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Gottfried Wilhelm Leibniz
Discurso de metafísica (1686)
Table of Contents
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Prólogo
Nota biográfica
Bibliografía
DISCURSO DE METAFÍSICA
1. De la perfección divina, y que Dios hace todo del modo más deseable.
La noción de Dios más admitida y más significativa que tenemos, está bastante bien expresada en estos términos: que Dios es un ser absolutamente perfecto; pero no se consideran suficientemente sus consecuencias, y para avanzar en ellas es conveniente hacer notar que en la Naturaleza haya perfecciones diversas y muy diferentes, que Dios las posee todas juntas y que cada una le pertenece en el grado más soberano. Es necesario también conocer lo que es la perfección, de la que es una nota bastante segura la siguiente: que las formas o naturalezas no susceptibles del último grado, no son perfecciones; como por ejemplo la naturaleza del número o de la figura. Pues el número más grande de todos (o bien el número de todos los números), así como la mayor de todas las figuras, implican contradicción, pero la más grande ciencia y la omnipotencia no encierran en absoluto imposibilidad. Por consiguiente, el poder y la ciencia son perfecciones y, en tanto que pertenecen a Dios, no tienen límite alguno. De donde se sigue que, poseyendo Dios la sabiduría suprema e infinita, obra de la manera más perfecta, no solamente en sentido metafísico sino también moralmente hablando y que puede decirse, en lo que a nosotros concierne, que cuanto más informados e iluminados estemos acerca de las obras de Dios, más inclinados estaremos a encontrarlas excelentes y totalmente conformes a cuanto se hubiera podido desear.9
2. Contra los que sostienen que no hay ninguna bondad en las obras de Dios; o bien, que las reglas de la bondad y la belleza son arbitrarias.
Así, estoy muy alejado del sentir de aquellos que sostienen que no hay reglas de bondad ni de perfección en la naturaleza de las cosas o en las ideas que Dios tiene de ellas, y que las obras de Dios no son buenas más que por la razón formal de que las ha hecho. Pues si así fuera, Dios, que sabe que es su autor, no tendría por qué mirarlas después y encontrar que eran buenas, como atestigua la Sagrada Escritura, que no parece haberse servido de esta antropología más que para darnos a conocer que su excelencia se advierte al mirarlas en sí mismas, aun cuando no se haga reflexión sobre esta escueta denominación que las relaciona con su causa. Lo cual es tanto más cierto, cuanto que es por la consideración de las obras como puede descubrirse al obrero. Es necesario, por consiguiente, que estas obras lleven en sí su carácter. Confieso que la opinión contraria me parece extremadamente peligrosa y muy próxima a la de los últimos innovadores, cuya opinión es que la belleza del universo y la bondad que atribuimos a las obras de Dios, no son más que quimeras de los hombres que conciben a Dios a su manera. Además, diciendo que las cosas no son buenas por ninguna regla de bondad, sino sólo por la voluntad de Dios, se destruye sin daré cuenta, me parece a mí, todo el amor de Dios y toda su gloria. ¿A qué alabarlo por lo que ha hecho si sería igualmente loable habiendo hecho todo lo contrario? ¿Dónde estarán su justicia y su sabiduría si no le queda más que un cierto poder despótico, si la voluntad ocupa el lugar de la razón y si, según la definición de los tiranos, lo que agrada al más poderoso es justo por eso mismo? Aparte de que parece que toda voluntad supone alguna razón de querer y que esta razón es naturalmente anterior a la voluntad. Por eso es por lo que encuentro muy extraña la expresión de algunos filósofos que dicen que las verdades eternas de la metafísica y de la geometría, y por consiguiente también las reglas de la bondad, la justicia y la perfección no son más que efectos de la voluntad de Dios, en tanto que a mí me parecen consecuencias de su entendimiento, que no depende en absoluto de su voluntad, ni más ni menos que su esencia.10
3. Contra los que creen que Dios hubiera podido obrar mejor.
Yo no podría aprobar la opinión de algunos modernos que sostienen audazmente que lo que Dios hace no posee la última perfección y que hubiese podido obrar mucho mejor. Pues me parece que las consecuencias de esta creencia son completamente opuestas a la gloria de Dios: Uti minus malum habet rationem boni, ita minus bonum habet rationem mali. Y es obrar imperfectamente el obrar con menos perfección que se hubiera podido. Es encontrar defectos en la obra de un arquitecto mostrar que podía haberla hecho mejor. Esto va incluso contra la Sagrada Escritura, que nos asegura de la bondad de las obras de Dios. Pues como las imperfecciones descienden hasta el infinito, sea cual fuere el modo en que Dios hubiese hecho su obra, siempre habría sido perfecta en comparación con las menos perfectas, si esto fuera bastante. Pero apenas es digna de alabanza una cosa si lo es de esta manera. Creo también que se encontrará una infinidad de pasajes de la Divina Escritura y de los Santos Padres que abonarían mi creencia, pero no se encontrarán apenas para las opiniones de los modernos, que son, según mi entender, desconocidas de la antigüedad, y sólo se fundan en el conocimiento escasísimo que tenemos de la armonía general del universo y de las ocultas razones de la conducta de Dios, lo cual nos hace juzgar temerariamente que muchas cosas hubieran podido hacerse mejor. Además, estos modernos insisten en algunas sutilezas muy poco sólidas; pues imaginan que nada es tan perfecto que no haya algo más perfecto, lo cual es un error. También creen que con ello salvan la libertad de Dios, como si la suma libertad no consistiera en obrar con la perfección, según la razón soberana. Pues creer que Dios obra en alguna cosa sin tener razón alguna de su voluntad, además de parecer imposible, es una opinión poco adecuada a su gloria; supongamos, por ejemplo, que Dios escogiese entre A y B, tomando A sin tener ninguna razón para preferirla a B; yo diría que esta acción, por lo menos, no es nada loable; pues toda alabanza debe estar fundada en alguna razón, que aquí no se encuentra ex hypothesi. En cambio, yo opino que Dios no hace nada por lo que no merezca ser alabado.11
4. Que el amor de Dios exige una total satisfacción y aquiescencia respecto de lo que hace.
El conocimiento general de esta gran verdad, que Dios obra siempre de la manera más perfecta y de la forma más deseable que sea posible, es, a mi entender, el fundamento del amor que debemos a Dios sobre todas las cosas, pues quien ama busca su satisfacción en la felicidad o perfección del objeto amado y de sus acciones. Idem velle et idem nolle vera amicitia est. Y yo creo que es difícil amar bien a Dios cuando no se está en disposición de querer lo que Él quiere, aun cuando se tuviera poder para cambiarlo. En efecto, los que no están satisfechos con lo que Él hace, me parecen individuos descontentos cuya intención no es muy diferente de la intención de los rebeldes. Creo, pues, que según estos principios, para proceder de acuerdo con el amor de Dios no basta tener paciencia a la fuerza; es preciso sentirse verdaderamente satisfecho con todo lo que nos haya sucedido por su voluntad. Entiendo esta aquiescencia en cuanto al pasado, pues en cuanto al porvenir no es necesario ser quietistas y esperar ridículamente de brazos cruzados lo que haga Dios, según aquel sofisma que los antiguos llaman la razón perezosa, sino que es preciso obrar según la voluntad presuntiva de Dios; en tanto que podamos juzgar de ella, tratando con todas nuestras fuerzas de contribuir al bien general y particularmente al ornato y perfección de lo que nos concierne, o de lo que nos es próximo y, por así decirlo, al alcance. Pues cuando un acontecimiento haya podido hacernos creer que Dios no ha querido, en ese caso, que se realizara nuestra voluntad, no hemos de creer por ello que no haya querido que hiciésemos lo que hemos hecho. Por el contrario, como Él es el mejor de todos los señores, no pide nunca más que la buena intención y es a Él a quien corresponde conocer la hora y el lugar propios para hacer que se logren los buenos deseos.12
5. En qué consisten las reglas de perfección de la conducta divina, y que la sencillez de las vías está en relación con la riqueza de los efectos.
Es suficiente, pues, con tener esta confianza en Dios: que todo lo hace del modo mejor y que nada podría dañar a los que lo aman; pero conocer en particular las razones que han podido moverle para escoger este orden del universo, sufrir los pecados, o dispensar sus gracias saludables de cierta manera, sobrepasa las fuerzas de un espíritu finito; sobre todo, cuando no ha llegado aún al gozo de la visión de Dios. Sin embargo, no pueden hacerse algunas observaciones generales con respecto a la conducta de la providencia en el gobierno de las cosas. Se puede decir que el que obra perfectamente es semejante a un excelente geómetra, que sabe encontrar las mejores soluciones de un problema; a un buen arquitecto que maneja el lugar y los fondos destinados a la construcción de la manera más ventajosa, no dejando nada extraño ni nada que carezca de la belleza de que es susceptible; a un buen padre de familia, que emplea su patrimonio de forma que en él nada permanezca inculto ni estéril; a un hábil mecánico, que logre su efecto por el caminó menos intrincado posible; y a un sabio autor, que recopile el mayor número de realidades en el menor volumen que pueda. Pero los más perfectos de todos los seres y los que menor volumen ocupan, es decir, los que menos se estorban, son los espíritus, cuyas perfecciones son las virtudes. Por esto es por lo que no hemos de dudar que la felicidad de los espíritus es el principal fin de Dios y que lo pone en ejecución en la medida que lo permite la armonía general. Pronto volveremos sobre esto. Por lo que respecta a la simplicidad de las vías de Dios, tiene lugar en vista de los medios, como, del otro lado, la variedad, riqueza o abundancia se realiza en vista de los fines o los efectos. Y la una debe estar en relación con la otra, al igual que los gastos destinados a una construcción, con la belleza y la magnitud que se pide de ella. Bien es verdad que a Dios no le cuesta nada, menos que a un filósofo que hace hipótesis para la fábrica de su mundo imaginario, puesto que Dios no necesita más que hacer decretos para hacer nacer un mundo real; pero en materia de sabiduría los decretos o hipótesis hacen oficio de gastos a medida que son más independientes los unos de los otros: pues la razón quiere que se evite la multiplicidad en las hipótesis o principios, del mismo modo que, en la astronomía, se prefiere siempre el sistema más simple.13
6. Que Dios no hace nada fuera del orden y que no es posible siquiera fingir acontecimientos que no sean regulares.
Las voluntades o acciones de Dios se dividen comúnmente en ordinarias o extraordinarias. Pero es conveniente tener en cuenta que Dios no hace nada fuera del orden. Así, lo que pasa por extraordinario no lo es más que a la mirada de algún orden particular establecido entre las criaturas. Pues, en cuanto al orden universal, todo está de acuerdo con Él. Y tan cierto es esto, que no solamente no sucede en el mundo nada que sea absolutamente irregular, sino que ni siquiera podría fingirse nada semejante. Supongamos, por ejemplo, que alguien marque una cantidad de puntos, al azar, sobre el papel, como hacen los qué ejercitan el arte ridículo de la geomancia; yo digo que es posible encontrar una línea geométrica cuya noción sea constante y uniforme según una cierta regla, de forma que esta línea pase por todos los puntos y en el mismo orden que la mano los había marcado. Y si alguien trazara una línea que tan pronto fuera recta como circular o de cualquier índole, es posible encontrar una noción, regla o ecuación común a todos los puntos de esta línea en virtud de la cual se realizan estos cambios. Y no hay, por ejemplo, rostro cuyo perfil no forme parte de una línea geométrica y no pueda ser trazado íntegramente de un solo trazo por un cierto movimiento regulado. Mas cuando una regla es demasiado complicada, lo que está conforme con ella pasa por irregular. Así, puede decirse que, de cualquier manera que Dios hubiese creado el mundo, hubiera sido siempre regular y de un cierto orden general. Pero Dios ha escogido el que es más perfecto, es decir, el que es más simple en hipótesis y más rico en fenómenos, como podría ser una línea geométrica cuya construcción fuese fácil y sus propiedades y efectos admirables y de gran amplitud. Me sirvo de estas comparaciones para esbozar alguna semejanza imperfecta de la ' sabiduría divina y para decir algo que pueda, al menos, elevar nuestro espíritu a concebir de alguna manera lo que no se sabría expresar suficientemente. Pero no pretendo explicar con ellas el gran misterio del que depende todo el universo.14
7. Que los milagros están de acuerdo con el orden general, aunque sean contrarios a las máximas subalternas. De lo que Dios quiere o permite y de la voluntad general o particular.
