Kant. Crítica de la Razón pura (B)

Pasajes selectos

Refutación del idealismo

El idealismo (en el sentido de idealismo material) es la teoría que sostiene que la existencia de las cosas del espacio fuera de nosotros es, o bien dudosa e indemostrable, o bien falsa e imposible. La primera postura, que defiende que sólo la afirmación empírica «Yo existo» es indudable, constituye el idealismo problemático de Descartes. La segunda postura es el idealismo dogmático de Berkeley. Este idealismo afirma que el espacio, con todas las cosas a las que va ligado y a las que sirve de condición inseparable, es algo imposible en sí mismo y que, consiguientemente, las cosas del espacio constituyen meras fantasías. El idealismo dogmático es inevitable si se considera el espacio como propiedad que ha de corresponder a las cosas en sí mismas, ya que entonces el espacio, juntamente con todo aquello a lo que sirve de condición, es un absurdo. El fundamento de este idealismo ha sido ya eliminado por nosotros en la estética trascendental. El idealismo problemático no afirma nada de esto. Sostiene simplemente que somos incapaces de demostrar, a través de la experiencia, una existencia fuera de la nuestra. Este idealismo es razonable y propio de un pensamiento filosóficamente riguroso, como lo es el consistente en no admitir un juicio definitivo mientras no se haya encontrado una prueba suficiente. La prueba requerida debe, pues, mostrar que tenemos experiencia de las cosas externas, no simple imaginación. Ello no podrá ocurrir más que en el caso de que podamos demostrar que nuestra misma experiencia interna — indudable para Descartes— sólo es posible si suponemos la experiencia externa.

TESIS

La mera conciencia, aunque empíricamente determinada, de mi propia existencia demuestra la existencia de los objetos en el espacio fuera de mí.

Prueba

Soy consciente de mi existencia en cuanto determinada en el tiempo. Toda determinación temporal supone algo permanente en la percepción. Pero ese elemento permanente no puede ser algo en mí, ya que mi propia existencia sólo puede ser determinada en el tiempo mediante dicho elemento.1 La percepción de éste sólo es, pues, posible a través de una cosa exterior a mí, no a través de la simple representación de una cosa exterior a mí. Consiguientemente, la determinación temporal de mi existencia sólo es posible gracias a la existencia de cosas reales que percibo fuera de mí. Ahora bien, la conciencia de mi existencia en el tiempo va necesariamente ligada a la conciencia de la posibilidad de esta determinación temporal. La conciencia de mi existencia en el tiempo se halla, pues, necesariamente ligada también a la existencia de cosas fuera de mí, como condición de la determinación temporal. Es decir, la conciencia de mi propia existencia constituye, a la vez, la conciencia inmediata de la existencia de otras cosas fuera de mí.

Observación 1.

Se notará en la prueba anterior que la argucia esgrimida por el idealismo se vuelve contra él mismo con mayor derecho. El idealismo suponía que la única experiencia inmediata era la interna y que sólo a partir de ésta se inferían las cosas exteriores. Pero, tal como ocurre cuando se deducen causas determinadas partiendo de efectos dados, la deducción es insegura, ya que las representaciones que nosotros suponemos —acaso erróneamente— causadas por cosas exteriores pueden tener su causa en nosotros mismos. Lo que se demuestra en la prueba anterior es que en realidad la experiencia externa es inmediata,2 que sólo a través de ella es posible, no la conciencia de nuestra propia existencia, pero sí su determinación en el tiempo, es decir, la experiencia interna. La representación «Yo existo», que expresa la conciencia que puede acompañar a todo pensamiento, constituye lo inmediatamente incluido por la existencia de un sujeto, pero no es todavía un conocimiento de este sujeto ni es, consiguientemente, un conocimiento empírico, es decir, no es todavía experiencia. Para que lo fuera haría falta una intuición, aparte del pensamiento de que algo existe, y, en este caso, una intuición interna. El sujeto tiene que ser determinado con respecto a ésta —el tiempo—, lo cual requiere que haya objetos exteriores. La experiencia interna es, pues, simplemente mediata y sólo es posible a través de la experiencia externa.

Observación 2.

