exceed probability, and may be receiv'd as a superior kind of evidence.' One wou'd appear ridiculous, who wou'd say, that 'tis only probable the sun will rise to-morrow, or that all men must dye; tho' 'tis plain we have no further assurance of these facts, than what experience affords us. For this reason, 'twould perhaps be more convenient, in order at once to preserve the common signification of words, and mark the several degrees of evidence, to distinguish human reason into three kinds, viz. that from knowledge, from proofs, and from probabilities. By knowledge, I mean the assurance arising from the comparison of ideas. By proofs, those arguments, which are deriv'd from the relation of cause and effect, and which are entirely free from doubt and uncertainty. By probability, that evidence, which is still attended with uncertainty. 'Tis this last species of reasoning, I proceed to examine.
[EN.1.3.11.03]
Probability or reasoning from conjecture may be divided into two kinds, viz. that which is founded on chance, and that which arises from causes. We shall consider each of these in order.
[EN.1.3.11.04]
The idea of cause and effect is deriv'd from experience, which presenting us with certain objects constantly conjoin'd with each other, produces such a habit of surveying them in that relation, that we cannot without a sensible violence survey them iii any other. On the other hand, as chance is nothing real in itself, and, properly speaking, is merely the negation of a cause, its influence on the mind is contrary to that of causation; and 'tis essential to it, to leave the imagination perfectly indifferent, either to consider the existence or non-existence of that object, which is regarded as contingent. A cause traces the way to our thought, and in a manner forces us to survey such certain objects, in such certain relations. Chance can only destroy this determination of the thought, and leave the mind in its native situation of indifference; in which, upon the absence of a cause, 'tis instantly re-instated.
[EN.1.3.11.05]
Since therefore an entire indifference is essential to chance, no one chance can possibly be superior to another, otherwise than as it is compos'd of a superior number of equal chances. For if we affirm that one chance can, after any other manner, be superior to another, we must at the same time affirm, that there is something, which gives it the superiority, and determines the event rather to that side than the other: That is, in other words, we must allow of a cause, and destroy the supposition of chance; which we had before established. A perfect and total indifference is essential to chance, and one total indifference can never in itself be either superior or inferior to another. This truth is not peculiar to my system, but is acknowledged by every one, that forms calculations concerning chances.
[EN.1.3.11.06]
And here 'tis remarkable, that tho' chance and causation be directly contrary, yet 'tis impossible for us to conceive this combination of chances, which is requisite to render one hazard superior to another, without supposing a mixture of causes among the chances, and a conjunction of necessity in some particulars, with a total indifference in others. Where nothing limits the chances, every notion, that the most extravagant fancy can form, is upon a footing of equality; nor can there be any circumstance to give one the advantage above another. Thus unless we allow, that there are some causes to make the dice fall, and preserve their form in their fall, and lie upon some one of their sides, we can form no calculation concerning the laws of hazard. But supposing these causes to operate, and supposing likewise all the rest to be indifferent and to be determined by chance, 'tis easy to arrive at a notion of a superior combination of chances. A dye that has four sides mark'd with a certain number of spots, and only two with another, affords us an obvious and easy instance of this superiority. The mind is here limited by the causes to such a precise number and quality of the events; and at the same time is undetermined in its choice of any particular event.
[EN.1.3.11.07]
Proceeding then in that reasoning, wherein we have advanc'd three steps; that chance is merely the negation of a cause, and produces a total indifference in the mind; that one negation of a cause and one total indifference can never be superior or inferior to another; and that there must always be a mixture of causes among the chances, in order to be the foundation of any reasoning: We are next to consider what effect a superior combination of chances can have upon the mind, and after what manner it influences our judgment and opinion. Here we may repeat all the same arguments we employ'd in examining that belief, which arises from causes; and may prove, after the same manner, that a superior number of chances produces our assent neither by demonstration nor probability. 'Tis indeed evident ' that we can 'never by the comparison of mere ideas make any discovery, which can be of consequence in this affairs and that 'tis impossible to prove with certainty, that any event must fall on that side where there is a superior number of chances. To, suppose in this case any certainty, were to overthrow what we have established concerning the opposition of chances, and their perfect equality and indifference.
