[105] (…) Quien examine ese alto valor de la dialéctica transcendental no encontrará superfluo que yo la aborde aquí de forma algo más especial. En primer lugar, presento a los conocedores y amantes de la crítica de la razón el siguiente intento de concebir y rebatir de forma totalmente distinta el argumento que, bajo el título «Paralogismo de la personalidad», refuta en las páginas 361 ss. de la «Crítica de la psicología racional», en la versión completa que aparece únicamente en la primera edición —mientras que en la siguiente aparece castrada—. Pues la exposición kantiana del mismo, desde luego profunda, no solo es absolutamente sutil y de difícil comprensión sino que también se le puede reprochar que, de repente y sin más autorización, tome el objeto de la autoconciencia o, en lenguaje kantiano, del sentido interno, como el objeto de una conciencia ajena o hasta de una intuición externa, para luego juzgarlo conforme a leyes y analogías del mundo corpóreo; e incluso que (p. 363) se permita suponer dos tiempos diferentes, uno en la conciencia del sujeto que es juzgado y otro en la del que juzga, que no concuerdan entre sí. — Yo daría, pues, otra versión totalmente distinta del citado argumento de la personalidad, presentándolo en las dos tesis siguientes:
1) En relación con todo movimiento en general, de la clase que sea, podemos establecer a priori que es perceptible ante todo por comparación con algo en reposo; de donde se sigue que tampoco el curso del tiempo, con todo lo contenido en él, podría ser percibido si no existiera algo que no tuviera parte en él y con cuyo reposo pudiéramos comparar su movimiento. Aquí juzgamos, por supuesto, en analogía con el movimiento en el espacio: pero espacio y tiempo han de servir siempre para explicarse mutuamente, y de ahí que tengamos que representarnos también el tiempo con la imagen de una línea recta para construirlo a priori al concebirlo intuitivamente. [106] En consecuencia, no podemos imaginarnos que, si todo en nuestra conciencia avanzara en el flujo del tiempo a la vez y conjuntamente, ese avance fuera perceptible, sino que para ello hemos de suponer algo fijo por lo que pasara el tiempo con su contenido. Para la intuición del sentido externo eso lo proporciona la materia en cuanto sustancia permanente bajo el cambio de los accidentes, tal y como lo expone también Kant en la demostración de la «Primera analogía de la experiencia», p. 183 de la primera edición. Sin embargo, es justamente en ese pasaje donde comete el intolerable fallo que ya censuré en otro lugar, incluso contradictorio con su propia teoría, de decir que no es el tiempo mismo el que fluye, sino solo los fenómenos en él. Que eso es radicalmente falso lo demuestra la firme certeza que todos tenemos de que, aun cuando todas las cosas en el cielo y en la tierra se quedaran quietas de repente, el tiempo, imperturbable, seguiría su curso; de modo que, una vez que la naturaleza se hubiera puesto de nuevo en marcha, la pregunta por la duración de la pausa producida sería en sí misma susceptible de una exacta contestación. Si fuera de otro modo, entonces el tiempo tendría que pararse con el reloj o, cuando este anduviera, andar con él. Mas justamente ese estado de cosas, junto con nuestra certeza a priori al respecto, demuestra irrefutablemente que el tiempo tiene su curso, y por lo tanto su ser, en nuestra mente y no fuera. — He dicho que en el ámbito de la intuición externa lo persistente es la materia: pero en nuestro argumento de la personalidad se trata únicamente de la percepción del sentido interno, en el cual se asume a su vez la del externo. Por eso he dicho que, si nuestra conciencia con todo su contenido avanzara uniformemente en la corriente del tiempo, no podríamos ser conscientes de ese movimiento. Así que para eso ha de existir algo inmóvil en la conciencia misma. Mas eso no puede ser sino el propio sujeto cognoscente, que contempla inconmovible y sin cambio el curso del tiempo y la alteración de su contenido. Ante su mirada pasa la vida como un espectáculo. Lo poco que participa él mismo en ese curso se nos hace incluso perceptible cuando, en la vejez, se nos presentan con vivacidad las escenas de la juventud y la niñez.
2) Interiormente, en la autoconciencia o, hablando en lenguaje kantiano, [107] a través del sentido interno, me conozco a mí mismo exclusivamente en el tiempo. Pero, considerado objetivamente, en el mero tiempo no puede haber nada permanente, ya que tal cosa supone una duración, esta, una simultaneidad, y ésta, a su vez, el espacio (la fundamentación de esta tesis se encuentra en mi tratado Sobre el principio de razón 2.ª edición, § 18, y también en El mundo como voluntad y representación, 2.ª edición, vol. I, § 4 pp. 10-11, y p. 531 [3.ª ed., pp. 10-12 y p. 560]). Pese a ello, yo me encuentro a mí mismo como lo permanente, es decir, el sustrato de todas mis representaciones que se mantiene sin cesar en todo cambio de las mismas y que es a esas representaciones lo que la materia a sus cambiantes accidentes; por consiguiente, merece como ella el nombre de sustancia y, puesto que es inespacial y por lo tanto inextensa, el de sustancia simple. Pero dado que, como se dijo, en el mero tiempo por sí solo no puede encontrarse nada permanente, y sin embargo la sustancia de la que hablamos no puede ser percibida por el sentido externo, luego tampoco en el espacio, para representárnosla como algo permanente frente al correr del tiempo hemos de admitir que se halla fuera del tiempo, y así decir: todo objeto se encuentra en el tiempo; no así, en cambio, el verdadero sujeto cognoscente. Y puesto que fuera del tiempo tampoco se da un cese o término, en el sujeto cognoscente que hay en nosotros tendríamos una sustancia permanente pero no espacial ni temporal, luego indestructible.