Ahora bien, puesto que nada puede hacerse que no esté dentro del orden, puede decirse que los milagros están también dentro de él, lo mismo que las operaciones naturales, que se llaman así porque están de acuerdo con ciertas máximas subalternas que nosotros llamamos la naturaleza de las cosas. Pues puede decirse que esta naturaleza no es más que una costumbre de Dios, de la que puede dispensarse a causa de una razón más poderosa que aquella que le ha movido a servirse de sus máximas. En cuanto a las voluntades generales o particulares, según se tome la cosa, puede decirse que Dios hace todo según su voluntad más general, que está conforme con el orden más perfecto que ha escogido; pero puede decirse también que hay voluntades particulares, que son excepciones a las máximas subalternas dichas, pues la más general de las leyes de Dios, que regula toda la serie del universo, no tiene excepción. Puede decirse también que Dios quiere todo lo que es objeto de su voluntad particular; pero en cuanto a los objetos de su voluntad general, por ejemplo, las acciones de otras criaturas, en especial de las racionales, a las que Dios quiere concurrir, hay que distinguir: pues si la acción es buena en sí mima, puede decirse que Dios la quiere y la ordena a veces, incluso cuando no se realiza; pero si es mala en sí misma, no se hace buena más que accidentalmente, porque la serie de las cosas y, particularmente, el castigo y la satisfacción corrige su malignidad y recompensa su mal con creces, de tal forma que, finalmente, se encuentra más perfección en toda la serie que si no hubiera ocurrido este mal; hay que decir que Dios lo permite, pero no lo quiere, aunque concurra a él a causa de las leyes que ha establecido en la Naturaleza y porque sabe sacar de él un beneficio mayor.15
8. Para distinguir las acciones de Dios y de las criaturas se explica en qué consiste la noción de una sustancia individual.
Es bastante difícil distinguir las acciones de Dios, de las acciones de las criaturas; pues hay quien cree que Dios lo hace todo y otros se imaginan que no hace más que conservar la fuerza que ha dado a las criaturas: lo que sigue hará ver en qué medida puede decirse lo uno o lo otro. Ahora bien, puesto que las acciones y las pasiones pertenecen propiamente a sus sustancias individuales (actiones sunt suppositorum), sería necesario explicar qué es una tal sustancia. Es muy cierto que, cuando varios predicados se atribuyen a un mismo sujeto, y este sujeto no se atribuye a ningún otro, se le llama sustancia individual, pero esto no es bastante y una tal explicación no es más que nominal. Es preciso, pues, examinar qué es eso de ser atribuido verdaderamente a un cierto sujeto. Ahora bien, consta que toda predicación verdadera tiene algún fundamento en la naturaleza de las cosas, y cuando una proposición no es idéntica, es decir, cuando el predicado no está comprendido expresamente en el sujeto, hace fata que esté allí contenido virtualmente, y a esto le llaman los filósofos in-esse, diciendo que el predicado está en el sujeto. Así, es preciso que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de suerte que el que entendiese perfectamente la noción del sujeto, juzgaría también que el predicado le pertenece. Sentado esto, podemos decir que la naturaleza de una sustancia individual o de un ser completo es tener una noción tan completa que sea suficiente para comprender y hacer deducir de ella todos los predicados del sujeto a quien esta noción se atribuye. Por el contrario, el accidente es un ser cuya noción no encierra todo lo que puede atribuirse al sujeto a quien se atribuye esta noción. Así, la cualidad de rey que pertenece a Alejandro Magno, haciendo abstracción del sujeto, no está bastante determinada a un individuo y no encierra las otras cualidades del mismo sujeto ni todo lo que la noción de este príncipe comprende; Dios, en cambio, viendo la noción individual o haecceidad de Alejandro, ve en ella al mismo tiempo el fundamento y la razón de todos los predicados que pueden decirse de él verdaderamente, como, por ejemplo, que vencería a Darío y a Poro, hasta conocer en ella a priori (y no por experiencia) si murió de muerte natural o envenenado, cosa que nosotros no podemos saber más que por la historia. Cuando se considera bien la conexión de las cosas, puede decirse que hay desde siempre en el alma de Alejandro restos de lo que le ha sucedido y señales de todo lo que le ocurrirá, e incluso huellas de todo lo que pasa en el universo, aunque sólo pertenezca a Dios el conocerlas todas.16
9. Que cada sustancia singular expresa todo el universo a su manera, y que en su noción todos sus acontecimientos están comprendidos con todas sus circunstancias y toda la serie de las cosas exteriores.
Se siguen de esto varias paradojas considerables; entre otras: que no es cierto que dos sustancias se parezcan enteramente y sean diferentes sólo número y que lo que Santo Tomás asegura a este respecto de los ángeles o inteligencias (quod ibi omne individuum sit species infima), es verdadero de todas las sustancias mientras se tome la diferencia específica como la toman los geómetras respecto a sus figuras. ítem, que una sustancia no podría comenzar más que por creación ni perecer más que por aniquilación: que no se divide una sustancia en dos, no se hace de dos una y que, así, el número de las sustancias no aumenta naturalmente ni disminuye, aunque a menudo sean transformadas. Además, toda sustancia es como un mundo completo y como un espejo de Dios; o bien, de todo el universo que cada una de ellas expresa a su manera, algo así como una misma ciudad es vista de diferente manera según las diversas situaciones del que la contempla. Así, el universo está multiplicado, en cierto modo, tantas veces como sustancias hay, y la gloria de Dios está redoblada por otras tantas representaciones diferentes de su obra. Puede decirse, incluso, que toda sustancia lleva en cierta manera el carácter de la sabiduría infinita y la omnipotencia de Dios y lo imita en cuanto es capaz. Pues expresa, aunque confusamente, todo lo que sucede en el universo, pasado, presente o futuro, lo cual guarda cierta semejanza con una percepción o conocimiento infinito; y como todas las demás sustancias expresan esto a su vez y se acomodan a ello, puede decirse que ella extiende su poder sobre todas las demás a imitación de la omnipotencia del creador.17
10. Que la opinión de las formas sustanciales tiene alguna consistencia, pero que estas formas nada cambian en los fenómenos y no se deben emplear para explicar los efectos particulares.
Parece que los antiguos, como tantas personas competentes, habituadas a las meditaciones profundas, que han enseñado la teología y la filosofía hace algunos siglos y de los que algunos son recomendables por su santidad, han tenido algún conocimiento de lo que acabamos de decir, y esto es lo que les hizo introducir y mantener las formas sustanciales, que hoy día están tan desprestigiadas. Mas no están ellos alejados de la verdad ni son tan ridículos como el común de nuestros nuevos filósofos se imagina. Estoy de acuerdo en que la consideración de estas formas no sirve de nada en el detalle de la física y en que no debe emplearse en la explicación de los fenómenos en particular. Y es en esto en lo que nuestros escolásticos se equivocaron y los médicos de tiempos pasados a ejemplo suyo, creyendo dar razón de las propiedades del cuerpo con sólo mencionar formas y cualidades, sin tomarse la molestia de examinar el modo de la operación; como si se contentara alguien con decir que un reloj tiene la cantidad horodíctica que procede de su forma, sin considerar en qué consiste todo esto. Es lo que puede bastar, en efecto, a quien lo compra, con tal de que abandone su cuidado a otro. Pero este defecto y mal uso de las formas no debe bastarnos para que rechacemos una cosa cuyo conocimiento es tan necesario en metafísica, que sin esto estimo que no podrían conocerse bien los primeros principios ni elevarse suficientemente el espíritu hasta el conocimiento de los seres incorpóreos y de las maravillas dé Dios. Sin embargo, lo mismo que el geómetra no necesita embarazarse el espíritu con el famoso laberinto de la composición del continuo, y que ningún filósofo moral, y menos aún el jurisconsulto o el político tienen necesidad de preocuparse por las grandes dificultades que se encuentran en la conciliación del libre albedrío con la providencia de Dios, ya que el geómetra puede concluir todas sus demostraciones y el político puede terminar todas sus deliberaciones sin entrar en estas discusiones, que no dejan de ser necesarias e importantes en la filosofía y en la teología: del mismo modo, un físico puede dar razón de las experiencias, sirviéndose lo mismo de experiencias más simples y ya hechas, como de demostraciones geométricas y mecánicas, sin tener que recurrir a consideraciones generales que son de otra esfera, y si emplea en su labor el concurso de Dios o bien algún alma, principio u otra cosa de tal naturaleza, se saldrá de la cuestión lo mismo que aquel que, en una deliberación práctica importante, se metiera en grandes razonamientos sobre la naturaleza del destino y de nuestra libertad como, en efecto, hacen los hombres con harta frecuencia sin darse cuenta de que se complican el espíritu por la consideración de la fatalidad; hasta llegan, a veces, a apartarse por ello de alguna buena resolución o de algún cuidado necesario.18
11. Que las meditaciones de los teólogos y de los filósofos que se llaman escolásticos no son enteramente despreciables.
Ya sé que enuncio una gran paradoja al pretender rehabilitar de alguna manera la antigua filosofía y recordar postliminio las formas sustanciales, casi desvanecidas; pero quizá no se me condene a la ligera cuando se sepa que he meditado bastante sobre la filosofía moderna, que he consagrado mucho tiempo a las experiencias de la física y a las demostraciones de la geometría y que he estado mucho tiempo persuadido de la vanidad de estos seres, que por fin me vi obligado a aceptarlos nuevamente a pesar mío y como a la fuerza, tras haber hecho yo mismo investigaciones que me llevaron a conocer que nosotros los modernos no hacemos bastante justicia a Santo Tomás ni a otros grandes hombres de aquella época y que hay en las opiniones de los filósofos y teólogos escolásticos mucha más consistencia de la que se cree, con tal de servirse de ellas oportunamente y en su lugar. Incluso estoy persuadido de que, si algún espíritu exacto y meditador se tomara la molestia de esclarecer y elaborar su pensamiento al modo de los geómetras analíticos, encontraría allí un tesoro de multitud de verdades importantísimas y enteramente demostrativas.19
12. Que las nociones que se basan en la extensión encierran algo imaginario y no podrían constituir la sustancia del cuerpo.