[EN.1.3.11.08]
Shou'd it be said, that tho' in an opposition of chances 'tis impossible to determine with certainty, on Which side the event will fall, yet we can pronounce with certainty, that 'tis more likely and probable, 'twill be on that side where there is a superior number of chances, than where there is an inferior: Shou'd this be said, I wou'd ask, what is here meant by likelihood and probability? The likelihood and probability of chances is a superior number of equal chances; and consequently when we say 'tis likely the event win fall on the side, which is superior, rather than on the inferior, we do no more than affirm, that where there is a superior number of chances there is actually a superior, and where there is an inferior there is an inferior; which are identical propositions, and of no consequence. The question is, by what means a superior number of equal chances operates upon the mind, and produces belief or assent; since it appears, that 'tis neither by arguments deriv'd from demonstration, nor from probability.
[EN.1.3.11.09]
In order to clear up this difficulty, we shall suppose a person to take a dye, form'd after such a manner as that four of its sides are mark'd with one figure, or one number of spots, and two with another; and to put this dye into the box with an intention of throwing it: 'Tis plain, he must conclude the one figure to be more probable than the other, and give the preference to that which is inscrib'd on the greatest number of sides. He in a manner believes, that this will lie uppermost; tho' still with hesitation and doubt, in proportion to the number of chances, which are contrary: And according as these contrary chances diminish, and the superiority encreases on the other side, his belief acquires new degrees of stability and assurance. This belief arises from an operation of the mind upon the simple and limited object before us; and therefore its nature will be the more easily discovered and explain'd. We have nothing but one single dye to contemplate, in order to comprehend one of the most curious operations of the understanding.
[EN.1.3.11.10]
This dye, form'd as above, contains three circumstances worthy of our attention. First, Certain causes, such as gravity, solidity, a cubical figure, &c. which determine it to fall, to preserve its form in its fall, and to turn up one of its sides. Secondly, A certain number of sides, which are suppos'd indifferent. Thirdly, A certain figure inscrib'd on each side. These three particulars form the whole nature of the dye, so far as relates to our present purpose; and consequently are the only circumstances regarded by the mind in its forming a judgment concerning the result of such a throw. Let us, therefore, consider gradually and carefully what must be the influence of these circumstances on the thought and imagination.
[EN.1.3.11.11]
First, We have already observ'd, that the mind is determin'd by custom to pass from any cause to its effect, and that upon the appearance of the one, 'tis almost impossible for it not to form an idea of the other. Their constant conjunction in past instances has produc'd such a habit in the mind, that it always conjoins them in its thought, and infers the existence of the one from that of its usual attendant. When it considers the dye as no longer supported by the box, it can not without violence regard it as suspended in the air; but naturally places it on the table, and views it as turning up one of its sides. This is the effect of the intermingled causes, which are requisite to our forming any calculation concerning chances.
[EN.1.3.11.12]
Secondly, 'Tis suppos'd, that tho' the dye be necessarily determin'd to fall, and turn up one of its sides, yet there is nothing to fix the particular side, but that this is determin'd entirely by chance. The very nature and essence of chance is a negation of causes, and the leaving the mind in a perfect indifference among those events, which are suppos'd contingent. When therefore the thought is determined by the causes to consider the dye as falling and turning up one of its sides, the chances present all these sides as equal, and make us consider every one of them, one after another, as alike probable and possible. The imagination passes from the cause, viz. the throwing of the dye, to the effect, viz. the turning up one of the six sides; and feels a kind of impossibility both of stopping short in the way, and of forming any other idea. But as all these six sides are incompatible, and the dye cannot turn up above one at once, this principle directs us not to consider all of them at once as lying uppermost; which we look upon as impossible: Neither does it direct us with its entire force to any particular side; for in that case this side wou'd be considered as certain and inevitable; but it directs us to the whole six sides after such a manner as to divide its force equally among them. We conclude in general, that some one of them must result from the throw: We run all of them over in our minds: The determination of the thought is common to all; but no more of its force falls to the share of any one, than what is suitable to its proportion with the rest. 'Tis after this manner the original impulse, and consequently the vivacity of thought, arising from the causes, is divided and split in pieces by the intermingled chances.