Todo uso empírico de nuestra facultad cognoscitiva en la determinación del tiempo concuerda perfectamente con ello. No se trata únicamente de que sólo podemos percibir3 las determinaciones temporales a través de la modificación en las relaciones externas (el movimiento) con respecto a lo permanente en el espacio (por ejemplo, el movimiento solar respecto de los objetos de la Tierra), sino de que no tenemos nada permanente en qué basar el concepto de sustancia, como intuición, salvo la materia. Pero esta permanencia no es extraída de la experiencia externa, sino que la suponemos a priori, como condición necesaria de toda determinación temporal y, consiguientemente, como determinación del sentido interno respecto de nuestra propia existencia a través de la existencia de las cosas exteriores. La autoconciencia en la representación yo no es una intuición, sino una simple representación intelectual de la espontaneidad4 de un sujeto pensante. Por ello carece ese yo [hasta] del menor predicado intuitivo que, como permanente, pudiera servir en el sentido interno de correlato a la determinación temporal, a la manera como lo hace, por ejemplo, la impenetrabilidad en la materia considerada como intuición empírica.

Observación 3.

Del hecho de que la posibilidad de una autoconciencia determinada requiera la existencia de objetos exteriores no se sigue que toda representación intuitiva de tales objetos implique automáticamente la existencia de los mismos, ya que esa representación puede ser un mero producto de la imaginación (tanto en los sueños corno en la locura). Sin embargo, la representación en cuestión sólo lo es gracias a que reproduce anteriores percepciones externas, las cuales sólo son posibles, tal como hemos mostrado ya, gracias a la realidad de objetos exteriores. Aquí sólo se ha pretendido mostrar que la experiencia interna en general sólo es posible a través de la experiencia externa. El que esta o aquella supuesta experiencia no sea una mera fantasía es algo que debe dilucidarse de acuerdo con sus especiales determinaciones y efectuando un cotejo con los criterios de toda experiencia efectiva.


Finalmente, en lo que al Tercer Postulado se refiere, afecta a la necesidad material en la existencia, y no a la mera necesidad formal y lógica en la conexión de los conceptos. Ahora bien, como la existencia de objetos sensibles no es cognoscible enteramente a priori, aunque sí lo sea comparativamente a priori —con referencia a otra existencia previamente dada— y como, incluso en este último supuesto, sólo podemos5 llegar a una existencia que tenga que estar contenida en un determinado contexto de la experiencia de que forma parte la percepción dada, nunca nos es posible conocer la necesidad de la existencia partiendo de conceptos, sino partiendo siempre de su conexión, según las universales leyes de la experiencia, con lo percibido. Pero la única existencia que puede ser conocida como necesaria, teniendo en cuenta otros fenómenos dados, es la de los efectos producidos por causas dadas de acuerdo con los principios de la causalidad. Consiguientemente, la necesidad que podemos conocer no es la de la existencia de las cosas (sustancias), sino la de su estado, y ello a partir de otros estados que son dados en la percepción según las leyes empíricas de la causalidad. De ello se sigue que el criterio de necesidad reside exclusivamente en la ley de la experiencia posible, ley según la cual todo cuanto sucede se halla determinado a priori por su causa en la esfera del fenómeno. Sólo conocemos, pues, la necesidad de aquellos efectos en la naturaleza cuyas causas nos son dadas. El carácter de necesidad en la existencia sólo tiene aplicación dentro del campo de la experiencia posible, e incluso en este campo carece de validez con respecto a la existencia de las cosas en cuanto sustancias, ya que nunca podemos considerar estas últimas como efectos empíricos o como algo que sucede y se produce. En consecuencia, la necesidad afecta únicamente a las relaciones de los fenómenos de acuerdo con la ley dinámica de la causalidad, y a la posibilidad facultad [que tenemos] —basada en ella— de inferir a priori una nueva existencia (la del efecto) a partir de una existencia dada (la de la causa). Todo cuanto sucede es hipotéticamente necesario. Este es un principio que somete a una ley los cambios ocurridos en el mundo. Es decir, los somete a la regla de la existencia necesaria, a una regla sin la cual no habría siquiera naturaleza. El principio «Nada sucede por un ciego azar» (in mundo non datur casus) es, consiguientemente, una ley de la naturaleza a priori. En la naturaleza no hay necesidad ciega, sino necesidad condicionada y, por ello mismo, susceptible de ser entendida (non datur fatum). Los dos constituyen los principios que nos permiten someter el juego de los cambios a una naturaleza de las cosas (en cuanto fenómenos), o lo que es lo mismo, a la unidad del entendimiento. Es desde ésta6 desde donde pueden formar parte de una experiencia en cuanto unidad sintética de los fenómenos. Ambos principios son dinámicos. El primero constituye en realidad una consecuencia del principio de causalidad (entre las analogías de la experiencia). El segundo pertenece a los principios de la modalidad, la cual añade a la determinación causal el concepto de necesidad, que se halla sometida, no obstante a una regla del entendimiento. El principio de la continuidad prohíbe cualquier salto (in mundo non datur saltus) en la serie de los fenómenos (cambios). Prohíbe igualmente cualquier laguna o grieta entre dos fenómenos en el conjunto de las intuiciones empíricas en el espacio (non datur hiatus). El principio puede enunciarse, pues, así: nada que exhiba un vacío o simplemente lo tolere como parte de la síntesis empírica puede entrar en la experiencia. En efecto, lo que se refiere al vacío que podemos concebir fuera del campo de la experiencia posible (fuera del mundo) no constituye una cuestión que caiga dentro de la jurisdicción del mero entendimiento. Éste sólo decide acerca de cuestiones relativas al uso que de los fenómenos dados se hace con vistas al conocimiento empírico. Esa cuestión es un problema de la razón ideal, la cual va más allá de la esfera de la experiencia posible y pretende juzgar sobre aquello que rodea y limita a tal esfera. La tendremos que tratar, pues, en la dialéctica trascendental. Sería fácil presentar estos cuatro principios (in mundo non datur hiatus, non datur saltus, non datur casus, non datur fatum), al igual que todos los principios de origen trascendental, atendiendo a su orden, según el orden de las categorías. Podríamos señalar la posición de cada uno, pero el lector ejercitado lo hará por sí mismo o descubrirá fácilmente las directrices para hacerlo. El punto de unión entre todos ellos consiste en que no admiten en la síntesis empírica nada que pueda ir en detrimento o perjuicio del entendimiento y del lazo continuo de todos los fenómenos, es decir, en detrimento o perjuicio de la unidad de los conceptos del entendimiento. En efecto, es en el entendimiento donde se hace posible la unidad de la experiencia en la que todas las percepciones deben tener lugar.