Mas para reanudar el hilo de nuestras consideraciones, creo que aquel que medite sobre la naturaleza de la sustancia que he explicado arriba, encontrará que toda la naturaleza del cuerpo no consiste solamente en la extensión, es decir, en la magnitud, figura y movimiento, sino que hay que reconocer necesariamente en él algo que tenga relación con las almas y que comúnmente se llama forma sustancial, aunque nada altere en los fenómenos, como tampoco el alma de los animales, si la tienen. Puede incluso demostrarse que la noción de la magnitud, de la figura y del movimiento no es tan distinta como se cree y que encierra algo de imaginario y relativo a nuestras percepciones, como ocurre también (aunque en mayor escala) con el color, el calor y otras cualidades semejantes, de las que cabe poner en duda si realmente se encuentran en la naturaleza de las cosas, fuera de nosotros. Por eso semejantes clases de cualidades no podrían constituir ninguna sustancia. Y si no hay otro principio de identidad en los cuerpos, aparte de éste que acabamos de decir, nunca un cuerpo subsistirá más de un momento. Sin embargo, las almas y las formas sustanciales de los otros cuerpos son muy distintas de las almas inteligentes, que son las únicas que conocen sus acciones y que no sólo no perecen naturalmente, sino que incluso conservan siempre el fundamento del conocimiento de lo que ellas son; lo que hace que sólo ellas sean susceptibles de castigo y de recompensa y las hace ciudadanas de la república del universo cuyo monarca es Dios; de esto se sigue también que todas las demás criaturas deben servirles, de lo cual hablaremos más ampliamente.20
13. Cómo la noción individual de cada persona encierra de una vez para todas lo que le ocurrirá siempre, se ven en ellas las pruebas «a priori» o razones de la verdad de cada acontecimiento, o por qué ha ocurrido uno más bien que otro. Pero estas verdades aunque seguras, no dejan de ser contingentes por fundarse en el libre albedrío de Dios y de las criaturas. Es cierto que su elección tiene siempre razones, pero inclinan sin necesitar.
Pero antes de pasar más adelante, hay que intentar resolver una gran dificultad que puede surgir de los fundamentos que hemos establecido más arriba. Hemos dicho que la noción de una sustancia individual encierra, de una vez para todas, todo cuanto puede jamás ocurrirle, y que, considerando esta noción, se puede ver en ella todo lo que verdaderamente se puede enunciar de ella misma, como podemos ver en la naturaleza del círculo todas las propiedades que de ella pueden deducirse. Pero parece que con esto se destruiría la distinción de las verdades contingentes y necesarias, que la libertad humana no tendrá ya lugar alguno y que una fatalidad absoluta imperará en todas nuestras acciones lo mismo que en el resto de todos los acontecimientos del mundo. A lo que respondo que hay que distinguir entre lo que es cierto y lo que es necesario: todo el mundo está de acuerdo en que los futuros contingentes son seguros, puesto que Dios los prevé, pero no se reconoce por eso que sean necesarios. Pero (se dirá), si alguna conclusión se puede deducir infaliblemente de una definición o noción, será necesaria. Y nosotros afirmamos que todo lo que ha de ocurrirle a alguna persona está ya comprendido virtualmente en su naturaleza o noción, como las propiedades lo están en la definición del círculo; de este modo, la dificultad subsiste aún. Para resolverla sólidamente, digo que la conexión o consecuencia es de dos clases: una es absolutamente necesaria y su contrario implica contradicción, y esta deducción se realiza en las verdades eternas, como son las de la geometría; la otra sólo es necesaria ex hypothesi , y, por así decirlo, accidentalmente, y es contingente en sí misma cuando el contrario no implica (contradicción).21 Y esta conexión no se funda en las ideas puras y en el entendimiento simple de Dios, sino en sus decretos libres y en la continuidad del universo. Pongamos un ejemplo: puesto que Julio César se convertirá en dictador perpetuo y amo de la república, suprimiendo la libertad a los romanos, esta acción está comprendida en su noción, pues suponemos que la naturaleza de tal noción perfecta de un sujeto es comprenderlo todo a fin de que el predicado esté incluido en ella, ut possit inesse subjecto. Podría decirse que no tiene que cometer esa acción en virtud de esa noción o idea, puesto que le conviene solamente porque Dios lo sabe todo. Pero se insistirá en que su naturaleza o forma responde a esta noción, y puesto que Dios le ha impuesto este personaje, le es necesario, desde ese momento, satisfacerle. Podría responder a esto por la instancia de los futuros contingentes, puesto que no tienen nada real más que en el entendimiento y voluntad de Dios, y puesto que Dios les ha dado allí esa forma de antemano, será preciso, de todos modos, que respondan a ella. Pero prefiero resolver las dificultades en vez de disculparlas con el ejemplo de otras dificultades parecidas y lo que voy a decir servirá para aclarar tanto una como otra. Ahora es, pues, cuando hay que aplicar la distinción de las conexiones y digo que lo que sucede de acuerdo con esas anticipaciones está asegurado, pero no es necesario y si alguno hiciera lo contrario, no haría nada imposible en sí mismo, aunque sea imposible (ex hypothesi) que esto ocurra. Pues si algún hombre fuera capaz de concluir toda la demostración en virtud de la cual pudiese probar esta conexión del sujeto que es César y del predicado que es su empresa afortunada, haría ver, en efecto, que la dictadura futura de César tiene su fundamento en su noción o naturaleza; que en ella se ve una razón de por qué decidió pasar el Rubicón en vez de quedarse en él y por qué ganó la jornada de Farsalia en lugar de perderla; y que era razonable, y por lo tanto seguro, que esto ocurriera, pero no que sea necesario en sí mismo ni que el contrario implique contradicción. Del mismo modo que es razonable y seguro que Dios hará siempre lo mejor, aunque lo que es menos perfecto no implique contradicción. Pues se encontrará que esta demostración de este predicado de César no es tan absoluta como las de los números o de la geometría, sino que supone la sucesión de las cosas que Dios ha escogido libremente y que está fundada en el primer decreto libre de Dios, que establece hacer siempre lo que es más perfecto, y en el decreto que Dios ha dado a continuación del primero en relación con la naturaleza humana, que es que el hombre haga siempre (aunque libremente) lo que le parezca lo mejor. Pero toda verdad, que está fundada sobre estas clases de decretos es contingente, aunque sea cierta; pues estos decretos no cambian en absoluto la posibilidad de las cosas, y como he dicho ya, aunque Dios escogiese siempre y con seguridad lo mejor, esto no impide que lo menos perfecto sea y siga siendo posible en sí mismo, aunque no se realice, pues no es su imposibilidad sino su imperfección lo que hace que se rechace. Y nada es necesario si su opuesto es posible. Se estará, pues, en situación de resolver esta clase de dificultades, por grandes que parezcan (y, en efecto, no son menos apremiantes en la opinión de todos los demás que han tratado desde siempre este tema) con tal de considerar bien que todas las proposiciones contingentes tienen razones para ser más bien así que de otra manera, o bien (lo que es igual) que tienen pruebas a priori de su verdad que las hacen ciertas y que muestran que la conexión del sujeto y del predicado de estas proposiciones tiene su fundamento en la naturaleza de uno y otro; pero que no tienen demostraciones de necesidad, puesto que esas razones sólo están fundadas en el principio de la continuidad o de la existencia de las cosas, es decir, sobre lo que es o parece mejor entre varias cosas igualmente posibles, en tanto que las verdades necesarias están fundadas en el principio de contradicción y en la posibilidad o imposibilidad de las esencias mismas, sin que tenga que ver con esto la voluntad libre de Dios o de las criaturas.22
14. Dios produce diversas sustancias según las diferentes visiones que tiene del universo y, por la intervención de Dios, la naturaleza propia de cada sustancia hace que lo que ocurra a una responda a lo que sucede a todas las demás, sin que ellas obren inmediatamente una en otra.
Después de haber conocido de algún modo en qué consiste la naturaleza de las sustancias, hay que tratar de explicar la dependencia que tienen unas de otras y sus acciones y pasiones. Pues, en primer lugar, es muy notorio que las sustancias creadas dependen de Dios que las conserva e, incluso, que las produce continuamente por una especie de emanación, como nosotros producimos nuestros pensamientos. Ya que Dios, al volver por todos lados, digámoslo así, y de todas las formas el sistema general de los fenómenos que le parece apropiado para manifestar su gloria y mirar todos los aspectos del mundo de todas las maneras posibles, puesto que no hay relación que escape a su omnisciencia, el resultado de cada visión del universo, como contemplado desde un cierto lugar, es una sustancia que expresa el universo de acuerdo con esa visión, si Dios juzga conveniente hacer efectivo su pensamiento y producir esta sustancia, y como la visión de Dios es siempre verdadera, nuestras percepciones lo son también, pero son nuestros juicios los que son nuestros y nos engañan. Pero hemos dicho arriba y se sigue de lo que acabamos de decir, que cada sustancia es como un mundo aparte, independiente de toda otra cosa fuera de Dios; así todos nuestros fenómenos, es decir, todo lo que puede alguna vez ocurrir, no son más que consecuencias de nuestro ser; y como estos fenómenos guardan cierto orden conforme a nuestra naturaleza, o, por así decirlo, al mundo que hay en nosotros, que hace que podamos realizar observaciones útiles para regular nuestra conducta, justificada por el resultado de los fenómenos futuros, y que así podamos juzgar a menudo del porvenir por el pasado sin equivocarnos, esto bastaría para decir que esos fenómenos son verdaderos sin preocuparnos de si existen fuera de nosotros o si otros los perciben también; sin embargo, es muy cierto que las percepciones o expresiones de todas las sustancias se corresponden entre sí, de forma que, siguiendo cada uno cuidadosamente ciertas razones o leyes que ha observado, se encontraría con otro que hiciese otro tanto, como cuando varios se han puesto de acuerdo para encontrarse todos en un lugar determinado y en una fecha prefijada, cosa que podrían hacer si quisieran. Pero aunque todos expresen los mismos fenómenos, no hace falta que sus expresiones sean perfectamente semejantes, sino que basta que sean proporcionales; del mismo modo que varios espectadores creen ver la misma cosa y se entienden entre sí, en efecto, aunque cada uno vea y hable según la medida de su vista. Pero sólo Dios (del que todos los individuos emanan continuamente y que ve el universo no sólo como ellos lo ven, sino también de un modo completamente distinto que todos ellos) es causa de esa correspondencia de sus fenómenos y hace que lo que es particular para uno, sea público para todos; de otro modo, no habría en ellos conexión. Podría, pues, decirse de alguna manera y en buen sentido, aunque insólito, que una sustancia particular no actúa jamás sobre una sustancia particular ni recibe tampoco acción de ella, si se considera que lo que sucede a cada una no es más que una consecuencia de su idea o noción completa únicamente, puesto que esta idea encierra ya todos los predicados o acontecimientos y expresa todo el universo. En efecto, nada puede acontecernos más que pensamientos y percepciones futuros no son más que consecuencias, aunque contingentes, de nuestros pensamientos y percepciones, y todos nuestros pensamientos y percepciones precedentes, de tal manera que si yo fuese capaz de considerar distintamente todo lo que me sucede o aparece ahora, podría ver en ello todo lo que me sucederá o aparecerá en el futuro; cosa que no faltaría y me sucedería lo mismo, aun cuando fuera destruido todo lo que existe fuera de mí, con tal de que quedemos Dios y yo. Mas como atribuimos a oras cosas, como a causas que obran sobre nosotros, lo que percibimos de alguna manera, es preciso considerar el fundamento de este juicio y lo que hay en él de verdad.23
15. La acción de una sustancia finita en otra no consiste más que en el aumento del grado de su expresión, junto con la disminución de la de la otra, en tanto que Dios las ha formado de antemano de forma que se acomoden en conjunto.
