Puesto que las muchas palabras no son prueba de ideas claras en el escritor, ni son un medio conveniente para transmitir nociones claras al lector, voy a intentar dar, tan brevemente como pueda, una respuesta distinta a esta quinta carta.
1-20. No hay punto de comparación entre una balanza (número 3) que se inclina por la acción de pesos o por la de impulsos, y una mente que se mueve por sí misma, u obra a la vista de ciertos motivos. La diferencia radica en que la una es enteramente pasiva, cosa que equivale a estar sometido a la necesidad absoluta, mientras que la otra no solamente es influida, sino que también obra, lo cual es la esencia de la libertad. Suponer (número 14) que una bondad aparentemente igual en distintos modos de obrar suprime de la mente toda capacidad de obrar, como la igualdad de pesos equilibra necesariamente una balanza, es negar que la mente tenga en sí misma una facultad de acción, y es confundir la facultad de acción con la impresión que produce el motivo en la mente, en donde es puramente pasiva. E l motivo, o cosa a tener en cuenta, es algo extrínseco a la mente; la impresión creada en ésta por aquél es la cualidad perceptiva, en la que la mente es pasiva. La actuación de una cosa sobre o después o como consecuencia de esta percepción es la facultad de automovimiento o acción, y esto es espontaneidad en todos los agentes animados, y en los agentes morales es lo que propiamente llamamos libertad. El no distinguir cuidadosamente estas cosas, sino confundir (número 15) el motivo con el principio de acción y negar que la mente tiene un principio de acción además de un motivo (cuando necesariamente, al recibir la impresión de la causa, la mente es puramente pasiva), esto, digo, es el fundamento de todo el error, e induce a los hombres a pensar que la mente no es más activa que lo sería una balanza con la adición de una facultad de percepción. Y esto es eliminar totalmente la verdadera idea de libertad. Si una balanza es empujada, o impelida hacia abajo con igual fuerza o con pesos iguales por ambas partes, no puede moverse en absoluto, y, suponiendo que esté investida la balanza con una facultad de percepción, de modo que se haga cargo de su propia incapacidad para moverse, o de modo que se engañe con una falsa idea de que se mueve a sí misma cuando realmente es movida solamente, estaría exactamente en el mismo estado, en el que supone este sabio autor a un agente libre en todos aquellos acontecimientos que son absolutamente indiferentes. Pero la falacia estriba aquí: la balanza, por no tener en sí misma un principio o facultad de acción, no puede moverse en absoluto cuando los pesos son iguales, pero cuando aparecen a la vez dos o más modos perfectamente razonables de obrar, un agente libre tiene siempre en sí mismo, en virtud de su principio de automovimiento, una facultad de acción. Y puede tener muy fuertes y buenas razones para no dejar de obrar en absoluto, aun cuando pueda ocurrir que no haya una posible razón para determinar que un modo particular de obrar sea mejor que otro. Por eso, afirmar (números 16, 17, 18, 19 y 69) que, suponiendo que dos modos de colocar determinadas partículas de materia fueran igualmente buenos y razonables, Dios no sabría ni, posiblemente, podría colocarlas de cualquiera de estos dos modos por falta de un peso suficiente que le determine hacia qué lado inclinarse, es hacer de Dios no un sujeto activo, sino pasivo, lo que supone no ser en modo alguno un Dios o un ser providente. Y para negar la posibilidad de la suposición de que puede haber dos partes iguales de materia, que pueden ser cambiadas de situación con igual propiedad, no puede alegarse otra razón sino la petitio principii (número 20) de que entonces la idea de este sabio escritor de una razón suficiente no estaría bien fundada. Pues, por otra parte, ¿cómo puede decir algún hombre que es (números 16, 17, 69 y 66) para Dios imposible tener sabias y buenas razones para crear algunas partículas de materia exactamente iguales en diferentes partes del Universo? En tal caso, es evidente que, siendo las partes del espacio iguales, no puede haber razón alguna, sino mera voluntad, para no haber cambiado sus situaciones originariamente. Y, no obstante, incluso no puede decirse razonablemente que esto sea (números 16 y 69) una voluntad sin causa, por cuanto las sabias razones que posiblemente pueda tener Dios al crear algunas partículas de materia exactamente iguales deben, en consecuencia, ser un motivo para él para elegir una de las dos absolutamente indiferentes (lo que no puede hacer una balanza), esto es, para colocarlas en una situación dada cuando su permuta no puede haber sido sino igualmente buena.
En las cuestiones filosóficas, necesidad significa siempre necesidad absoluta. Las necesidades moral e hipotética (números 4, 2 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13)[^2] son solamente metáforas y, en rigor filosófico, no son en realidad necesidad en absoluto. La cuestión no es si debe existir algo cuando se supone que existe, o que debe existir (lo cual es necesidad hipotética), ni tampoco si es verdad que un ser bueno no puede ser malo, permaneciendo bueno, ni si un ser sabio no puede obrar ignorantemente siendo sabio, ni si una persona veraz no puede mentir mientras sigue siendo veraz (lo cual es necesidad moral), sino que la verdadera y única cuestión en filosofía, en lo que toca a la libertad, es si la causa física inmediata o principio de acción es en sí verdaderamente lo que llamamos el agente, o si hay alguna otra razón suficiente que sea causa real de la acción, por obrar sobre el agente haciendo de él no un agente, sino un mero sujeto paciente.
De este modo, se puede ver que este sabio autor contradice su propia hipótesis cuando dice que (número 20) la voluntad no sigue siempre exactamente al entendimiento práctico, porque algunas veces puede encontrar razones para suspender sus resoluciones. Pero ¿no son precisamente estas razones el último juicio del entendimiento práctico?