Saber si el campo de la posibilidad es mayor que el campo que contiene todo lo real y éste, a su vez, mayor que el conjunto de lo necesario, son cuestiones oportunas y de solución sintética, pero que sólo entran en la jurisdicción de la razón. En efecto, equivalen aproximadamente a preguntar si las cosas pertenecen, en cuanto fenómenos, al conjunto y al contexto de una experiencia única de la que cada percepción dada es una parte, una parte que no podemos, consiguientemente, ligar a otros fenómenos; o si mis percepciones pueden pertenecer a más de una experiencia posible (en su conexión universal). El entendimiento se limita a suministrar a priori a la experiencia en general las reglas relativas a las condiciones subjetivas y formales de la sensibilidad y de la apercepción, reglas que son las que hacen posible la experiencia. Aun en el caso de que sean posibles otras formas de intuición que el espacio y el tiempo, al igual que otras formas de entendimiento que las discursivas del pensar o del conocimiento conceptual, nos es totalmente imposible pensarlas o hacerlas concebibles. Pero incluso si pudiéramos hacerlo, tales formas no pertenecerían a la experiencia, que es el único conocimiento en el que se nos dan objetos. La cuestión relativa a si puede haber otras percepciones que las pertenecientes a nuestra experiencia posible en su conjunto y a si puede haber, por tanto, un campo de materia totalmente diferente, no es decidible por el entendimiento. Este sólo se ocupa de la síntesis de lo que se da. Salta a la vista, por lo demás, la pobreza de nuestras habituales inferencias, con las que construimos un reino de posibilidad tan vasto, que todo lo real, es decir, todos los objetos empíricos, forman sólo una pequeña parte de él. Todo lo real es posible. De ahí se sigue naturalmente, de acuerdo con las reglas lógicas de la conversión, este otro principio meramente particular: algún posible es real. Ello parece significar que hay muchos posibles que no son reales. Tal planteamiento produce, efectivamente, la impresión de que se puede aumentar el volumen de lo posible por encima del volumen de lo real, debido a que hay que añadir algo a lo primero para convertirlo en lo segundo. Pero yo no conozco esa adición a lo posible, ya que lo que hubiese que añadirle sería imposible. Lo único que puede añadirse a mi entendimiento, además de la concordancia con las condiciones formales de la experiencia, es su conexión con alguna percepción. Ahora bien, lo que está conectado con una percepción según leyes empíricas es real, aunque no sea percibido inmediatamente. Que en la completa interrelación con aquello que se me da en la percepción sea posible otra serie de fenómenos y, consiguientemente, sea posible más de una experiencia omnicomprensiva7, no es algo que pueda inferirse de lo que está dado, y mucho menos sin que algo se dé, ya que sin materia no podemos pensar nada. Lo que sólo es posible bajo condiciones que son, a su vez, meramente posibles, no es [algo] posible desde cualquier punto de vista. Sin embargo, cuando se indaga si la posibilidad de las cosas se extiende más allá de lo que puede abarcar la experiencia, la cuestión se toma desde esta perspectiva.