Pero sin entrar en una larga discusión, basta por el momento, para conciliar el lenguaje metafísico con la práctica, observar que nos atribuimos antes, y con razón, los fenómenos que expresamos más perfectamente, y que atribuimos a las demás sustancias lo que cada una expresa mejor. Así, una sustancia que es de una extensión infinita, en tanto que expresa todo, se hace limitada por el modo de su expresión más o menos perfecta. Es, pues, así como puede concebirse que las sustancias se impidan o se limiten entre sí y, por consiguiente, puede decirse en este sentido que actúan una sobre otra y que están obligadas, por así decirlo, a acomodarse entre ellas. Pues puede ocurrir que un cambio que aumenta la expresión de una, disminuya la de la otra. Pero la virtud de una sustancia particular consiste en expresar bien la gloria de Dios y por eso es menos limitada. Y cada cosa, cuando ejerce su virtud o potencia, mejora y se extiende en tanto que obra; luego, cuando adviene un cambio por el que varias sustancias son afectadas (como, en efecto, todo cambio las afecta a todas), creo que puede decirse que aquella que pasa por él a un grado mayor de perfección o a una expresión más perfecta, ejerce su potencia y actúa, y la que pasa a un grado menor da a conocer su debilidad y padece. Opino también que toda acción de una sustancia que tenga percepción implica algún placer, y toda pasión algún dolor, y viceversa. Sin embargo, puede muy bien ocurrir que una ventaja presente sea destruida a continuación por un mal mayor; de ahí viene que se pueda pecar actuando o ejercitando la potencia y encontrando placer en ello.24
16. El concurso extraordinario de Dios está comprendido en lo que expresa nuestra esencia, pues esta expresión se extiende a todos, pero sobrepasa las fuerzas de nuestra naturaleza o de nuestra expresión distinta, que es finita y sigue ciertas máximas subalternas.
Sólo falta ahora explicar cómo es posible que Dios tenga a veces influencia sobre los hombres o sobre otras sustancias por un concurso extraordinario y milagroso, puesto que parece que nada extraordinario ni sobrenatural puede ocurrirles, en vista de que todos sus acontecimientos no son más que consecuencia de su naturaleza. Pero es preciso recordar lo que hemos dicho antes con respecto a los milagros en el universo, que están siempre de acuerdo con la ley universal del orden general, aunque estén por encima de las máximas subalternas. Y así como toda persona o sustancia es como un pequeño mundo que expresa el grande, lo mismo puede decirse que esta acción extraordinaria de Dios sobre esa sustancia no deja de ser milagrosa, aunque esté comprendida en el orden general del universo en cuanto es expresado por la esencia o noción individual de esta sustancia. Por esto, si comprendemos en nuestra naturaleza todo lo que ella expresa, nada le es sobrenatural, puesto que se extiende a todo, ya que un efecto expresa siempre su causa y Dios es la verdadera causa de las sustancias. Pero como lo que nuestra naturaleza expresa más perfectamente le pertenece de una manera particular, puesto que en eso consiste su potencia y ésta es limitada, como acabo de explicar, hay muchas cosas que sobrepasan las fuerzas de nuestra naturaleza e incluso las de todas las naturalezas limitadas. Por consiguiente, a fin de hablar con mayor claridad, digo que los milagros y los concursos extraordinarios de Dios tienen la propiedad de que no podrían ser previstos por el razonamiento de ningún espíritu creado, por esclarecido que sea, porque la comprensión distinta del orden general los sobrepasa a todos; en cambio, todo lo que se llama natural depende de máximas menos generales que las criaturas pueden comprender. Para que las palabras sean, pues, tan irreprochables como el sentido, convendrá vincular ciertas maneras de hablar con ciertos pensamientos y podría llamarse esencia nuestra a aquello que comprende todo lo que expresamos, y puesto que ella expresa nuestra unión con Dios mismo, no tiene límites y nada la excede. Pero lo que es limitado en nosotros podrá llamarse nuestra naturaleza o nuestra potencia y, a este respecto, lo que excede las naturalezas de todas las sustancias creadas es sobrenatural.25
17. Ejemplo de una máxima subalterna o ley de la Naturaleza donde se demuestra que Dios conserva siempre, regularmente, la misma fuerza, pero no la misma cantidad de movimiento. Contra los cartesianos y otros varios.
Ya he mencionado, varias veces las máximas subalternas o leyes de la Naturaleza, y parece conveniente dar un ejemplo de ellas: ordinariamente nuestros nuevos filósofos se sirven de la famosa regla que afirma que Dios conserva siempre la misma cantidad de movimiento en el mundo. En efecto, es muy plausible y en algún tiempo yo la tuve por indudable. Pero después, me he dado cuenta de que contiene un error. Es que el señor Descartes, y muchos otros hábiles matemáticos, han creído que la cantidad de movimiento, es decir, la velocidad multiplicada por el tamaño del móvil conviene enteramente con la fuerza motriz, o para hablar geométricamente, que las fuerzas están en razón compuesta de las velocidades y los cuerpos. Y es razonable que la misma fuerza se conserve siempre en el universo. También cuando se presta atención a los fenómenos, se ve bien que el movimiento continuo mecánico no existe, porque si no, la fuerza de una máquina, que está siempre un poco disminuida por la fricción y debe acabarse pronto, se repararía y, por consiguiente, se aumentaría por sí misma sin ningún impulso nuevo de afuera; y se observa también que la fuerza de un cuerpo sólo disminuye a medida que se la cede a algún cuerpo contiguo o a sus propias partes en tanto que tienen un movimiento independiente. Así, han creído que lo que puede decirse de la fuerza se podría decir también de la cantidad de movimiento. Mas para señalar su diferencia, voy a suponer que un cuerpo que cae desde cierta altura adquiera fuerza para remontarla otra vez: por ejemplo, un péndulo subiría perfectamente hasta la altura de la que ha caído si la resistencia del aire y algunos otros pequeños obstáculos no disminuyeran un poco su fuerza adquirida. Supongamos también que se necesita tanta fuerza para elevar un cuerpo A, de una libra, a la altura CD de cuatro toesas, como para elevar un cuerpo B de cuatro libras a la altura EF de una toesa. Todo esto está reconocido por nuestros nuevos filósofos. Es, pues, evidente que el cuerpo A, al caer desde la altura CD adquiere tanta fuerza precisamente como el cuerpo B al caer desde la altura EF; pues el cuerpo (B), habiendo llegado a F y teniendo allí la fuerza necesaria para remontarse hasta E (por la primera suposición), tiene, por consiguiente, fuerza para llevar un cuerpo de cuatro libras, es decir, su propio cuerpo, a la altura EF de una toesa y, del mismo modo, habiendo llegado el cuerpo (A) a la altura D y teniendo allí fuerza para volver a la altura C, tiene fuerza para llevar un cuerpo de una libra, es decir, su propio cuerpo, a la altura de cuatro toesas CD. Luego (por la segunda suposición), la fuerza de estos dos cuerpos es igual. Veamos ahora si la cantidad de movimiento es también la misma por ambas partes: aquí es donde se sorprenderá uno de encontrar una diferencia muy grande. Pues Galileo ha demostrado que la velocidad adquirida por la caída CD es doble de la velocidad adquirida por la caída EF, aunque la altura sea cuádruple. Multipliquemos, pues, el cuerpo A, que es como 1, por su velocidad, que es como 2: el producto, o la cantidad de movimiento será 2; y multipliquemos ahora el cuerpo B, que es como 4, por su velocidad, que es como 1: el producto o cantidad de movimiento será como 4. Luego, la cantidad de movimiento del cuerpo (A) en el punto D es la mitad de la cantidad de movimiento del cuerpo (B) en el punto F, y sin embargo, sus fuerzas son iguales; luego hay mucha diferencia entre la fuerza y la cantidad de movimiento, que es lo que se quería demostrar. Se ve por esto que la fuerza debe estimarse por la cantidad del efecto que puede producir, por ejemplo, por la altura a la que puede elevarse un cuerpo pesado de cierta magnitud y especie, lo cual es muy diferente de la velocidad que se le puede dar. Y para darle el doble de velocidad hace falta más del doble de fuerza. Nada más sencillo que esta prueba, y el señor Descartes sólo cayó aquí en error porque se fiaba demasiado de sus pensamientos, incluso cuando no estaban aún bastante maduros. Lo que me extraña es que sus seguidores no hayan caído después en la cuenta de este error y temo que empiecen poco a poco a imitar a algunos peripatéticos de quienes se burlan y que se acostumbren, como ellos, a consultar más bien los libros de su maestro que la razón y la Naturaleza.26
18. La distinción de la fuerza y la cantidad de movimiento es importante, entre otras razones, para juzgar que es preciso recurrir a consideraciones metafísicas, ajenas a la extensión, para explicar los fenómenos de los cuerpos.
Esta consideración de la fuerza, distinta de la cantidad de movimiento, es bastante importante, no sólo en física y en mecánica, para encontrar las verdaderas leyes de la naturaleza y reglas del movimiento, y para corregir incluso varios errores de aplicación que se deslizan en los escritos de algunos hábiles matemáticos, sino también en la metafísica, para comprender mejor los principios, pues el movimiento, si no se considera en él más que lo que comprende precisa y formalmente, es decir, un cambio de lugar, no es una cosa enteramente real, y cuando varios cuerpos cambian de situación entre sí no es posible determinar por la simple consideración de estos cambios a quién, entre ellos, hay que atribuir el movimiento o el reposo, como podría mostrar geométricamente si me quisiera detener ahora en ello. Pero la fuerza o causa próxima de estos cambios es algo más real y hay bastantes razones para atribuirla a un cuerpo más que a otro; y sólo por esto puede conocerse a cuál pertenece más el movimiento. Pero esta fuerza es algo diferente de la magnitud, de la figura y del movimiento y de ello puede concluirse que no todo lo que se concibe en el cuerpo consiste únicamente en la extensión y en sus modificaciones, como creen nuestros modernos. Así, nos vemos forzados a reestablecer algunos seres o formas que ellos han desterrado. Y cada vez más parece que, aunque todos los fenómenos particulares de la Naturaleza se puedan explicar matemática o mecánicamente por los que los entienden, los principios generales de la naturaleza corporal y de la mecánica misma son más bien metafísicos que geométricos y corresponden más bien a algunas formas o naturalezas indivisibles, como causas de las apariencias, que a la masa corporal o extensión. Reflexión que es capaz de reconciliar la filosofía mecánica de los modernos con la circunspección de algunas personas inteligentes y bien intencionadas que temen con alguna razón que se aparte uno demasiado de los seres inmateriales con perjuicio de la piedad.27