[EN.1.3.11.13]
We have already seen the influence of the two first qualities of the dye, viz. the causes, and the number and indifference of the sides, and have learn'd how they give an impulse to the thought, and divide that impulse into as many parts as there are unites in the number of sides. We must now consider the effects of the third particular, viz. the figures inscrib'd on each side. 'Tis evident that where several sides have the same figure inscribe on them, they must concur in their influence on the mind, and must unite upon one image or idea of a figure all those divided impulses, that were dispers'd over the several sides, upon which that figure is inscrib'd. Were the question only what side will be turn'd up, these are all perfectly equal, and no one cou'd ever have any advantage above another. But as the question is concerning the figure, and as the same figure is presented by more than one side: 'tis evident, that the impulses belonging to all these sides must re-unite in that one figure, and become stronger and more forcible by the union. Four sides are suppos'd in the present case to have the same figure inscrib'd on them, and two to have another figure. The impulses of the former are, therefore, superior to those of the latter. But as the events are contrary, and 'tis impossible both these figures can be turn'd up; the impulses likewise become contrary, and the inferior destroys the superior, as far as its strength goes. The vivacity of the idea is always proportionable to the degrees of the impulse or tendency to the transition; and belief is the same with the vivacity of the idea, according to the precedent doctrine.
Sect. 1.3.12. Of the Probability of Causes.
[EN.1.3.12.01]
What I have said concerning the probability of chances can serve to no other purpose, than to assist us in explaining the probability of causes; since 'tis commonly allow'd by philosophers, that what the vulgar call chance is nothing but a secret and conceal'd cause. That species of probability, therefore, is what we must chiefly examine.
[EN.1.3.12.02]
The probabilities of causes are of several kinds; but are all deriv'd from the same origin, viz. the association of ideas to a present impression. As the habit, which produces the association, arises from the frequent conjunction of objects, it must arrive at its perfection by degrees, and must acquire new force from each instance, that falls under our observation. The first instance has little or no force: The second makes some addition to it: The third becomes still more sensible; and 'tis by these slow steps, that our judgment arrives at a full assurance. But before it attains this pitch of perfection, it passes thro' several inferior degrees, and in all of them is only to be esteem'd a presumption or probability. The gradation, therefore, from probabilities to proofs is in many cases insensible; and the difference betwixt these kinds of evidence is more easily perceiv'd in the remote degrees, than in the near and contiguous.
[EN.1.3.12.03]
'Tis worthy of remark on this occasion, that tho' the species of probability here explain'd be the first in order, and naturally takes place before any entire proof can exist, yet no one, who is arriv'd at the age of maturity, can any longer be acquainted with it. 'Tis true, nothing is more common than for people of the most advanc'd knowledge to have attain'd only an imperfect experience of many particular events; which naturally produces only an imperfect habit and transition: But then we must consider, that the mind, having form'd another observation concerning the connexion of causes and effects, gives new force to its reasoning from that observation; and by means of it can build an argument on one single experiment, when duly prepar'd and examin'd. What we have found once to follow from any object, we conclude will for ever follow from it; and if this maxim be not always built upon as certain, 'tis not for want of a sufficient number of experiments, but because we frequently meet with instances to the contrary; which leads us to the second species of probability, where there is a contrariety in our experience and observation.
[EN.1.3.12.04]
'Twou'd be very happy for men in the conduct of their lives and actions, were the same objects always conjoin'd together, and, we had nothing to fear but the mistakes of our own judgment, without having any reason to apprehend the uncertainty of nature. But as 'tis frequently found, that one observation is contrary to another, and that causes and effects follow not in the same order, of which we have I had experience, we are oblig'd to vary our reasoning on, account of this uncertainty, and take into consideration the contrariety of events. The first question, that occurs on this head, is concerning the nature and causes of the contrariety.
[EN.1.3.12.05]
The vulgar, who take things according to their first appearance, attribute the uncertainty of events to such an uncertainty in the causes, as makes them often fail of their usual influence, tho' they meet with no obstacle nor impediment in their operation. But philosophers observing, that almost in every part of nature there is contain'd a vast variety of springs and principles, which are hid, by reason of their minuteness or remoteness, find that 'tis at least possible the contrariety of events may not proceed from any contingency in the cause, but from the secret operation of contrary causes. This possibility is converted into certainty by farther observation, when they remark, that upon an exact scrutiny, a contrariety of effects always betrays a contrariety of causes, and proceeds from their mutual hindrance and opposition. A peasant can give no better reason for the stopping of any clock or watch than to say, that commonly it does not go right: But an artizan easily perceives, that the same force in the spring or pendulum has always the same influence on the wheels; but fails of its usual effect, perhaps by reason of a grain of dust, which puts a stop to the whole movement. From the observation of several parallel instances, philosophers form a maxim, that the connexion betwixt all causes and effects is equally necessary, and that its seeming uncertainty in some instances proceeds from the secret opposition of contrary causes.