He mencionado estas cuestiones con el único fin de no dejar lagunas en lo que, según opinión general, forma parte de los conceptos del entendimiento. De hecho, la posibilidad absoluta (la que posee validez desde cualquier punto de vista) no constituye un mero concepto del entendimiento ni puede, en modo alguno, tener aplicación empírica. Al contrario, corresponde exclusivamente a la razón, la cual va más allá de todo posible uso empírico del entendimiento.__ Por ello nos hemos tenido que conformar aquí con una simple observación crítica, dejando el asunto en la oscuridad hasta que lleguemos a su posterior desarrollo.

Como quiero acabar en seguida este apartado cuatro, y con él el sistema de todos los principios del entendimiento puro, debo señalar todavía por qué he dado a los principios de la modalidad el nombre de postulados. No tomo esta denominación en el sentido que le han atribuido algunos filósofos recientes, sentido opuesto al de los autores a quienes pertenece propiamente, que son los matemáticos. Según el sentido de esos filósofos, post.ular equivaldría a tomar una proposición como inmediatamente cierta, prescindiendo de su justificación o demostración. En efecto, si, por muy evidentes que sean las proposiciones sintéticas, las admitimos incondicionalmente, sin deducción, por la autoridad de su propia fórmula, entonces se viene abajo toda crítica del entendimiento. Además, si tenemos en cuenta que no faltan las pretensiones más audaces a las que la misma creencia común (que no es ninguna garantía de verdad) presta oídos, quedará expuesto nuestro entendimiento a todas las fantasías, sin que puedan éstas negar su aprobación a aquellas fórmulas que, si bien carecen de justificación, reclaman el ser admitidas corno verdaderos axiomas y lo hacen en el mismo tono de suficiencia que éstos. Consiguientemente, en una proposición donde se añade sintéticamente una determinación a priori al concepto de una cosa, debe acompañarse ineludiblemente, si no una demostración, sí al menos una deducción que legitime esa proposición.

Los principios de la modalidad no son objetivamente sintéticos, ya que, si bien los predicados de posibilidad, realidad y necesidad añaden algo a la representación del objeto, no amplían en lo más mínimo el concepto del cual se predican. Y aunque siempre sean, en definitiva, sintéticos, sólo lo son subjetivamente. Es decir, añaden al concepto de una cosa (de algo real), de la que no afirman nada más, la facultad cognoscitiva de la cual surge y en la cual se asienta ese concepto. De modo que si sólo en el entendimiento está ligado a las condiciones formales de la experiencia, su objeto es calificado de posible; si el concepto está en conexión con la percepción (sensación en cuanto materia de los sentidos) y determinada por ella a través del entendimiento, su objeto es real; si está determinado por la conexión de las percepciones según conceptos, el objeto es llamado necesario. Así, pues, lo único que los principios de la modalidad expresan respecto de un concepto es el acto de la facultad cognoscitiva a través del cual se origina. Ahora bien, lo que en matemáticas se llama postulado es una proposición práctica que no contiene más que la síntesis a través de la cual nos damos un objeto y producimos su concepto. Por ejemplo, describir un círculo con una línea dada, partiendo de un punto dado, en un plano. Semejante proposición no puede demostrarse, ya que el procedimiento que exige es precisamente el medio a través del cual producimos el concepto de esa figura. Podemos postular, pues, con el mismo derecho, los principios de la modalidad, ya que no amplían8 nuestro9 concepto de las cosas, sino que simplemente indican el modo según el cual se enlaza este concepto con la facultad cognoscitiva.

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