19. Utilidad de las causas finales en la Física.
Como no me gusta pensar mal de la gente, no acuso a nuestros nuevos filósofos, que pretenden desterrar las causas finales de la física, pero tengo que reconocer, sin embargo, que las consecuencias de esta opinión me parecen peligrosas, sobre todo si la relaciona con aquella que refuté al comienzo de este discurso, que parece querer suprimirlas radicalmente, como si Dios no se propusiera ningún fin ni bien al obrar o como si el bien no fuera el objeto de su voluntad. Creo, por el contrario, que es ahí donde hay que buscar el principio de todas las existencias y de las leyes de la Naturaleza, puesto que Dios se propone siempre lo mejor y lo más perfecto. Reconozco que estamos expuestos a equivocarnos cuando intentamos determinar los fines o designios de Dios, pero esto ocurre cuando queremos limitarlos a algún deseo particular, creyendo que no tiene en cuenta alguna cosa, siendo así que las tiene todas presentes; como cuando creemos que Dios hizo el mundo sólo para nosotros, cometemos un gran error, aunque sea muy cierto que lo ha hecho enteramente para nosotros y que nada hay en el universo que no nos afecte y que no se acomode también a las consideraciones que tiene para con nosotros, según los principios establecidos más arriba. Así, cuando vemos algún buen efecto o alguna perfección que sucede o que se sigue de las obras de Dios, podemos decir con seguridad que Dios se la ha propuesto. Pues no hace nada por azar y no es como nosotros, que se nos olvida a veces hacer el bien. Por eso, lejos de equivocarnos en esto, como sucede a los políticos exagerados que imaginan demasiado refinamiento en las intenciones de los príncipes, o como ocurre a los comentadores que buscan demasiada erudición en su autor, nunca podrían atribuirse demasiadas reflexiones a esta sabiduría infinita y no hay asunto donde el error sea menos de temer, mientras sólo se afirme y se eviten las proposiciones negativas que limitan los designios de Dios. Todos los que ven la admirable estructura de los animales, se sienten llevados a reconocer la sabiduría del autor de las cosas, y yo aconsejo a los que tienen algún sentimiento de piedad, y aun de la verdadera filosofía, que se alejen de las frases de algunos espíritus presuntuosos que dicen que se ve porque sucede que se tienen dos ojos, sin que los ojos hayan sido hechos para ver. Cuando se toman en serio estas opiniones que lo atribuyen todo a la necesidad de la materia o a un cierto azar (aunque una y otra cosa deben parecer ridículas a los que entienden lo que hemos explicado antes), es difícil que pueda reconocerse un autor inteligente de la Naturaleza. Pues el efecto debe responder a su causa, e incluso se conoce mejor conociendo la causa, y no es razonable introducir una inteligencia soberana ordenadora de las cosas y después, en lugar de emplear su sabiduría, servirse de las propiedades de la materia para explicar los fenómenos. Como si para dar razón de la conquista que un gran príncipe hiciera al tomar alguna importante plaza, dijese un historiador que se debió a que las partículas de pólvora, liberadas al contacto de una chispa, escaparon a una velocidad capaz de empujar a un cuerpo duro y pesado contra las murallas de la plaza, al mismo tiempo que las ramas de los corpúsculos que componen el cobre del cañón estaban bastante bien entrelazadas para no separarse por esta velocidad; en lugar de mostrar cómo la previsión del conquistador le ha hecho elegir el momento y los medios convenientes y cómo su poder ha superado todos los obstáculos.28
20. Pasaje memorable de Sócrates en el «Fedón», de Platón, contra los filósofos demasiados materiales.
Esto me hace recordar un hermoso pasaje de Sócrates en el Fedón de Platón, que está maravillosamente de acuerdo con mis opiniones en este punto y que parece haber sido escrito expresamente contra nuestros filósofos demasiado materiales. Por esta afinidad, me dieron ganas de traducirlo aunque sea un poco largo; quizás esta muestra dará ocasión a alguno de nosotros de participarnos otros muchos pensamientos hermosos y sólidos que se encuentran en los escritos de este famoso autor.29
21. Si las reglas mecánicas dependieran solamente de la Geometría sin la Metafísica, los fenómenos serían muy distintos.
Puesto que se ha reconocido siempre la sabiduría de Dios en el detalle de la estructura mecánica de algunos cuerpos particulares, tiene que haberse mostrado también en la economía general del mundo y en la constitución de las leyes de la Naturaleza. Y esto es tan cierto que se advierten los designios de esta sabiduría en las leyes del movimiento en general. Pues si no hubiera en el cuerpo más que una masa extensa y si no hubiera en el movimiento más que el cambio de lugar y si todo debiera y pudiera deducirse únicamente de estas definiciones por una necesidad geométrica, se seguiría, como he mostrado en otro lugar,30 que el cuerpo menor daría al cuerpo mayor que encontrara y estuviera en reposo la misma velocidad que él tiene, sin perder nada de la suya, y habría que admitir otras muchas reglas por el estilo, contrarias todas a la formación de un sistema. Pero el decreto de la sabiduría divina de conservar siempre la misma fuerza y la misma dirección en suma, lo ha previsto. Me parece incluso que varios efectos de la Naturaleza se pueden demostrar doblemente, es decir, por la consideración de la causa eficiente y también por la consideración de la causa final, sirviéndose, por ejemplo, del decreto de Dios, de producir siempre su efecto por las vías más fáciles y más determinadas, como hice ver en otro lugar31 al explicar las reglas de la catóptrica y la dióptrica y volveré a tratarlo más adelante.
22. Conciliación de las dos vías, de las que una va por las causas finales y la otra por las causas eficientes, para satisfacer tanto a los que explican la Naturaleza mecánicamente como a los que recurren a las naturalezas incorpóreas.
Conviene hacer esta observación para conciliar a los que esperan explicar la primera contextura de un animal y de toda máquina de sus partes, con los que explican esta misma estructura por las causas finales. Una y otra cosa son buenas, una y otra pueden ser útiles no sólo para admirar el artificio del gran operario, sino también para descubrir algo útil en la física y en la medicina. Y los autores que siguen estas rutas diferentes no deberían maltratarse. Pues veo que los que se afanan por explicar la belleza de la divina anatomía, se burlan de los que se imaginan que un movimiento de ciertos líquidos, que parece fortuito, ha podido producir una variedad tan hermosa de miembros y los acusan de temerarios y profanos. Y éstos, en cambio, acusan a los primeros de simples y supersticiosos, semejantes a aquellos antiguos que creían impíos a los físicos cuando afirmaban que no es Júpiter quien truena, sino alguna materia que se encuentra en las nubes. Lo mejor será unir una y otra consideración, pues, si se me permite valerme de una comparación baja, reconozco y exalto la destreza de un obrero, no sólo mostrando qué designios ha tenido al hacer las piezas de su máquina, sino también explicando los instrumentos de que se ha servido para hacer cada pieza; sobre todo, cuando estos instrumentos son simples e ingeniosamente inventados; y Dios es bastante hábil artífice para producir una máquina mil veces más ingeniosa que la de nuestro cuerpo y no se sirve para ello más que de algunos líquidos bastante sencillos, formados expresamente, de suerte que no hagan falta más que las leyes ordinarias de la Naturaleza para combinarlos como se necesita a fin de producir un efecto tan admirable; pero también es cierto que esto no ocurriría si Dios no fuese autor de la Naturaleza. Sin embargo, me parece que la vía de las causas eficientes, que es más profunda en efecto, y de algún modo más inmediata y a priori, es, en cambio, bastante difícil cuando se viene al detalle y creo que nuestros filósofos, la mayoría de las veces, se quedan muy lejos de ella. Pero la vía de las finales es más fácil, y no deja de servir muchas veces para adivinar verdades importantes y útiles que se tardaría mucho más tiempo en encontrar por esta otra ruta, más física, de la que la anatomía puede dar ejemplos importantes. Así creo yo que Snellius,32 que es el primer descubridor de las reglas de la refracción, hubiese tardado mucho en encontrarlas si hubiese querido averiguar primeramente cómo se forma la luz. Pero siguió aparentemente el método del que se han servido los antiguos para la catóptrica, que es, en efecto, por las finales. Pues al buscar la vía más fácil para conducir un rayo de un punto dado a otro punto dado por la reflexión de un plano dado (suponiendo que es éste el designio de la Naturaleza), encontraron la igualdad de los ángulos de incidencia y de reflexión, como puede verse en un pequeño tratado de Heliodoro de Larisa33 y en otros lugares. Cosa que el señor Snellius, según creo, y después de él (aunque sin saber nada de él) el señor Fermat34 han aplicado más ingeniosamente a la refracción. Pues cuando los rayos observan en los mismos medios la misma proporción de los senos, que es también la de la resistencia de los medios, se encuentra también que es la vía más fácil o, por lo menos, más determinada para pasar de un punto dado en un medio a un punto dado en otro. Y está muy lejos de ser tan buena como ésta la demostración que ha querido dar el señor Descartes de este teorema por la vía de las causas eficientes. Al menos, hay motivos para pensar que no la hubiese encontrado nunca por ese camino si no hubiese conocido en Holanda el descubrimiento de Snellius.35
23. Para volver a las sustancias inmateriales se explica cómo actúa Dios en el entendimiento de los espíritus y si se tiene siempre la idea de lo que se piensa.
Me ha parecido conveniente insistir un poco en estas consideraciones de las finales, de las naturalezas incorporales y de una causa inteligente con relación a los cuerpos, para dar a conocer su uso hasta en la física y en las matemáticas, a fin de purgar de una parte a la filosofía mecánica de la profanidad que se le imputa, y de otra parte para elevar el espíritu de nuestros filósofos de las consideraciones materiales exclusivamente a más nobles meditaciones. Ahora convendrá volver de los cuerpos a las naturalezas inmateriales y particularmente a los espíritus y decir algo del modo de que Dios se sirve para iluminarlos y para actuar en ellos, donde hay indudablemente otras leyes naturales de las que podría hablar más ampliamente en otro lugar. Ahora bastará decir algo de las ideas y si vemos todas las cosas en Dios y cómo Dios es nuestra luz. Pero será conveniente observar que el mal uso de las ideas da lugar a muchos errores. Pues cuando se discurre acerca de algo, se imagina tener una idea acerca de esta cosa y éste es el motivo por el que algunos filósofos antiguos y modernos han construido una demostración de Dios que es muy imperfecta. Pues —dicen— es preciso que yo tenga una idea de Dios o de un ser perfecto puesto que pienso en Él y no se podría pensar sin idea; pero la idea de este ser encierra todas las perfecciones, y la existencia es una, luego existe. Pero como pensamos a menudo en quimeras imposibles; por ejemplo, en el último grado de la velocidad, en el número mayor, en el encuentro del concoide con la base o regla, este razonamiento no basta. En este sentido, por tanto, puede decirse que hay ideas verdaderas y falsas, según que la cosa de que se trate sea imposible o no. Y cuando puede uno jactarse de tener una idea de la cosa es cuando se está seguro de su posibilidad. Así, el argumento susodicho prueba al menos que Dios existe necesariamente, si es posible. Lo cual es, en efecto, un privilegio excelente de la naturaleza divina, no necesitar más que su posibilidad o esencia para existir actualmente, y esto es justamente lo que se llama
ens a se.36
24. Qué es un conocimiento claro u obscuro, distinto o confuso, adecuado o inadecuado, intuitivo o supositivo; definición nominal, real, causal, esencial.