[EN.1.3.12.06]
But however philosophers and the vulgar may differ in their explication of the contrariety of events, their inferences from it are always of the same kind, and founded on the same principles. A contrariety of events in the past may give us a kind of hesitating belief for the future after two several ways. First, By producing an imperfect habit and transition from the present impression to the related idea. When the conjunction of any two objects is frequent, without being entirely constant, the mind is determined to pass from one object to the other; but not with so entire a habit, as when the union is uninterrupted, and all the instances we have ever met with are uniform and of a piece-.. We find from common experience, in our actions as well as reasonings, that a constant perseverance in any course of life produces a strong inclination and tendency to continue for the future; tho' there are habits of inferior degrees of force, proportioned to the inferior degrees of steadiness and uniformity in our conduct.
[EN.1.3.12.07]
There is no doubt but this principle sometimes takes place, and produces those inferences we draw from contrary phaenomena: tho' I am perswaded, that upon examination we shall not find it to be the principle, that most commonly influences the mind in this species of reasoning. When we follow only the habitual determination of the mind, we make the transition without any reflection, and interpose not a moment's delay betwixt the view of one object and the belief of that, which is often found to attend it. As the custom depends not upon any deliberation, it operates immediately, without allowing any time for reflection. But this method of proceeding we have but few instances of in our probable reasonings; and even fewer than in those, which are deriv'd from the uninterrupted conjunction of objects. In the former species of reasoning we commonly take knowingly into consideration the contrariety of past events; we compare the different sides of the contrariety, and carefully weigh the experiments, which we have on each side: Whence we may conclude, that our reasonings of this kind arise not directly from the habit, but in an oblique manner; which we must now endeavour to explain.
[EN.1.3.12.08]
'Tis evident, that when an object is attended with contrary effects, we judge of them only by our past experience, and always consider those as possible, which we have observ'd to follow from it. And as past experience regulates our judgment concerning the possibility of these effects, so it does that concerning their probability; and that effect, which has been the most common, we always esteem the most likely. Here then are two things to be considered, viz. the reasons which determine us to make the past a standard for the future, and the manner how we extract a single judgment from a contrariety of past events.
[EN.1.3.12.09]
First we may observe, that the supposition, that the future resembles the past,, is not founded on arguments of any kind, but is deriv'd entirely from habit, by which we are determin'd to expect for the future the same train of objects, to which we have been accustom'd. This habit or determination to transfer the past to the future is full and perfect; and consequently the first impulse of the imagination in this species of reasoning is endow'd with the same qualities.
[EN.1.3.12.10]
But, secondly, when in considering past experiments we find them of a contrary nature, this determination, tho' full and perfect in itself, presents us with no steady object, but offers us a number of disagreeing images in a certain order and proportion. The first impulse, therefore, is here broke into pieces, and diffuses itself over all those images, of which each partakes an equal share of that force and vivacity, that is deriv'd from the impulse. Any of these past events may again happen; and we judge, that when they do happen, they will be mix'd in the same proportion as in the past.
[EN.1.3.12.11]
If our intention, therefore, be to consider the proportions of contrary events in a great number of instances, the images presented by our past experience must remain in their <first form>, and preserve their first proportions. Suppose, for instance, I have found by long observation, that of twenty ships, which go to sea, only nineteen return. Suppose I see at present twenty ships that leave the port: I transfer my past experience to the future, and represent to myself nineteen of these ships as returning in safety, and one as perishing. Concerning this there can be no difficulty. But as we frequently run over those several ideas of past events, in order to form a judgment concerning one single event, which appears uncertain; this consideration must change the first form of our ideas, and draw together the divided images presented by experience; since 'tis to it we refer the determination of that particular event, upon which we reason. Many of these images are suppos'd to concur, and a superior number to concur on one side. These agreeing images unite together, and render the idea more strong and lively, not only than a mere fiction of the imagination, but also than any idea, which is supported by a lesser number of experiments. Each new experiment is as a new stroke of the pencil, which bestows an additional vivacity on the colours without either multiplying or enlarging the figure. This operation of the mind has been so fully explain'd in treating of the probability of chance, that I need not here endeavour to render it more intelligible. Every past experiment may be consider'd as a kind of chance; I it being uncertain to us, whether the object will exist conformable to one experiment or another. And for this reason every thing that has been said on the one subject is applicable to both.