Para demostrar que el argumento de la personalidad, así concebido, es un paralogismo, habría que decir que su segunda premisa recurre a un hecho empírico al que se puede oponer este: que el sujeto cognoscente está efectivamente ligado a la vida e incluso a la vigilia, así que su permanencia durante ambas no demuestra en modo alguno que pueda también existir fuera de ellas. Pues esa permanencia fáctica durante el tiempo que dura el estado consciente está muy lejos, e incluso es toto genere distinta, de la permanencia de la materia (ese origen y realización única de concepto de sustancia) que conocemos en la intuición y de la que no solo captamos a priori su duración fáctica sino también su necesaria indestructibilidad y la imposibilidad de su aniquilación. Pero es en analogía con esa sustancia verdaderamente indestructible [108] como pretendemos suponer una sustancia pensante en nosotros mismos, que después tendría asegurada una permanencia infinita. Prescindiendo de que esta última sería la analogía con un simple fenómeno (la materia), la falta que comete la razón dialéctica en la anterior demostración consiste en que la permanencia del sujeto en el cambio de todas sus representaciones en el tiempo es tratada como la permanencia de la materia que nos es dada en la intuición; por consiguiente, ambas son reunidas bajo el concepto de la sustancia a fin de atribuir a aquella supuesta sustancia inmaterial todo lo que —si bien bajo las condiciones de la intuición— se puede afirmar a priori de la materia, en concreto, la permanencia en todo tiempo; aunque la permanencia de esa sustancia inmaterial se basa más bien en que se supone que no existe en ningún tiempo, y mucho menos en todo él, con lo que las condiciones de la intuición a consecuencia de las cuales se afirma a priori la indestructibilidad de la materia son aquí eliminadas expresamente, y en particular la espacialidad. Mas precisamente en esta se basa (de acuerdo con los pasajes de mis escritos citados) su permanencia.
Con respecto a la demostración de la inmortalidad del alma a partir de su supuesta simplicidad, y la indisolubilidad que de ella se sigue y gracias a la cual se excluye la única forma posible de muerte —la disolución de las partes—, se puede decir en general que todas las leyes sobre el nacimiento, la muerte, el cambio, la permanencia, etc., que conocemos bien a priori o a posteriori, valen exclusivamente del mundo corpóreo que nos es dado objetivamente y además está condicionado por nuestro intelecto: por ello, tan pronto como abandonamos éste y hablamos de seres inmateriales, no tenemos ya autorización alguna para aplicar aquellas leyes y reglas a fin de afirmar cómo es o no posible el nacer y perecer de tales seres, sino que ahí carecemos de toda pauta. De ese modo quedan truncadas todas las pruebas de la inmortalidad a partir de la simplicidad de la sustancia pensante. Pues la anfibología consiste en que se habla de una sustancia inmaterial y luego se introducen las leyes de la material para aplicárselas a aquella.
Entretanto, el paralogismo de la personalidad, tal y como [109] yo lo he concebido, ofrece en su primer argumento la prueba a priori de que en nuestra conciencia tiene que haber algo permanente, y en el segundo argumento lo demuestra a posteriori. Tomado en su conjunto, parece tener aquí su raíz la verdad en la que, como por lo regular ocurre con todo error, se basa también aquí a la psicología racional. Esa verdad es que incluso en nuestra conciencia empírica se puede comprobar, en efecto, un punto eterno; pero solo un punto y solo comprobarse, sin que se pueda sacar de ahí materia para una demostración ulterior. Remito aquí a mi propia teoría, según la cual el sujeto cognoscente es aquello que todo lo conoce pero no es conocido: sin embargo, lo concebimos como el punto fijo ante el que pasa el tiempo con todas las representaciones, ya que su curso mismo no puede ser conocido más que en oposición a algo que permanece. Yo he llamado a eso el punto de contacto del objeto con el sujeto. En mi pensamiento el sujeto del conocer, al igual que el cuerpo en el que se presenta objetivamente como función cerebral, es fenómeno de la voluntad, la cual, en cuanto única cosa en sí, constituye aquí el sustrato del correlato de todos los fenómenos, es decir, del sujeto del conocimiento.