Para entender mejor la naturaleza de las ideas, es preciso referirse a la variedad de los conocimientos. Cuando puedo reconocer una cosa entre otras, sin poder decir en qué consisten sus diferencias o propiedades, el conocimiento es confuso. Así, conocemos algunas veces sin lugar a duda si un poema o un cuadro están bien hechos, porque hay un no sé qué que nos satisface o nos choca. Pero cuando puedo explicar los caracteres que tengo, el conocimiento se llama distinto. Y tal es el conocimiento de un probador que discierne el oro verdadero del falso valiéndose de ciertas pruebas o señales que forman la definición del oro. Pero el conocimiento distinto tiene grados, pues ordinariamente las nociones que entran en la definición necesitarían de definición ellas mismas y no las conocemos más que confusamente. Pero cuando todo lo que entra en una definición o conocimiento distinto se conoce distintamente, hasta las nociones primitivas, llamo a este conocimiento adecuado. Y cuando mi espíritu conoce a la vez y distintamente todos los ingredientes primitivos que entran en una noción, hay un conocimiento intuitivo, que es muy raro, pues la mayoría de los conocimientos humanos sólo son confusos o bien supositivos. Conviene también distinguir las definiciones nominales y las reales: llamo definición nominal cuando se puede dudar todavía si la noción definida es posible; como por ejemplo, si digo que un tornillo sinfín es una línea sólida cuyas partes son congruentes o pueden incidir una sobre otra; el que no conozca por otra parte lo que es un tornillo sinfín, podrá dudar si una tal línea es posible, aunque, en efecto, ésta sea una propiedad recíproca del tornillo sinfín, pues las otras líneas cuyas partes son congruentes (que no son más que la circunferencia del círculo y la línea recta), son planas, es decir, se pueden describir in plano. Esto hace ver que toda propiedad recíproca puede servir para una definición nominal, pero cuando la propiedad da a conocer la posibilidad de la cosa disminuye la definición real. Y mientras no se tenga más que una definición nominal no puede responderse de las consecuencias que se sacarían de ella, pues si ocultase alguna contradicción o imposibilidad, podría dar lugar a conclusiones opuestas. Por eso las verdades no dependen de los nombres, ni son arbitrarias, como han creído algunos nuevos filósofos.37 Además, hay también mucha diferencia entre las especies de definiciones reales, pues cuando la posibilidad no se prueba más que por la experiencia como en la definición del mercurio, del que se conoce la posibilidad porque se sabe que tal cuerpo se encuentra efectivamente, que es un líquido sumamente pesado y, sin embargo, bastante volátil, la definición es únicamente real y nada más. Pero cuando la prueba de la posibilidad se hace a priori, la definición es real y además causal, como cuando contiene la generación posible de la cosa; y cuando impulsa el análisis hasta llegar a las nociones primitivas, sin suponer nada que necesite prueba a priori de su posibilidad, la definición es perfecta o esencial.38
25. En qué caso nuestro conocimiento está unido a la contemplación de la idea.
Pero es evidente que no tenemos ninguna idea de una noción cuando es imposible. Y cuando el conocimiento no es más que supositivo, aun cuando tuviéramos la idea, no la contemplamos, pues una tal noción sólo se conoce como las nociones ocultamente imposibles, y si es posible, no se sabe por este modo de conocer. Por ejemplo, cuando pienso en mil o en un quilígono, lo hago muchas veces sin contemplar su idea, como cuando digo que mil es diez veces ciento, sin molestarme en pensar qué es 10 y 100, porque creo saberlo y no necesitar detenerme entonces a considerarlo. Así, podrá muy bien ocurrir, como sucede en efecto bastante a menudo, que me equivoque con respecto a una noción que supongo o creo entender, aunque en realidad sea imposible o al menos incompatible con otras, a las que la uno, y bien me equivoque o no me equivoque; esta manera supositiva de concebir sigue siendo la misma. Así, pues, sólo cuando nuestro conocimiento es claro en las nociones confusas, o cuando es intuitivo en las distintas, vemos su idea entera.39
26. Tenemos en nosotros todas las ideas, y de la reminiscencia de Platón.
Para concebir bien lo que es una idea, es preciso prevenir un equívoco, pues muchos toman la idea por la forma o diferencia de nuestros pensamientos, y de este modo sólo tenemos la idea en el espíritu mientras pensamos en ella y cada vez que la pensamos de nuevo tenemos otras ideas de la misma cosa, aunque semejantes a las precedentes. Pero parece que otros toman la idea por un objeto inmediato del pensamiento, o por alguna forma permanente que persiste aunque no la contemplemos. Y, en efecto, nuestra alma tiene siempre en sí la cualidad de representarse alguna naturaleza o forma cuando se presenta la ocasión de pensar en ella. Y yo creo que esta cualidad de nuestra alma, en tanto que expresa alguna naturaleza, forma o esencia, es propiamente la idea de la cosa, que está en nosotros, y que siempre está en nosotros, pensemos o no pensemos en ella. Pues nuestra alma expresa a Dios y al universo y todas las esencias lo mismo que todas las existencias. Esto se acomoda a mis principios, pues naturalmente nada nos llega al espíritu desde fuera y es un mal hábito que tenemos de pensar suponer que nuestra alma recibe algunas especies mensajeras, e imaginarla como si tuviera puertas y ventanas. Tenemos en el espíritu todas estas formas, e incluso desde siempre, porque el espíritu expresa siempre todos sus pensamientos futuros y piensa ya confusamente en todo lo que ha de pensar alguna vez distintamente. Y nada se nos podría enseñar cuya idea no tengamos ya en la mente, pues esa idea es como la materia de que se forma este pensamiento. Esto es lo que Platón consideró de un modo excelente cuando expuso su reminiscencia, que tiene mucha solidez, mientras se entienda bien, se la purgue del error de la preexistencia y no se imagine que el alma tiene que haber sabido y pensado distintamente en otro tiempo lo que aprende y piensa ahora. También confirmó su opinión con una hermosa experiencia, introduciendo un muchacho a quien lleva insensiblemente a verdades muy difíciles de la geometría referente a los inconmensurables, sin enseñarle nada, haciendo solamente preguntas por orden y a propósito.40 Lo que demuestra que nuestra alma sabe todo esto virtualmente y sólo necesita animadversión para conocer las verdades y, por consiguiente, que tiene al menos las ideas de las que estas verdades dependen. Se puede incluso decir que posee ya estas verdades cuando se las toma como relaciones de las ideas.41
27. Cómo nuestra alma puede compararse con unas tablillas vacías y cómo nuestras nociones vienen de los sentidos.
Aristóteles prefirió comparar nuestra alma con unas tablillas aún vacías, donde hay sitio para escribir, y sostuvo que nada hay en nuestro entendimiento que no venga de los sentidos. Esto está más de acuerdo con las nociones populares, como es el uso de Aristóteles, en tanto que Platón va más al fondo. Sin embargo, estas especies de doxologías o practicologías42 pueden pasar en el uso ordinario, lo mismo que no dejan de decir que el sol sale y se pone los que siguen a Copérnico. Me parece, incluso, que muchas veces se le puede dar un buen sentido, según el cual no tienen nada de falsas, como ya he indicado de qué modo se puede decir verdaderamente que las sustancias particulares actúan una sobre otra, y en este mismo sentido puede decirse también que recibimos de fuera conocimientos por el ministerio de los sentidos, pues algunas cosas exteriores contienen o expresan más particularmente las razones que determinan a nuestra alma para ciertos pensamientos. Pero cuando se trata de la exactitud de las verdades metafísicas, es importante reconocer la extensión y la independencia de nuestra alma, que va infinitamente más lejos de lo que vulgarmente se piensa, aunque en el uso ordinario de la vida no se le atribuya más que aquello de lo que se apercibe más manifiestamente y lo que nos pertenece de un modo más particular, pues de nada sirve ir más lejos. Sería conveniente, sin embargo, escoger términos propios para uno y otro sentido, a fin de evitar el equívoco. Así, esas expresiones que están en nuestra alma, se las conciba o no, pueden llamarse ideas, pero las que se conciben o forman, se pueden llamar nociones, conceptus. Pero de cualquier modo que se tome, es siempre falso decir que todas nuestras nociones vienen de los sentidos llamados exteriores, pues las que yo tengo de mí y de mis pensamientos y, por consiguiente, del ser, de la sustancia, de la acción, de la identidad y de muchas otras, vienen de una experiencia interna.43
28. Sólo Dios es el objeto inmediato de nuestras percepciones que existe fuera de nosotros y el sólo es nuestra luz.
En el rigor de la verdad metafísica, no hay causa externa que obre en nosotros, excepto Dios sólo, y Él sólo se comunica con nosotros inmediatamente en virtud de nuestra dependencia continua. De donde se sigue que no hay otro objeto externo que afecte a nuestra alma y que excite inmediatamente nuestra percepción. Así, sólo tenemos en nuestra alma las ideas de todas las cosas en virtud de la acción continua de Dios en nosotros, es decir, porque todo efecto expresa su causa y así la esencia de nuestra alma es una cierta expresión o imitación o imagen de la esencia, pensamiento y voluntad divinos y de todas las ideas que están comprendidas en ellos. Se puede, pues, decir que Dios sólo es nuestro objeto inmediato fuera de nosotros y que vemos todas las cosas por Él: por ejemplo, cuando vemos el sol y los astros, es Dios el que nos ha dado y el que nos conserva sus ideas y el que nos determinó a pensarlas efectivamente, por su concurso ordinario, en el tiempo que nuestros sentidos están dispuestos de un modo determinado, según las leyes que Él ha establecido. Dios es el sol y la luz de las almas, lumen illuminans omnem hominem venientem in hunc mundum ; y no es sólo de hoy esta opinión. Después de la Sagrada Escritura y los Padres, que han estado siempre más por Platón que por Aristóteles, recuerdo haber observado en otra ocasión44 que en la época de los escolásticos varios han creído que Dios es la luz del alma y, según su manera de hablar, intellectus agens animae rationalis. Los averroístas le dieron un mal sentido, pero otros entre los cuales creo que está Guillaume de Saint-Amour,45 y varios teólogos místicos lo han entendido de un modo digno de Dios y capaz de elevar al alma al conocimiento de su bien.46
29. Sin embargo, pensamos inmediatamente con nuestras propias ideas y no con las de Dios.
No obstante, no participo de la opinión de algunos hábiles filósofos que parecen sostener que nuestras ideas mismas están en Dios y de ningún modo en nosotros. Esto procede, en mi opinión, de que no han considerado suficientemente lo que acabamos de explicar respecto de las sustancias, ni toda la extensión e independencia de nuestra alma, que hace que encierre todo lo que le sucede y que expresa a Dios, y con Él a todos los seres posibles y actuales, como un efecto expresa a su causa. Así, es inconcebible que yo piense con las ideas de otro. Es preciso también que el alma sea afectada efectivamente de cierto modo cuando piensa en algo y ha de haber en ella de antemano, no solamente la potencia pasiva de ser afectada de ese modo, la cual está ya totalmente determinada, sino también una potencia activa en cuya virtud siempre hubo en su naturaleza signos de la futura producción de ese pensamiento y disposiciones para producirlo en su momento. Y todo esto envuelve ya la idea comprendida en este pensamiento.47
30. Cómo Dios inclina nuestra alma sin obligarla; que no se tiene derecho a lamentarse; que no hay que preguntar por qué Judas peca, puesto que esta acción libre está comprendida en su noción, sino sólo por qué Judas, el pecador, es admitido a la existencia con preferencia a algunas otras personas posibles. De la imperfección o limitación original antes del pecado, y de los grados de la gracia.