[EN.1.3.12.12]
Thus upon the whole, contrary experiments produce an imperfect belief, either by weakening the habit, or by dividing and afterwards joining in different parts, that perfect habit, which makes us conclude in general, that instances, of which we have no experience, must necessarily resemble those of which we have.
[EN.1.3.12.13]
To justify still farther this account of the second species of probability, where we reason with knowledge and reflection from a contrariety of past experiments, I shall propose the following considerations, without fearing to give offence by that air of subtilty, which attends them. Just reasoning ought still, perhaps, to retain its force, however subtile; in the same manner as matter preserves its solidity in the air, and fire, and animal spirits, as well as in the grosser and more sensible forms.
[EN.1.3.12.14]
First, We may observe, that there is no probability so great as not to allow of a contrary possibility; because otherwise 'twou'd cease to be a probability, and wou'd become a certainty. That probability of causes, which is most extensive, and which we at present examine, depends on a contrariety of experiments: and 'tis evident An experiment in the past proves at least a possibility for the future.
[EN.1.3.12.15]
Secondly, The component parts of this possibility and probability are of the same nature, and differ in number only, but not in kind. It has been observ'd, that all single chances are entirely equal, and that the only circumstance, which can give any event, that is contingent, a superiority over another is a superior number of chances. In like manner, as the uncertainty of causes is discovery by- experience, which presents us with a view of contrary events, 'tis plain, that when we transfer the past to the future, the known to the unknown, every past experiment has the same weight, and that 'tis only a superior number of them, which can throw the ballance on any side. The possibility, therefore, which enters into every reasoning of this kind, is compos'd of parts, which are of the same nature both among themselves, and with those, that compose the opposite probability.
[EN.1.3.12.16]
Thirdly, We may establish it as a certain maxim, that in all moral as well as natural phaenomena, wherever any cause consists of a number of parts, and the effect encreases or diminishes, according to the variation of that number, the effects properly speaking, is a compounded one, and arises from the union of the several effects, that proceed from each part of the cause. Thus, because the gravity of a body encreases or diminishes by the encrease or diminution of its parts, we conclude that each part contains this quality and contributes to the gravity of the whole. The absence or presence of a part of the cause is attended with that of a proportionable part of the effect. This connexion or constant conjunction sufficiently proves the one part to be the cause of the other. As the belief which we have of any event, encreases or diminishes according to the number of chances or past experiments, 'tis to be considered as a compounded effect, of which each part arises from a proportionable number of chances or experiments.
[EN.1.3.12.17]
Let us now join these three observations, and see what conclusion we can draw from them. To every probability there is an opposite possibility. This possibility is compos'd of parts, that are entirely of the same nature with those of the probability; and consequently have the same influence on the mind and understanding. The belief, which attends the probability, is a compounded effect, and is form'd by the concurrence of the several effects, which proceed from each part of the probability. Since therefore each part of the probability contributes to the production of the belief, each part of the possibility must have the same influence on the opposite side; the nature of these parts being entirely the same. The contrary belief, attending the possibility, implies a view of a certain object, as well as the probability does an opposite view. In this particular both these degrees of belief are alike. The only manner then, in which the superior number of similar component parts in the one can exert its influence, and prevail above the inferior in the other, is by producing a stronger and more lively view of its object. Each part presents a particular view; and all these views uniting together produce one general view, which is fuller and more distinct by the greater number of causes or principles, from which it is deriv'd.