Por lo que respecta a la acción de Dios sobre la voluntad humana, hay muchas consideraciones bastantes difíciles, que sería largo seguir aquí. No obstante, he aquí lo que puede decirse a grandes rasgos: Dios, cuando concurre a nuestras acciones, ordinariamente no hace más que seguir las leyes que Él ha establecido, es decir, conserva y produce continuamente nuestro ser, de forma que los pensamientos nos suceden espontánea o libremente en el orden que lleva consigo la noción de nuestra sustancia individual, en la cual podían preverse desde toda la eternidad. Además, en virtud del decreto que ha establecido para que la voluntad tienda siempre al bien aparente48, expresando o imitando la voluntad de Dios según ciertos aspectos particulares, con respecto a los cuales este bien aparente siempre tiene algo verdadero, determina a la nuestra en la elección de lo que parece lo mejor sin obligarla, sin embargo. Pues, hablando de un modo absoluto, está en la indiferencia en cuanto se la opone a la necesidad y tiene la facultad de poder obrar de otra manera y de suspender, incluso, radicalmente su acción, ya que uno y otro partido son y permanecen posibles. Dependen, pues, del alma el prevenirse contra las sorpresas de las apariencias por una firme voluntad de reflexión y de no obrar ni juzgar en ciertas circunstancias sino después de haber deliberado bien y maduramente. Es verdad, sin embargo, e incluso es cierto desde toda la eternidad que algún alma no se servirá de esta facultad en una circunstancia tal. Pero ¿quién puede remediarlo? ¿Y puede quejarse más que de sí misma? Pues todas estas quejas son injustas después del hecho, como hubieran sido justas antes del hecho. Pues esta alma un poco antes de pecar, ¿tendría derecho a quejarse de Dios como si Él la determinara al pecado? Siendo las determinaciones de Dios en estas materias algo que no puede preverse, ¿de dónde sabe que está determinada a pecar sino después que peca ya efectivamente? Sólo se trata de no querer y Dios no podría proponer una condición más fácil y más justa; así todos los jueces, sin buscar las razones que han dispuesto a un hombre a tener una mala voluntad, sólo se detienen a considerar en qué grado es mala esta voluntad. Pero, ¿es posible que sea seguro desde toda la eternidad que yo peque? Respondeos a vosotros mismos: es posible que no. Y sin cuidaros de lo que no podríais conocer y ninguna luz puede daros, obrad según vuestro deber, que sí conocéis. Pero, dirá algún otro, ¿por qué este hombre cometerá seguramente este pecado? La respuesta es fácil: es que de otro modo no sería este hombre. Pues Dios ve desde siempre que habrá un cierto Judas, cuya noción o idea que Dios tiene de él contiene esta acción libre. Sólo queda esta cuestión: ¿por qué un tal Judas, el traidor, que sólo es posible en la idea de Dios, existe actualmente? Pero a esta pregunta no podemos esperar darle una respuesta aquí abajo, si no es diciendo de un modo general que, puesto que a Dios le ha parecido bien que exista no obstante el pecado que Él preveía, es preciso que este mal se recompense con usura en el universo, que Dios sacará de él un bien mayor y que Él se encontrará, en suma, que esta serie de las cosas, en la que está comprendida la existencia de este pecador, es la más perfecta entre todas las demás formas posibles. Pero explicar siempre la admirable economía de esta elección es algo que no puede comprenderse mientras seamos viajeros en este mundo; bastante es saberlo sin comprenderlo. Y ésta es la ocasión de reconocer altitudinem divitiarum, la profundidad del abismo de la divina sabiduría, sin buscar un detalle que envuelve consideraciones infinitas. Bien se ve, sin embargo, que Dios no es la causa del mal. Pues no sólo después de la pérdida de la inocencia de los hombres del pecado original se ha apoderado del alma, sino que antes había también una limitación o imperfección original, connatural a todas las criaturas que las hace pecables o capaces de pecar. Así, no hay más dificultad desde el punto de vista de los supralapsarios49 que desde el de los otros. Y a esto debe reducirse, a mi juicio, la opinión de San Agustín y de otros autores de que la raíz del mal está en la nada, es decir, en la limitación o privación de las criaturas que Dios remedia graciosamente por el grado de perfección que le place dar. Esta gracia de Dios, sea ordinaria o extraordinaria, tiene sus grados y sus medidas, es siempre eficaz en sí misma para producir un efecto proporcionado y, además, es siempre suficiente, no sólo para librarnos del pecado, sino también para producir la salvación, suponiendo que el hombre coopere a ella por su parte; pero no es siempre suficiente para superar las inclinaciones del hombre, pues de otro modo no tendería a nada, y esto está reservado a la única gracia absolutamente eficaz, que es siempre victoriosa, bien por sí misma o bien por la congruencia de las circunstancias.50
31. De los motivos de la elección, de la fe prevista, de la ciencia media51, del decreto absoluto, y que todo se reduce a la razón) por la que Dios ha escogido y resuelto admitir a la existencia a tal persona posible, cuya noción encierra tal serie de gracias y de acciones libres. Lo cual suprime de una vez las dificultades.
Por fin, las gracias de Dios son gracias totalmente puras, sobre las cuales las criaturas nada tienen que pretender; sin embargo, como para explicar la elección que hace Dios en la dispensa de estas gracias, no basta recurrir a la previsión absoluta o condicional de las acciones futuras de los hombres, no hay que imaginar tampoco decretos absolutos que no tengan ningún motivo razonable. Por lo que respecta a la fe o a las buenas obras previstas, es muy cierto que Dios sólo eligió a aquellos cuya fe y caridad había Él previsto, quos se fide donaturum praescivit; pero surge otra vez la misma cuestión de por qué Dios dará a unos más bien que a otros la gracia de la fe o de las buenas otras. Y en cuanto a esta ciencia de Dios que es la previsión, no de la fe ni de los buenos actos, sino de su materia y predisposición o de lo que el hombre aportará a ellas por su parte (pues es cierto que hay diversidad por parte de los hombres allí donde la hay por parte de la gracia, y que, en efecto, hace falta que el hombre, aunque necesite ser incitado al bien y convertido, obre también después) parece a muchos que se podría decir que Dios, al ver lo que el hombre haría sin la gracia o asistencia extraordinaria, o al menos lo que pondrá de su parte, haciendo abstracción de la gracia, podría decidirse a dar la gracia a aquellos cuyas disposiciones naturales fueran mejores o, al menos, menos imperfectas o menos malas. Pero aunque así fuera, puede decirse que estas disposiciones naturales, en cuanto son buenas, son también el efecto de una gracia, aunque ordinaria, pues Dios ha dado más ventajas a unos que a otros; y puesto que sabe bien que esas ventajas naturales que da, servirán de motivo a la gracia o asistencia extraordinaria, según esa doctrina, ¿no es cierto que al fin todo se reduce a su misericordia? Creo, pues (ya que no sabemos cuánto o cómo tiene Dios en cuenta las disposiciones naturales al dispensar la gracia) que lo más exacto y lo más seguro es decir, según nuestros principios y como ya he señalado, que tiene que haber entre los seres posibles la persona de Pedro o de Juan, cuya noción o idea contiene toda esta serie de gracias ordinarias o extraordinarias y todo el resto de estos acontecimientos con sus circunstancias, y que Dios quiso escogerla entre una infinidad de otras personas igualmente posibles, para existir actualmente: después de lo cual parece que ya no hay más que preguntar y que todas las dificultades se desvanecen. Pues en cuanto a esta única y gran pregunta, por qué ha querido Dios escogerla entre tantas otras personas posibles, hay que ser muy insensato para no conformarse con las razones generales que hemos dado, cuyo detalle se nos escapa. Así, en lugar de acudir a un decreto absoluto que, al no tener razón, es irrazonable, o a razones que no acaban de resolver la dificultad y necesitan otras razones, lo mejor será decir con San Pablo que hay para ello ciertas grandes razones de sabiduría o congruencia, desconocidas de los mortales y fundadas en el orden general que Dios ha observado, cuyo fin es la mayor perfección del universo. Y a esto se reducen los motivos de la gloria de Dios y de la manifestación de su justicia tanto como de su misericordia y, en general, de sus perfecciones; y, en fin, esta profundidad inmensa de las riquezas que arrebataban el alma del mismo San Pablo.
32. Utilidad de estos principios en materia de piedad y de religión.
Por lo demás, parece que los pensamientos que acabamos de explicar, y sobre todo el gran principio de la perfección de las operaciones de Dios y el de la noción de la sustancia que encierra todos sus acontecimientos, lejos de perjudicar, sirven para confirmar la religión, para solventar grandes dificultades, para inflamar a las almas con el amor divino y para elevar a los espíritus al conocimiento de las sustancias incorpóreas; en grado mucho mayor que las hipótesis que se han visto hasta aquí. Pues se ve muy claramente que todas las demás sustancias dependen de Dios, lo mismo que los pensamientos emanan de nuestra sustancia, que Dios está todo en todos y que está unido íntimamente a todas las criaturas, a medida, no obstante, de su perfección, que Él es el único que las determina exteriormente por su influjo y, si obrar es determinar inmediatamente, se puede decir en este sentido en el lenguaje metafísico que sólo Dios obra sobre mí, y sólo Él puede hacerme bien o mal, sin que las demás sustancias contribuyan más que a la razón de esas determinaciones, porque Dios, que las tiene todas en cuenta, reparte sus bondades y las obliga a acomodarse entre sí. De la misma manera, es Dios sólo quien produce la conexión o la comunicación de las sustancias y gracias a Él los fenómenos de unos concuerdan y coinciden con los de los otros, y por eso hay realidad en nuestras percepciones. Pero en la práctica se atribuye la acción a las razones particulares, en el sentido que he explicado más arriba, porque no es necesario hacer siempre mención de la causa universal en los casos particulares. Se ve también que toda sustancia tiene una perfecta espontaneidad (que se hace libre en las sustancias inteligentes) que todo lo que acontece es una consecuencia de su idea o de su ser y que nada la determina excepto Dios sólo. Y por eso una persona de muy elevado espíritu y venerada por su santidad,52 solía decir que el alma debe pensar muchas veces como si nada hubiese en el mundo, excepto Dios y ella. Y nada hace comprender con más fuerza la inmortalidad, que esta dependencia y esta extensión del alma, que la pone absolutamente a cubierto de todas las cosas exteriores, puesto que ella sola forma su mundo y se basta con Dios: y es tan imposible que perezca sin aniquilación como imposible es que el mundo (de quien es una expresión viva, perpetua) se destruya a sí mismo; tampoco es posible que los cambios de esta masa extensa que se llama nuestro cuerpo, afecten nada al alma, ni que la disipación de este cuerpo destruya lo que es indivisible.
33. Explicación del comercio del alma y del cuerpo, que ha pasado lo inexplicable o por milagrosa, y del origen de las percepciones confusas.
Se ve también el esclarecimiento de este gran misterio de la unión del alma y del cuerpo, es decir, cómo ocurre que las pasiones y las acciones del uno están acompañadas por las acciones y las pasiones, o bien por los fenómenos convenientes del otro. Pues no puede concebirse que no influya sobre otro y no es razonable recurrir simplemente a la operación extraordinaria de la causa universal en una cosa ordinaria y particular. Mas, he aquí la verdadera razón: hemos dicho que todo lo que ocurre al alma y a cada sustancia es una consecuencia de su noción, por lo tanto la idea misma o esencia del alma es la causa de que todas sus apariencias o percepciones tengan que nacerle (sponte) de su propia naturaleza, y justamente de forma que correspondan por sí mismas a lo que ocurre en todo el universo, pero más particular y más perfectamente a lo que sucede en el cuerpo que le está afecto, puesto que es de alguna manera y durante algún tiempo, según la relación de los demás cuerpos con el suyo, como el alma expresa el estado del universo. Lo cual nos da a conocer también cómo nos pertenece nuestro cuerpo, sin estar, no obstante, unido a nuestra esencia. Y creo que las personas que saben meditar, juzgarán favorablemente nuestros principios, precisamente porque podrán ver fácilmente en qué consiste la conexión que hay entre el alma y el cuerpo, la cual parecía inexplicable por cualquier otro camino. Se ve también que las percepciones de nuestros sentidos, incluso cuando son claras, deben contener necesariamente algún sentimiento confuso, pues, como todos los cuerpos del universo simpatizan, la nuestra recibe la impresión de todos los demás, y aunque nuestros sentidos se refieran a todo, no es posible que nuestra alma pueda llegar a todo en particular: por eso nuestros sentimientos confusos son el resultado de una variedad de percepciones que es enteramente infinita. Y es algo parecido al murmullo confuso que oyen los que se acercan a la orilla del mar, que procede de la reunión de las repercusiones (que no concuerdan para formar una) no hay ninguna que sobresalga por encima de las demás y si producen impresiones de la misma fuerza aproximadamente, o igualmente capaces de determinar la atención del alma, ésta sólo puede recibirlas confusamente.53
34. De la diferencia de los espíritus y las demás sustancias, almas o formas sustanciales. Y que la inmortalidad que se pide supone el recuerdo.
Suponiendo que los cuerpos que constituyen unum per se, como el hombre, son sustancias, y que tienen formas sustanciales, y que los animales tienen almas, hay que reconocer que estas almas y estas formas sustanciales no podrían perecer completamente, como los átomos o las últimas partes de la materia en opinión de otros filósofos; pues ninguna sustancia perece, aunque pueda convertirse en otra distinta. Ellas expresan también todo el universo, aunque más imperfectamente que los espíritus. Pero la principal diferencia es que no conocen lo que son ni lo que hacen y, por consiguiente, no pudiendo reflexionar, no podrían descubrir verdades necesarias y universales. Al faltarles la reflexión sobre sí mismas, tampoco son susceptibles de calidad moral, de donde viene que, pasando por mil transformaciones más o menos, como vemos que una oruga se convierte en mariposa, para la moral o práctica es tanto como si dijera que perecen, y puede decirse incluso físicamente, como decimos que los cuerpos perecen por su corrupción. Pero el alma inteligente, que conoce lo que ella es y puede decir ese yo, que es mucho, no sólo permanece y subsiste metafísicamente mucho más que las otras, sino que también permanece la misma moralmente y constituye el mismo personaje. Pues es el recuerdo o el conocimiento de este yo, que la hace capaz de recompensa o castigo. Así, la inmortalidad que se exige en la moral y en la religión, no consiste sólo en esa subsistencia perpetua que conviene a todas las sustancias, pues sin el recuerdo de lo que ha dicho no tendría nada deseable. Supongamos que un particular deba convertirse en rey de China, de repente, pero a condición de olvidar lo que ha sido, como si acabara de nacer de nuevo: ¿no es en la práctica, en cuanto a los efectos de que uno puede apercibirse, lo mismo que si fuera uno aniquilado y hubiera de ser creado en el mismo instante en su lugar un rey de China? Y esto no tiene por qué desearlo ese particular.54
35. Excelencia de los espíritus; que Dios los considera con preferencia a las demás criaturas; que los espíritus expresan a Dios más bien que al mundo, y que las demás sustancias expresan al mundo más bien que a Dios.
Pero para hacer juzgar por razones naturales que Dios conservará siempre no sólo nuestra sustancia, sino también nuestra persona, es decir, el recuerdo y el conocimiento de lo que somos (aunque su conocimiento distinto se interrumpa a veces en el sueño y en los desvanecimientos) hay que unir la moral a la metafísica; es decir, no sólo es preciso considerar a Dios como principio y causa de todas las sustancias y todos los seres, sino también como director de todas las personas o sustancias inteligentes y como monarca absoluto de la más perfecta ciudad o república, como es la del universo compuesta por el conjunto de todos los espíritus; Dios mismo es el más grande de todos los seres. Pues seguramente los espíritus son los más perfectos y los que mejor expresan la divinidad. Y como toda la naturaleza, fin, virtud y función de las sustancias no tienen otra misión que expresar a Dios y al universo, como hemos explicado suficientemente, no se puede dudar que las sustancias que lo expresan con conocimiento de lo que hacen y que son capaces de conocer grandes verdades con relación a Dios y al universo, lo expresen mejor sin comparación que esas naturalezas que son brutas e incapaces de conocer verdades o desprovistas enteramente de sentimiento y de conocimiento; y la diferencia entre las sustancias inteligentes y las que no lo son, es tan grande como la que hay entre el espejo y el que ve. Y como Dios mismo es el más grande y más sabio de los espíritus, es fácil juzgar que los seres con los que puede, por así decirlo, entrar en conversación e incluso en sociedad, comunicándoles sus sentimientos y sus voluntades de una manera particular y de tal forma que puedan conocer y amar a su benefactor, le deben siempre infinitamente más que el resto de las cosas, que sólo pueden pasar por instrumentos de los espíritus. Como vemos que todas las personas sensatas hacen infinitamente más caso de un hombre que de cualquier otra cosa, por preciosa que sea; y parece que la mayor satisfacción que puede tener un alma, que por lo demás está contenta, es verse amada por las otras; aunque con respecto a Dios hay la diferencia de que su gloria y nuestro culto nada podrían añadir a su satisfacción, pues el conocimiento de las criaturas no es más que una consecuencia de su soberana y perfecta felicidad, bien lejos de contribuir a ella o ser en parte su causa. Sin embargo, lo que es bueno y razonable en los espíritus finitos, se encuentra eminentemente en Él, y como nosotros alabaríamos a un rey que quisiera conservar la vida de un hombre que la del más precioso y raro de sus animales, no hemos de dudar que el más preclaro y justo de todos los monarcas tenga la misma opinión.55
36. Dios es el monarca de la más perfecta república, compuesta por todos los espíritus, y la felicidad de esta ciudad de Dios es su principal designio.
En efecto, los espíritus son las sustancias más perfectibles; y sus perfecciones tienen la particularidad de que se estorban entre sí mínimamente, o más bien se ayudan entre sí, pues sólo los más virtuosos podrán ser los amigos más perfectos: de donde se sigue manifiestamente que Dios, que va siempre a la mayor perfección en general, tendrá el mayor cuidado de los espíritus y les dará, no sólo en general, sino incluso a cada uno en particular, la mayor perfección que permita la armonía universal. Incluso se puede decir que Dios, en cuanto es espíritu, es el origen de las existencias; de otro modo, si careciera de voluntad para escoger lo mejor, no tendría ninguna razón para que un posible existiera de preferencia a otros. Así, la cualidad que tiene Dios de ser Él mismo espíritu, antecede a todas las demás consideraciones que pueda tener respecto a las criaturas: sólo los espíritus están hechos a su imagen, y son como de su raza o hijos de la casa, pues sólo ellos pueden servirle y obrar con conocimiento, a imitación de la naturaleza divina: un solo espíritu vale todo un mundo, pues no sólo lo expresa sino que también lo conoce y se gobierna en él a la manera de Dios. De forma tal que parece que, aunque toda sustancia expresa el universo entero, las demás sustancias expresan, sin embargo, más bien al mundo que a Dios, pero los espíritus expresan más bien a Dios que al mundo. Y esta naturaleza tan noble de los espíritus, que los acerca a la divinidad tanto como es posible a las simples criaturas, hace que Dios obtenga de ellos infinitamente más gloria que de todos los restantes seres, o, mejor dicho, los demás seres sólo dan a los espíritus la materia para glorificarlo. Por eso esta cualidad moral de Dios que le hace el señor o monarca de los espíritus, le concierne, por así decirlo, personalmente de una manera singularísima. Por esto se humaniza, quiere sufrir antropologías y entra en sociedad con nosotros como un príncipe con sus súbditos. Y esta consideración le es tan querida, que el estado feliz y floreciente de su imperio, que consiste en la más grande felicidad posible de los habitantes, se hace su ley suprema. Pues la felicidad es a las personas lo que la perfección a los seres. Y si el primer principio de la existencia del mundo físico es el decreto de darle la mayor perfección posible, el primer designio del mundo moral o ciudad de Dios, que es la parte más noble del universo, debe ser repartir en él la mayor felicidad que sea posible. No se puede dudar, por consiguiente, que Dios lo haya ordenado todo de suerte que los espíritus no sólo puedan vivir siempre, lo cual es infalible, sino incluso que conserven su cualidad moral siempre, a fin de que su ciudad no pierda ninguna persona, como el mundo no pierde ninguna sustancia. Y, en consecuencia, sabrán siempre lo que son, pues de otro modo no serían susceptibles de recompensa ni de castigo, lo que es, no obstante, esencial a una república, y sobre todo a la más perfecta, donde nada podría descuidarse. Y, en fin, siendo Dios el más justo y el más benévolo de todos los monarcas, y no exigiendo más que la buena voluntad mientras sea sincera y seria, sus súbditos no podrían desear una condición mejor y para hacerlos perfectamente felices sólo quiere que lo amen.56
37. Jesucristo ha descubierto a los hombres el misterio y las leyes admirables del reino de los cielos y la grandeza de la suprema felicidad que Dios prepara a los que lo aman.
Los antiguos filósofos han conocido muy poco estas importantes verdades: sólo Jesucristo las ha expresado de un modo divino y de una manera tan clara y tan familiar que los espíritus más groseros la han comprendido: así su Evangelio ha cambiado enteramente la faz de las cosas humanas; Él nos ha dado a conocer el reino de los cielos o esa perfecta república de los espíritus que merece el título de ciudad de Dios, cuyas leyes admirables nos ha descubierto; Él sólo nos ha hecho ver cuánto nos atañe; que teniendo cuidado de los pajarillos, no abandonará a las criaturas racionales, que le son infinitamente más queridas, que están contados todos los cabellos de nuestra cabeza;57 que el cielo y la tierra perecerán antes que se cambie la palabra de Dios y lo que pertenece a la economía de nuestra salvación;58 que Dios atiende mejor a la más pequeña de las almas inteligentes que a toda la máquina del mundo; que no debemos temer a los que pueden destruir los cuerpos, pero que no podrían dañar a las almas, puesto que sólo Dios puede hacerlas felices o desdichadas;59 y que las de los justos están en su mano a cubierto de todas las revoluciones del universo, pues nada puede obrar en ellas más que Dios; que ninguna de nuestras acciones se olvida; que todo está contado, hasta las palabras ociosas y hasta una cucharada de agua bien empleada;60 en fin, que todo tiene que resultar para el mayor bien de los buenos;61 que los justos serán como soles62 y que ni nuestros sentidos ni nuestro espíritu han gustado jamás nada parecido a la felicidad que Dios prepara a aquellos que lo aman.63