[EN.1.3.12.18]
The component parts of the probability and possibility, being alike in their nature, must produce like effects; and the likeness of their effects consists in this, that each of them presents a view of a particular object. But tho' these parts be alike in their nature, they are very different in their quantity and number; and this difference must appear in the effect as well as the similarity. Now as the view they present is in both cases full and entire, and comprehends the object in all its parts, 'tis impossible that in this particular there can be any difference; nor is there any thing but a superior vivacity in the probability, arising from the concurrence of a superior number of views, which can distinguish these effects.
[EN.1.3.12.19]
Here is almost the same argument in a different light. All our reasonings concerning the probability of causes are founded on the transferring of past to future. The transferring of any past experiment to the future is sufficient to give us a view of the object; whether that experiment be single or combin'd with others of the same kind; whether it be entire, or oppos'd by others of a contrary kind. Suppose, then, it acquires both these qualities of combination and opposition, it loses not upon that account its former power of presenting a view of the object, but only concurs with and opposes other experiments, that have a like influence. A question, therefore, may arise concerning the manner both of the concurrence and opposition. As to the concurrence, there is only the choice left betwixt these two hypotheses. First, That the view of the object, occasioned by the transference of each past experiment, preserves itself entire, and only multiplies the number of views. Or, secondly, That it runs into the other similar and correspondent views, and gives them a superior degree of force and vivacity. But that the first hypothesis is erroneous, is evident from experience, which informs us, that the belief, attending any reasoning, consists in one conclusion, not in a multitude of similar ones, which wou'd only distract the mind, and in many cases wou'd be too numerous to be comprehended distinctly by any finite capacity. It remains, therefore, as the only reasonable opinion, that these similar views run into each other, and unite their forces; so as to produce a stronger and clearer view, than what arises from any one alone. This is the manner, in which past experiments concur, when they are transfer'd to any future event. As to the manner of their opposition, 'tis evident, that as the contrary views are incompatible with each other, and 'tis impossible the object can at once exist conformable to both of them, their influence becomes mutually destructive, and the mind is determin'd to the superior only with that force, which remains, after subtracting the inferior.
[EN.1.3.12.20]
I am sensible how abstruse all this reasoning must appear to the generality of readers, who not being accustom'd to such profound reflections on the intellectual faculties of the mind, will be apt to reject as chimerical whatever strikes not in with the common receiv'd notions, and with the easiest and most obvious principles of philosophy. And no doubt there are some pains requir'd to enter into these arguments; tho' perhaps very little are necessary to perceive the imperfection of every vulgar hypothesis on this subject, and the little light, which philosophy can yet afford us in such sublime and such curious speculations. Let men be once fully perswaded of these two principles, That there, is nothing in any object, consider'd in itself, which can afford us a reason for drawing a conclusion beyond it; and, That even after the observation of the frequent or constant conjunction of objects, we have no reason to draw any inference concerning any object beyond those of which we have had experience; I say, let men be once fully convinc'd of these two principles, and this will throw them so loose from all common systems, that they will make no difficulty of receiving any, which may appear the most extraordinary. These principles we have found to be sufficiently convincing, even with regard to our most certain reasonings from causation: But I shall venture to affirm, that with regard to these conjectural or probable reasonings they still acquire a new degree of evidence.
[EN.1.3.12.21]
First, 'Tis obvious, that in reasonings of this kind, 'tis not the object presented to us, which, consider'd in itself, affords us any reason to draw a conclusion concerning any other object or event. For as this latter object is suppos'd uncertain, and as the uncertainty is deriv'd from a conceal'd contrariety of causes in the former, were any of the causes plac'd in the known qualities of that object, they wou'd no longer be conceal'd, nor wou'd our conclusion be uncertain.
[EN.1.3.12.22]
But, secondly, 'tis equally obvious in this species of reasoning, that if the transference of the past to the future were founded merely on a conclusion of the understanding, it cou'd never occasion any belief or assurance. When we transfer contrary experiments to the future, we can only repeat these contrary experiments with their particular proportions; which cou'd not produce assurance in any single event, upon which we reason, unless the fancy melted together all those images that concur, and extracted from them one single idea or image, which is intense and lively in proportion to the number of experiments from which it is deriv'd, and their superiority above their antagonists. Our past experience presents no determinate object; and as our belief, however faint, fixes itself on a determinate object, 'tis evident that the belief arises not merely from the transference of past to future, but from some operation of the fancy conjoin'd with it. This may lead us to conceive the manner, in which that faculty enters into all our reasonings.
[EN.1.3.12.23]
I shall conclude this subject with two reflections, which may deserve our attention. The first may be explain'd after this manner. When the mind forms a reasoning concerning any matter of fact, which is only probable, it casts its eye backward upon past experience, and transferring it to the future, is presented with so many contrary views of its object, of which those that are of the same kind uniting together, and running into one act of the mind, serve to fortify and inliven it. But suppose that this multitude of views or glimpses of an object proceeds not from experience, but from. a voluntary act of the imagination; this effect does not follow, or at least, follows not in the same degree. For tho' custom and education produce belief by such a repetition, as is not deriv'd from experience, yet this requires a long tract of time, along with a very frequent and undesign'd repetition. In general we may pronounce, that a person who wou'd voluntarily repeat any idea in his mind, tho' supported by one past experience, wou'd be no more inclin'd to believe the existence of its object, than if he had contented himself with one survey of it. Beside the effect of design; each act of the mind, being separate and independent, has a separate influence, and joins not its force with that of its fellows. Not being united by any common object, producing them, they have no relation to each other; and consequently make no transition or union of forces. This phaenomenon we shall understand better afterwards.
[EN.1.3.12.24]
My second reflection is founded on those large probabilities, which the mind can judge of, and the minute differences it can observe betwixt them. When the chances or experiments on one side amount to ten thousand, and on the other to ten thousand and one, the judgment gives the preference to the latter, upon account of that superiority; tho' 'tis plainly impossible for the mind to run over every particular view, and distinguish the superior vivacity of the image arising from the superior number, where the difference is so inconsiderable. We have a parallel instance in the affections., 'Tis evident, according to the principles above-mention'd, that when an object produces any passion in us, which varies according to the different quantity of the object; I say, 'tis evident, that the passion, properly speaking, is not a simple emotion, but a compounded one, of a great number of weaker passions, deriv'd from a view of each part of the object. For otherwise 'twere impossible the passion shou'd encrease by the encrease of these parts. Thus a man, who desires a thousand pound, has in reality a thousand or more desires which uniting together, seem to make only one passion; tho' the composition evidently betrays itself upon every alteration of the object, by the preference he gives to the larger number, if superior only by an unite. Yet nothing can be more certain, than that so small a difference wou'd not be discernible in the passions, nor cou'd render them distinguishable from each other. The difference, therefore, of our conduct in preferring the greater number depends not upon our passions, but upon custom, and general rules. We have found in a multitude of instances, that the augmenting the numbers of any sum augments the passion, where the numbers are precise and the difference sensible. The mind can perceive from its immediate feeling, that three guineas produce a greater passion than two; and this it transfers to larger numbers, because of the resemblance; and by a general rule assigns to a thousand guineas, a stronger passion than to nine hundred and ninety nine. These general rules we shall explain presently.
[EN.1.3.12.25]
But beside these two species of probability, which a-re deriv'd from an imperfect experience and from contrary causes, there is a third arising from ANALOGY, which differs from them in some material circumstances.' According to the hypothesis above explain'd all kinds of reasoning from causes or effects are founded on two particulars, viz., the constant conjunction of any two objects in all past experience, and the resemblance of a present object to any one of them. The effect of these two particulars is, that the present object invigorates and inlivens the imagination; and the resemblance, along with the constant union, conveys this force and vivacity to the related idea; which we are therefore said to believe, or assent to. If you weaken either the union or resemblance, you weaken the principle of transition, and of consequence that belief, which arises from it. The vivacity of the first impression cannot be fully convey'd to the related idea, either where the conjunction of their objects is not constant, or where the present impression does not perfectly resemble any of those, whose union we are accustom'd to observe. In those probabilities of chance and causes above-explain'd, 'tis the constancy of the union, which is diminish'd; and in the probability deriv'd from analogy, 'tis the resemblance only, which is affected. Without some degree of resemblance, as well as union, 'tis impossible there can be any reasoning: but as this resemblance admits of many different degrees, the reasoning becomes proportionably more or less firm and certain. An experiment loses of its force, when transferr'd to instances, which are not exactly resembling; tho' 'tis evident it may still retain as much as may be the foundation of probability, as long as there is any resemblance remaining.